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La muchedumbre enloqueció. Para ser estrella de los Juegos Aéreos no bastaba, al parecer, con saber cuándo accionar un gatillo.

El locutor tocó sus audífonos y asintió rápidamente.

— Gracias, señorita Albright — dijo —. Le estamos agradecidos por su visita al Estadio Tres y esperamos que disfrute su visita a nuestra ciudad. Le deseamos la mejor de las suertes en la continuación de estos Juegos Internacionales. — Giró hacia la cámara —. Vamos ahora a Zuan Kai Lee, en vuelo en la zona cuatro, donde se está desarrollando una batalla importante…

Las pantallas reproducían una vista aérea; tres aviones chinos volaban en formación para interceptar a ocho norteamericanos. El estadio emitió una exclamación masiva; todas las miradas se volvieron hacia la acción que se iniciaba. Esos tres gozaban de una confianza suprema o estaban desesperados por ganar puntos y gloria; de un modo u otro, la visión de su valor era magnética.

La batalla se transmitía desde las cámaras conectadas a todos los aviones y, además, desde una red de aviones-cámara; el director de televisión debía de tener veinte imágenes entre las cuales escoger. Y se avecinaban novedades. Desde la pista se elevaron, aullando, dos escuadrillas de cuatro aviones chinos, que ascendieron a toda velocidad para unirse a la batalla y volcar las posibilidades en su favor, antes de que el desastre de la zona cuatro pasara a la historia del deporte.

Linda Albright se quitó el cinturón de seguridad y bajó de su avión, toda encanto y elegancia, con un traje de piloto de seda color fuego, ceñido como malla de bailarina, chaqueta de satén azul con estrellas blancas y una bufanda a rayas blancas y rojas.

Esperamos, en tanto los periodistas se agolpaban para obtener sus entrevistas con la estrella recién bajada-del-cielo. El adiestramiento de los pilotos debía de incluir tanto tacto y cortesía como acrobacia aérea y artillería: para cada pregunta Linda tenía una respuesta inesperada, modesta y confiada a un tiempo. Cuando hubo terminado, la muchedumbre la acosó con sus propias preguntas y le presentó programas escritos en chino, con su fotografía a toda página, para que los autografiara.

— Si así son las cosas cuando pierde en un país extranjero— dijo Leslie —, ¿qué pasará cuando gana en su patria?

Por fin la policía le abrió paso hasta una limosina; media hora después estábamos juntos en un lugar tranquilo: habitaciones en el último piso de un hotel, desde cuyas ventanas se veía el estadio-aeropuerto por un lado, la ciudad y el río por el otro. La ciudad era como la Shanghai de nuestro propio tiempo, pero más grande aún, más alta, más moderna. La pantalla de televisión pasaba reposiciones y comentarios de los Juegos Aéreos.

Linda Albright tocó un tablero de instrumentos para apagarlo y se dejó caer en el sofá, exclamando:

— ¡Qué día!

— ¿Cómo ocurrió?— preguntó Leslie — ¿Cómo se llegó a…?

— Falté a mi propia regla — dijo su yo alternativo —: mirar siempre atrás. Xiao es un piloto estupendo; podríamos haber tenido un combate maravilloso, pero…

— No— corrigió mi esposa—; preguntaba cómo se iniciaron los Juegos. ¿Y por qué? ¿Qué representan?

— Es cierto que sois de otro tiempo, ¿eh? — dijo la piloto — De alguna utopía donde no hay competencias, ¿verdad? Un mundo sin guerras, aburrido como el polvo.

— Nuestro mundo no carece de guerras— dije— Y no es aburrido, sino estúpido. Mueren miles de personas, millones. La política nos causa miedo; las religiones nos enfrentan mutuamente.

Ella ahuecó un almohadón para poner detrás de su cabeza.

— También entre nosotros mueren miles— dijo, disgustada —. ¿Cuántas veces creéis que me han matado en mi carrera? No muchas desde que me hice profesional, toco madera, pero hay días como el de hoy. En 1980, todo el equipo norteamericano fue derribado por tres días consecutivos. Sin protección aérea por tres días, podéis imaginaros lo que nos pasó en Tierra y Mar. Los polacos… Bueno— exclamó, levantando las manos y meneando la cabeza —, no había modo de detenerlos. Nos borraron de la competencia internacional. ¡Tres divisiones, trescientos mil jugadores! Eliminaron a todo el equipo norteamericano. ¡Cero!

