En la cabina sonó una campanilla, como la que marca el fin de cada round en los campeonatos de pugilismo. DERRIBADO, decía el mensaje en la mira..
De inmediato reinó el silencio. Sólo el áspero grito del viento, afuera, y el humo harapiento de la lata.
Torcí el cuello para mirar hacia atrás; miré por sobre nuestro río de negrura hacia el rugir de un motor que se nos ponía a la par: un avión igual al blanco que acabábamos de despachar. El hombre que había disparado contra nosotros pasó en su cabina, apenas a quince metros de distancia, y nos saludó con la mano, riendo, jubiloso.
Nuestra piloto se levantó el visor del casco y devolvió el saludo.
— ¡Oh, Xiao, maldición! — murmuró —. ¡Ya me la pagarás!
El otro nos dejó atrás, entre el destello de sus relucientes pinturas. Después torció hacia arriba el morro de su avión y ascendió en ángulo cerrado, para enfrentarse a nuestro compañero, que se arrojaba contra él en un aullido, buscando venganza. Medio minuto después ambos aviones giraban en semicírculos, trabados en combate, hasta perderse de vista.
En nuestra cabina no había llamas; apenas quedaba una voluta de humo. Nuestra piloto, considerando que acababa de perder una batalla, parecía tan serena como una tostada ennegrecida.
— Hola, Líder Delta— dijo una voz en la radio, alta en el silencio— ¡Su cámara no funciona! Aquí una luz me indica que ha sido derribada. ¡No me diga que sí!
— Lo siento, instructor— dijo la piloto —. A veces se gana, a veces se pierde, maldición. Fue Xiao Xien Ping.
— Excusas, excusas. Cuénteselo a sus admiradores. ¡Aposté doscientos dólares a que Linda Albright volvería hoy convertida en triple as! ¡Perdidos! ¿Dónde va a aterrizar?
— El más cercano es el Tres de Shanghai. Podría llegar al Dos, si usted quiere.
— No, el Tres está bien. La anotaré para un rescate desde el Tres de Shanghai, para mañana. Llámeme esta noche, ¿quiere?
— Está bien. — Ella parecía deprimida —. Lo siento, instructor.
La voz se quebró.
— No siempre se puede ganar.
El cielo estaba radiante, con unos pocos cúmulos de verano, y teníamos altitud de sobra para planear hasta el aeropuerto. Aun con el motor fuera de funcionamiento y el parabrisas lleno de aceite, el aterrizaje no sería difícil. Ella tocó un sintonizador de radio.
— Tres de Shanghai — dijo Linda al micrófono aquí Líder Delta de Estados Unidos, diez sur a cinco. Derribada para aterrizar, por favor.
La torre de control estaba esperando su llamado.
— Líder Delta de Estados Unidos, aterrice número dos en patrón motor apagado, pista dos ocho ocho. Bienvenida a Shanghai…
— Gracias.
Suspiró, encorvada en el asiento.
Por fin me atreví a hablar con ella.
— Hola — dije —. ¿Te molestaría explicarnos qué está pasando?
En su lugar, el respingo me habría arrojado fuera del avión, pero Linda Albright no pareció sorprenderse ante mi presencia ni por mi pregunta. Respondió enojada, sin preocuparse por quien preguntaba.
— Acabo de perder un día para mi equipo— dijo, amargada, descargando el puño contra el tablero —. Se supone que soy la gran estrella de este grupo, pero acabo de hacer que perdamos diez puntos en las Semi-finales Internacionales. No me importa si tengo compañero de combate. no me importa nada más. Jamás en mi vida… ¡Jamás en mi vida dejaré de mirar hacia atrás! — Exhaló un profundo suspiro. De pronto escuchó sus propias palabras y giró para mirar hacia atrás: a nosotros.
— ¿Quiénes sois?
Se lo dijimos. Para cuando hubo planeado hasta la posición debida para aterrizar, ya había aceptado nuestras palabras, como si los visitantes de universos paralelos cayeran por su casa cada dos o tres días. Aún estaba obsesionada por esos diez puntos.
