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Me tomó de la mano. — Tal vez Atila sea también parte de mí, parte de todo el que alguna vez ha tenido un pensamiento asesino. Tal vez por eso olvidamos las otras existencias que hemos vivido en el momento de nacer: para comenzar de nuevo, para concentrarnos en hacerlo mejor esta vez.

Hacer mejor ¿qué cosa? estuve a punto de decir. Pero oí las palabras expresar el amor antes de formular la pregunta.

— Tienes razón.

Tenía la sensación de que el hidroavión estaba manchado y sucio desde nuestro último descenso. Abajo centelleaba el agua limpia.

— ¿Te molestaría si bajara para un chapuzón? Para lavar a Gruñón.

Ella me miró preguntas.

— Acto simbólico, supongo.

Me besó en la mejilla, adivinándome los pensamientos.

— Mientras no descubras cómo se vive para otra persona, ¿por qué no te haces responsable por la vida de Richard Bach y dejas que Atila responda por la suya?

Tocamos las olas a media potencia y aminoramos la marcha, pero sin detenernos; la llovizna, a setenta y cinco kilómetros por hora; fuentes de profunda nieve en polvo hacían estallar colas de gallo a alta presión, en tanto yo movía la palanca de mandos a derecha e izquierda, para borrar el recuerdo de esa vida perversa.

Levanté el acelerador dos o tres centímetros, con la intención de dejar que la llovizna pasara hacia delante al aminorar nosotros la marcha. Así fue, pero eso, como era de esperar, nos dejó caer en un mundo diferente.

10

Allí donde nos detuvimos, la hierba se extendía a nuestro alrededor como un estanque esmeraldino ahuecado entre las montañas. El crepúsculo arrojaba llamaradas desde las nubes carmesíes.

Suiza, pensé de inmediato; hemos aterrizado en una postal de Suiza. Hacia abajo, en el valle, se veía una arboleda, súbitas casas, altos tejados en pico, una cúpula de iglesia. Había una carreta en la ruta de la aldea, impulsada no por un tractor ni por un caballo, sino por una especie de vaca.

No había nadie en las cercanías: ni un sendero, ni un caminito de cabras. Sólo ese lago de hierbas, salpicadas de flores silvestres, medio rodeada por rocosas cuestas coronadas de nieve.

— ¿Por qué supones que…? — pregunté — ¿Dónde estamos?

— En Francia — dijo Leslie. Lo dijo sin pensar. Antes de que yo pudiera preguntarle cómo lo sabía, ella aspiró bruscamente. — Mira.

Señalaba una hendidura en la roca; allí había un anciano de tosca túnica parda, arrodillado en el suelo, cerca de una pequeña fogata. Estaba soldando; un blanco amarillento brillante chisporroteaba y danzaba en las rocas, detrás de él.

— ¿Qué hace un soldador aquí arriba? — me extrañé.

Ella lo observó por un momento.

— No está soldando — corrigió, como si estuviera recordando la escena en vez de observarla— Está orando.

Se puso en marcha hacia él y yo la seguí, decidido a guardar silencio. Así como yo me había visto en Atila, ¿mi esposa se veía en ese ermitaño?

Ya más cerca, vimos con toda seguridad que no había allí soldador alguno. Ni ruido, ni humo. Era un pilar refulgente, del color del sol, que palpitaba.sobre el suelo, a menos de un metro del anciano.

— …y al mundo has de dar tal como has recibido — dijo una voz suave, surgida de la luz— Has de dar a todos cuanto ansíen saber la verdad de dónde provenimos, el motivo de nuestro existir y el rumbo que se extiende hacia adelante, en el sendero de nuestro hogar por siempre.

Nos detuvimos algunos metros más atrás, transfigurados por el espectáculo. Sólo una vez había visto yo ese brillo, años antes, aturdido por un vistazo accidental de lo que, hasta el día de hoy, sigo llamando Amor. La luz que veíamos en esos momentos era la misma, tan radiante que reducía el mundo a una nota al pie de página, a un opaco asterisco.

