Linda Albright se incorporó para mirarnos, asombrada.
— ¡Dios mío! — exclamó de pronto —. ¡Estáis hablando de guerra!
Le parecía tan inconcebible que ni siquiera lo de Indianápolis y la Supercopa, todo en un solo espectáculo. Cuando Bremer empezó a transmitir el juego a toda la nación, fue como si hubiera acercado una chispa a un fardo de estopa. De inmediato se convirtió en el segundo de los deportes televisados en Norteamérica; después, en el primero. Por fin, los Juegos Aéreos norteamericanos se transmitieron por satélite a todo el mundo. ¡Cosa de locos!
— Dinero — sugirió Leslie.
— ¡Dinero, por supuesto! Las ciudades principales adquirían franquicias sobre los equipos de Juegos Aéreos; después se formaron equipos nacionales con los semifinalistas. Por fin (y fue entonces cuando todo cambió de verdad) se creó la competencia internacional, una especie de Olimpíada Aérea profesional. Durante siete días, doscientos millones de televisores sintonizaban esos juegos; todos los países que podían poner aviones en el aire combatían como desesperados. ¿Os imagináis lo que eran los ingresos por publicidad, considerando lo numeroso del público? Algunos países pagaron sus deudas externas con las ganancias de esa primera competencia.
Los dos escuchábamos, hechizados.
— Resulta increíble que haya ocurrido tan súbitamente. Todas las ciudades que tenían un aeropuerto y unos cuantos aviones patrocinaban su propio equipo de aficionados. En cuanto a las metrópolis, en pocos años los niños de las barriadas pobres se convirtieron en héroes deportivos. Cualquiera que se considerara dotado de rapidez mental, inteligencia y valor, y quisiera convertirse en astro internacional de la televisión, podía ganar más dinero que un presidente. Mientras tanto las Fuerzas Aéreas estaban de capa caída. En cuanto los pilotos terminaban su adiestramiento, renunciaban para incorporarse a los Juegos. Y nadie se enrolaba, naturalmente. ¿Quién puede tener interés en trabajar como oficial por un sueldo bajo, viviendo según la ley militar en alguna base aérea olvidada de Dios, cumpliendo tiempo en simuladores que son más examen y tensión nerviosa que vuelo, piloteando aviones enormes, mortíferos, poco divertidos, si lo único seguro es que uno será el primero en morir en caso de guerra? ¡Muy pocos, en verdad!
Por supuesto, pensé. Si en mi niñez hubieran existido equipos voladores civiles, la posibilidad de ganarse una plaza en la velocidad atronadora y una gloria distinta de la militar, el joven Richard no se habría enrolado en la Fuerza Aérea; habría sido tan ridículo como ofrecerse voluntariamente para la cárcel.
— Pero si hay tanto dinero en juego — dije —, ¿por qué seguís piloteando aviones a hélice? Disponéis de ¿cuánto? ¿Seiscientos caballos de fuerza? ¿Por qué no aviones a chorro?
— Novecientos caballos de fuerza — respondió la piloto —. Los aviones a chorro son demasiado aburridos. Su velocidad duplica la del sonido, o poco menos. Una batalla breve duraba medio segundo; una larga podría haber durado treinta segundos. Y durante casi todo ese período, los aviones estaban fuera de la vista. Con un parpadeo te perdías la acción. Después de que pasó el encanto de la novedad, los espectadores se cansaron de los aviones a chorro. No es fácil vivar a un técnico universitario que pilotea una computadora supersónica con alas.
— Comprendo el atractivo de los juegos para los pilotos — dijo Leslie —, pero ¿qué pasó con la Marina y el Ejército?