— ¿Aquí esto es un deporte? — pregunté —. ¿habéis convertido el combate aéreo en deporte?
— Así dicen — respondió, ceñuda —. Juegos Aéreos, los llaman. ¡Pero no son juegos, sino un gran negocio! En cuanto una sale de las ligas menores, prácticamente se convierte en gran profesional y aparece por televisión en todo el mundo, vía satélite. En los Simples del año pasado derribé a Xiao Xien Ping en veintiséis minutos, pero ¡maldición! Acabo de dejar que ese hombre me devore sólo por no mirar atrás y ahora soy noticia vieja.
Bajó la palanca del tren de aterrizaje con violencia, como si con eso pudiera alterar lo que había ocurrido.
— Las ruedas están abajo y trabadas— dijo, aún echando chispas.
Al compañero de combate le corresponde vigilar los alrededores, pero el suyo había avisado demasiado tarde. El avión chino había venido directamente desde el sol, en giro amplio, para liquidarla en una sola pasada.
Planeamos en el acercamiento a la pista indicada. Nuestras ruedas gorjearon suavemente sobre el cemento; carreteamos hasta detenernos sobre una línea roja, apenas fuera de la pista. Las cámaras de televisión estiraban el cuello, alertas.
Lo que había a nuestro alrededor no era tanto un aeropuerto como un enorme estadio, con inmensos palcos levantados a ambos lados de las pistas gemelas. Parecía haber unas doscientas mil personas en los palcos; diez gigantescas pantallas para luz diurna mostraban un primer plano de nuestro avión al aterrizar.
A pocos metros de la línea roja había otros dos aviones norteamericanos y el chino que Linda había derribado. Todos, como el nuestro, estaban ennegrecidos de hollín y bañados en aceite desde el motor a la cola. Varios equipos trabajaban en los otros aparatos: los limpiaban, reponían el humo y cargaban aceite. Los otros, empero, no tenían sartas de marcas victoriosas pintadas bajo el nombre del piloto, en la cabina.
Los periodistas y las cámaras corrieron hacia nosotros, solicitando entrevistas.
— Detesto esta parte — protestó la piloto —. En este momento, el Canal de Guerra está diciendo en todo el mundo que Linda Albright fue derribada, atacada por la retaguardia, como una novata cualquiera. Suspiró. —Oh, bueno. Pongamos buen semblante, Linda.
Un momento después, el pequeño avión estaba en primer plano, como un mosquito bajo los microscopios. En las inmensas pantallas se veía la imagen de la piloto en el momento de abrir la cabina transparente y de quitarse el casco; se la vio sacudir su larga cabellera oscura y apartarla de la cara. Se la notaba disgustada, descontenta consigo misma. A nosotros no se nos veía.
El anunciador del estadio fue el primero en llegar a ella.
— ¡Linda Albright, campeona norteamericana de clase A! — dijo al micrófono, en perfecto inglés —. Victoriosa en excelentísima batalla contra Chung Li Huan, pero infortunada víctima de Xiao Xien Ping, de Szechwan. ¿Puede decirnos algo sobre sus combates de hoy, señorita Albright?
Frente a la línea roja había una muchedumbre de fanáticos de los Juegos Aéreos, casi todos con las insignias del escuadrón local en los sombreros y las chaquetas; en su mayoría eran chinos. Saboreaban el momento, observando los monitores de video y sin dejar de echar vistazos entre las cámaras, para ver a Linda Albright en persona. ¡Qué bienvenida se le brindaba a la celebridad del día! Bajo su imagen, en la pantalla, se leía LINDA ALBRIGHT, N4 2 Estados Unidos, y una hilera de 9,8 y 9,9. El público hizo silencio al hablar ella.
— El honorable Xiao figura entre los jugadores más caballerescos que honran los cielos del mundo — dijo; los altavoces traducían simultáneamente sus palabras —. Mi mano está abierta en señal de respeto por el valor y la habilidad de vuestro gran piloto. Estados Unidos de América se sentirá profundamente honrado si alguien tan humilde como yo obtiene la oportunidad de enfrentarlo nuevamente en los cielos de este bello país.