Grandes ventanas daban al este, esperando el sol de la mañana. Contra la pared opuesta se veían enormes estanterías para libros, discos y grabaciones de la misma música que escuchamos en casa: Bartok, Prokofiev, Bach; A Crow of One, de Nick Jameson; Private Dancer, de Tina Turner. Muchos libros: tres estantes sobre conciencia, el morir y la percepción extrasensorial. Sospeché que, de todos ésos, Tatiana no había leído ni uno. Faltaban las computadoras. ¿Cómo podían vivir sin computadoras?
Según descubrimos, Iván había sido ingeniero aeronáutico, miembro del Partido, y había hecho bastante carrera en el ministerio de Aviación.
— Al viento relativo no le importa que piloteemos alas soviéticas o estadounidenses — observó —. Si excedemos el ángulo crítico de ataque, perdemos sustentación, ¿verdad?
— Con alas estadounidenses, no — le dije, muy serio —. Las alas norteamericanas nunca pierden sustentación.
— Ah, ésas. — Asintió con la cabeza. — Sí, hemos probado esas alas que no pierden sustentación. ¡Pero no hallamos el modo de hacer que los pasajeros abordaran un avión que no podía aterrizar! Tuvimos que cazar a tus alas norteamericanas con redes para enviarlas de regreso a Seattle…
Nuestras esposas no escuchaban.
— ¡En esos últimos veinte años me volví loca! — decía Tatiana — El gobierno no quería que nada funcionara demasiado bien. Si es menos eficiente, piensan que crea más trabajo para mantener a todo el mundo ocupado. ¡A mí me parece demasiada burocracia! No tenemos por qué soportar ese desastre. ¡Sobre todo en la oficina de filmaciones, donde nuestro trabajo consiste en comunicar! Pues se ríen y me dicen: «Tatiana, no te alteres.» Pero ahora ha llegado la perestroika, ha llegado la glasnost, y las cosas se mueven.
— ¿Ahora puedes alterarte? — preguntó su esposo.
— Varia — protestó ella —, ahora puedo esmerarme, puedo simplificar. ¡No me altero nunca!
— A nosotros nos gustaría simplificar nuestro gobierno — suspiró Leslie.
— Vuestro gobierno comienza a parecerse al nuestro, lo cual es estupendo — dije —, ¡pero el nuestro comienza a parecerse al vuestro, lo cual es espantoso!
— Es mejor parecernos que destrozarnos — comentó Iván —. Pero ¿has leído los periódicos? ¡No podemos creer que vuestro presidente haya pronunciado esas palabras!
— ¿Lo del Imperio del Mal? — dijo Leslie —. Ese presidente solía tornarse algo dramático en sus discursos.
— No — corrigió Tatiana —. Insultar así era tonto, pero de eso ha pasado mucho tiempo. En cambio ahora… ¡lee!
Tomó el periódico y buscó la cita en cuestión para leérnosla. — La momentánea mancha de radiación en suelo extranjero es mejor que la mancha permanente del comunismo en la mente de los niños norteamericanos, dijo el líder capitalista. Estoy orgulloso del valor de mis compatriotas y les agradezco sus plegarias. Y prometo por Dios, de acuerdo con Su voluntad, conducir a la libertad hasta su victoria final.
Se me enfrió la sangre. Cuando aparece el dios de los odios, ¡cuidado!
— Oh, vamos — dijo Leslie —. ¿Radiación momentánea? ¿La victoria final de la libertad? ¿De qué está hablando?
— Dice que tiene mucho apoyo popular — observó Iván —. ¿Es cierto que el pueblo norteamericano quiere aniquilar al pueblo de la Unión Soviética?
— Por supuesto que no — respondí — Es el modo de hablar de los presidentes. Siempre dicen que tienen todo el apoyo del pueblo. A menos que haya una muchedumbre gritando y apedreando la Casa Blanca en los informativos de la noche, esperan que lo creamos.
— Nuestro pequeño mundo está creciendo — comentó Tatiana —. En los últimos tiempos llegamos a pensar que gastamos demasiado en defendernos de los norteamericanos, pero ahora… ¡Estas palabras nos parecen demenciales! Quizá no estemos gastando demasiado en defensa, sino demasiado poco. ¿Cómo salir de esta terrible… noria que jamás se detiene? Si todos corremos y corremos, ¿Quién sabe cuándo hay bastante?