— No tardaron en seguir los mismos pasos. El Ejército tenía tantos tanques y tropas en Europa que acabó por pensar: «¿Por qué no poner algunas cámaras en ellos para sacar provecho de tanto hierro?» Y la Marina, por supuesto, no iba a quedar atrás. Entraron en los juegos a lo grande: el primer año, dos semanas de Juegos Marítimos: la Copa de América con cañones láser. Se los llamó Juegos de la Tercera Guerra Mundial, pero los militares eran lentos y algo aburridos. En televisión no se puede ganar con zánganos que no saben pensar por cuenta propia y con máquinas que no funcionan: se gana anotando puntos. Eso pasó de moda con mucha celeridad. Entonces intervino la industria privada, con equipos civiles de Mar y Tierra, más ligeros, más veloces, más inteligentes. Los militares abandonaron los Juegos por vergüenza. No podían mantener a los soldados, los conductores de tanques, los comandantes de naves, porque el dinero y la gloria estaban en los equipos de combate civiles.
En su teléfono parpadeaban las luces. Ella no les prestaba atención, concentrada en el deleite de explicar los Juegos a esos dos extraños, provenientes de un planeta guerrero.
— Ya nadie pensaba en combatir de verdad, porque participar en los Juegos requería mucho adiestramiento y mucha planificación. No tenía sentido planear una guerra que podía ser realidad en algún tiempo futuro, si existía la gratificación instantánea de combatir en el momento y de ganar dinero con eso.
— Y los militares, ¿tuvieron que cerrar la tienda? — pregunté, bromeando.
— Por fuerza, después de un tiempo. Por algunos años, los gobiernos siguieron dando fondos a los ejércitos, pero la revuelta impositiva y otras protestas pusieron fin a esa contribución.
— ¿Y los militares murieron? — pregunté —. ¡Gracias a Dios!
— ¡Oh, no! — rió Linda —. La gente los rescató.
— ¿La gente qué? — se extrañó Leslie.
— ¡Oh, no me interpretéis mal! ¡Nosotros amamos a los militares! Todos los años busco sus pequeños casilleros en mi formulario de impuestos y les doy una fortuna. ¡Porque cambiaron! Primero aprendieron a aligerarse; se deshicieron de tanta burocracia y dejaron de gastar el dinero por toneladas en tanta chatarra. Comprendieron que la única posibilidad de conseguir fondos era hacer algo que no estuviera al alcance de los Juegos… y hacerlo bien. Cosas peligrosas, estimulantes, que requirieran los recursos de naciones enteras: ¡colonias en el espacio! Diez años después teníamos en funcionamiento la estación de Marte y ahora vamos rumbo a Alfa del Centauro.
Se me ocurrió que podía dar resultado. Hasta entonces no había pensado — que hubiera ninguna alternativa a la guerra, salvo la paz total. Era un error.
— ¡Esto podría dar resultado! — dije a Leslie.
— Lo da, claro — afirmó ella— Aquí lo ha dado.
— ¡Resultados! — exclamó Linda —. Esa fue otra cosa: los resultados que tuvo en la economía. Se produjo una demanda monstruosa de elementos para lograr la excelencia en los Juegos. Mecánicos, técnicos, pilotos, estrategas, planificadores, grupos de apoyo… La cantidad de dinero es increíble. No sé cuánto se paga a los gerentes, pero un buen jugador puede ganar millones; un as, decenas de millones. Entre el sueldo básico, las bonificaciones por triunfo y los premios por descubrimiento cuando hallamos y adiestramos a un nuevo jugador… bueno, ganamos más de lo que podemos gastar. Hay peligro, lo suficiente como para mantenernos satisfechos… y algo más de lo suficiente, a veces. Sobre todo en la primera vuelta: no es cuestión de quedarse dormida, porque hay cuarenta y ocho combatientes a los manotazos en un solo bloque de video…
Se oyó un suave campanilleo a la puerta.
— Y los requerimientos del periodismo dejan contentos a los vanidosos más grandes del mundo, como yo— agregó Linda, mientras iba a atender —. Naturalmente, nadie tiene que adivinar quién ganará el año próximo; basta esperar al 21 de junio para verlo en televisión satelital. Mucha gente apuesta a los favoritos, por supuesto. A veces una se siente como caballo de carrera. Disculpadme un minuto.
Y abrió la puerta.
El hombre estaba escondido tras un ramo gigantesco de flores primaverales.
— Pobre querida— dijo su voz— Esta noche necesitamos consuelo, ¿verdad?
— ¡Krys!