El relato calmó su enfado contra la derrota de ese día.

— Claro que no fuimos los únicos — agregó —. Los polacos aniquilaron también a la Unión Soviética, a Japón y a Israel. Finalmente, cuando derrotaron a Canadá por la copa de oro, ya os imagináis. En Polonia se volvieron locos. ¡Hasta compraron un canal propio para celebrar!

Parecía casi orgullosa al recordarlo.

— No comprendes — dijo Leslie — Nuestras guerras no son juegos. No nos limitamos a matar a los jugadores en tablas de puntaje. ¡En nuestras guerras la gente muere de verdad!

La chispa se apagó.

— En las nuestras también, a veces — dijo Linda —. En los Juegos Aéreos hay colisiones en el aire. El año pasado, los británicos perdieron un barco de Juegos Marítimos con toda su tripulación, en una tormenta. Pero los peores son los Juegos Terrestres, porque se trata de maquinaria rápida en terrenos escarpados. En mi opinión, al saberse en cámara ponen un poco más de coraje que de sentido común. Demasiados accidentes…

— ¿No comprendes lo que Leslie te dice? — le pregunté —. Para nosotros, en la vida real, las cosas se vuelven mortalmente graves.

— Mira — insistió ella —, cuando quiera se trata de había tenido en cuenta. De pronto se mostró solidaria y preocupada.

— ¡Oh, disculpad! — dijo —. Cómo iba yo a imaginar… Nosotros también tuvimos guerras, hace años. Guerras mundiales, hasta que comprendimos que la próxima sería nuestro fin.

— ¿Qué hicisteis? ¿Cómo la evitasteis?

— No la evitamos — dijo —. Cambiamos. — Sonrió al recordar —. Fueron los japoneses los que iniciaron todo, con sus ventas de automóviles. Hace treinta años, Matsumota ingresó en las carreras aéreas norteamericanas; fue un recurso publicitario: pusieron el motor del automóvil Sundai a un avión de carrera. En las Carreras Aéreas Nacionales montaron microcámaras en las alas y consiguieron una buena filmación, que convirtieron en avisos publicitarios. A nadie le importó que hubieran terminado cuartos: las ventas del Sundai ascendieron hasta perderse de vista.

— ¿Y eso cambió el mundo?

— En cámara lenta, sí. A continuación apareció Gordon Bremer, el promotor de los espectáculos aéreos, con la idea de poner en los aviones para espectáculos microcámaras de TV y armas de rayo láser; estipuló las reglas y ofreció grandes premios a los pilotos de combate. Por un mes o dos se trató sólo de un espectáculo local, pero de pronto el combate aéreo se convirtió en un deporte espectacular, como nadie lo hubiera imaginado. Es un juego en equipos, con estrellas, con toda la estrategia del karate, el ajedrez, el fútbol y la esgrima, en tres dimensiones, rápido y ruidoso. Parece más peligroso que el infierno.

Sus ojos volvieron a chisporrotear. Lo que había atraído a Linda Albright a ese deporte aún mantenía su hechizo sobre ella. No resultaba extraño que se destacara tanto.

— Con esas cámaras era como si cada espectador estuviera en la cabina. ¡No había nada igual! Todas las semanas, el Derby de Kentucky, las Quinientas Millas lograr algo, las cosas siempre se vuelven peligrosas y mortalmente graves. Ahora tenemos la estación de Marte, con los soviéticos, y el año que viene será la misión Alfa del Centauro, en la que participan prácticamente todos los científicos del mundo. Pero una industria multimillonaria no va a detenerse sólo por algunos accidentes.

— No hay modo de hacerte entender, ¿eh? — insistió Leslie —. No estamos hablando de accidentes; no estamos hablando de juegos ni de competencias. Hablamos de asesinatos en gran escala. Intencionales y premeditados.