— Imaginad que heredáis una casa que nunca habíais visto — dije —. Un día vais a visitar vuestra casa y veis que las ventanas están llenas de…
— ¡Armas! — exclamó Iván, atónito. ¿Era posible que un norteamericano conociera la metáfora que un ruso había inventado para sí? — Ametralladoras, cañones y misiles, que apuntan por sobre los terrenos hacia otra casa, no muy apartada. Y en esa casa las ventanas también están llenas de armas que apuntan hacia la nuestra. En esas casas hay armamento suficiente para aniquilarse entre sí cien veces. ¿Qué haríamos si heredáramos una casa así?
Me hizo un gesto, con la palma hacia arriba, para que prosiguiera con el cuento, si me era posible.
— ¿Vivir con las armas y decir que eso es paz? — propuse —. ¿Comprar más armas porque el hombre de la otra casa compra más armas? Se descascara la pintura, hay filtraciones en el techo, ¡pero las armas están bien engrasadas y apuntadas!
Leslie intervino.
— ¿Es más probable que el vecino dispare si retiramos armas de nuestras ventanas o si ponemos más?
— Si quitamos algunas armas de nuestras ventanas — replicó Tatiana —, de modo que sólo podamos matarlo noventa veces, ¿eso lo llevará a disparar por considerarse más fuerte que nosotros? No lo creo. Por lo tanto, retiro una pequeña pistola vieja.
— ¿Unilateralmente, Tatiana? — apunté — ¿Sin años de negociaciones? ¿Vas a desarmar unilateralmente, cuando él tiene todos esos cañones y cohetes apuntados a tu dormitorio?
Ella dio una sacudida de cabeza, desafiante. — ¡Unilateralmente!
— Hazlo — asintió su esposo — y después invita al vecino al tomar el té. Le sirves unos pasteles y le comentas: «Fíjese, heredé esta casa de mi tío, como usted heredó la suya. Tal vez los dueños anteriores se tenían encono, pero yo no tengo nada contra usted. ¿Hay filtraciones en su tejado, como en el mío?»
Plegó las manos frente a sí y continuó:
— ¿Qué hará el hombre? ¿Comer nuestros pasteles y después volver a su casa para disparar contra nosotros? — Se volvió hacia mí con una sonrisa. — Los norteamericanos son locos, Richard. ¿Sois así de locos? Después de comer nuestros pasteles, ¿volverías a vuestra casa para disparar contra nosotros?
— Los norteamericanos no somos locos — aseguré —. Somos astutos.
Me miró de reojo.
— ¿Estáis convencidos de que Norteamérica gasta miles de millones en misiles y sistemas teleguiados de alta tecnología? No es así. Estamos ahorrando miles de millones. ¿Cómo, te preguntas? — Lo miré a los ojos, sin sonreír.
— ¿Cómo? — preguntó.
— ¡Nuestros misiles no tienen sistemas de teleguiado, Iván! Ni siquiera ponemos cohetes en ellos: sólo cabezas nucleares. El resto es cartón pintado. Mucho antes de Chernobyl, fuimos lo bastante sagaces como para darnos cuenta; ¡no importa dónde estallen las cabezas nucleares!
Iván me miró, solemne como un juez.
— ¿Que no importa?
Sacudí la cabeza.
— Los astutos norteamericanos comprendimos dos cosas. Primero, comprendimos que, dondequiera pusiéramos un silo misilístico, no construiríamos un sitio de lanzamiento, sino un sitio de impacto. En cuanto sacamos la primera palada de tierra, vosotros marcáis el lugar para apuntarle quinientos megatones. Segundo: Chernobyl fue un pequeñísimo accidente nuclear al otro lado del mundo, que no equivale siquiera a la centésima parte de una cabeza nuclear, pero seis días después estábamos botando leche en Wisconsin al filtrar vuestros rayos gama.
El ruso arqueó una gruesa ceja.
— Y entonces os disteis cuenta…
Asentí.
— Si hay diez millones de megatones listos para estallar unos contra otros, ¿a quién le importa dónde estallen? ¡Todo el mundo muere! ¿A qué gastar millones en cohetes y computadoras? Al primer misil ruso que caiga contra nosotros, los liquidamos: hacemos volar Nueva York, Texas y Florida y vosotros estáis condenados. Y mientras tanto os arruináis fabricando misiles. — Lo miré, astuto como un coyote. — ¿De dónde crees que sacamos el dinero para construir Disneylandia?