De pronto, un instante después, la luz desapareció. Bajo el sitio donde había estado flotando quedó un manojo de papeles dorados, una escritura en caligrafía grandiosa.

El hombre permanecía arrodillado y en silencio, con los ojos cerrados, sin percibir nuestra presencia.

Leslie se adelantó para recoger ese refulgente manuscrito. En ese lugar místico, su mano no pasó a través del pergamino.

Esperábamos encontrarnos con letras rúnicas o jeroglíficos, pero descubrimos que las palabras estaban en nuestro idioma. Naturalmente, pensé. El anciano las leería como si estuviera en francés; un persa, como si estuvieran en su propia lengua. Así ha de ser la revelación: no es el idioma lo que importa, sino la comunicación de las ideas.

Eres criatura de la luz, leímos. De la luz vienes y a la luz volverás; a cada paso, rodeándote, está la luz de tu ser infinito.

Volvió una página.

Por elección tuya moras ahora en el mundo que tú has creado. Lo que albergas en tu corazón será verdad; eso que más admiras, en eso te convertirás.

No temas ni te espantes ante la apariencia que es la oscuridad, ante el disfraz que es el mal, ante el manto vacío que es la muerte, porque tú los has elegido como desafíos. Son las piedras en las que eliges amolar el agudo filo de tu espíritu. Sabe que siempre, en derredor de ti, está la realidad del amor, y a cada momento tienes el poder de transformar tu mundo por obra de lo que has aprendido.

Las páginas seguían, por cientos. Las hojeamos, heridos por el sobrecogimiento.

Eres la vida, inventando la forma. No puedes morir a espada o por vejez, así como no puedes morir al franquear una puerta para pasar de un cuarto a otro. Cada cuarto te da su palabra para que la pronuncies; cada pasaje, su canción para que la cantes.

Leslie me miró, luminosos los ojos. Si esas escrituras podían conmovernos tanto, pensé, a nosotros, gente del siglo XX, ¿qué efecto no tendrían en las gentes de ese siglo, cualquiera fuese…? ¡El XII!

Volvimos al manuscrito. No había en él palabra sobre ritos, indicaciones para el culto, invocación de fuego y destrucción sobre los enemigos, desastres para los incrédulos; nada de crueles dioses como el de Atila. No mencionaba siquiera templos, sacerdotes, rabinos, congregaciones, coros, costumbres ni días de guardar. Era una escritura redactada para el amante ser interior y sólo para él.

Echemos a rodar estas ideas en este siglo, pensé, clave para reconocer nuestro poder sobre la convicción, el poder del amor, y el terror desaparecerá. ¡Con esto, el mundo puede esquivar la Edad de las Tinieblas!

El anciano abrió los ojos y nos vio, por fin. Permanecía tan sereno como si hubiera leído toda aquella escritura. Me echó un vistazo y fijó la mirada en Leslie por un largo instante.

— Soy Jean-Paul le Clerc — dijo — Y vosotros sois ángeles.

Antes de que nos recobráramos de nuestro desconcierto, el hombre se echó a reír gozosamente.

— ¿Visteis la luz? — preguntó.

— ¡Inspiración! — exclamó mi esposa, entregándole las páginas doradas.

— Inspiración, sí. — Se inclinó en una reverencia como si la recordara y ella, cuanto menos, fuera un ángel. — Estas palabras son la clave de la verdad para quienquiera las lea; son la vida para quienes escuchen. Cuando yo era niño, la Luz prometió que las páginas llegarían a mis manos en la noche en que vosotros aparecierais. Ahora que soy viejo habéis venido, y ellas también.

— Cambiarán el mundo — dije.

El me miró con extraña expresión.

— No.

— Pero te fueron dadas…

— …como prueba — dijo él.

— ¿Prueba?

— He viajado mucho — explicó —. He estudiado las escrituras de un centenar de credos, desde Catay hasta los países del Norte. — Sus ojos chisporrotearon. — Y pese a mis estudios, he aprendido. Toda gran religión comienza en la luz. Pero sólo el corazón puede retener la luz. Las páginas, no.