Ella le echó los brazos al cuello. El marco de la puerta encerró a dos siluetas en relucientes trajes de piloto, mariposas entre las flores. Miré a Leslie y le pregunté, en silencio, si no era hora de retirarnos. Su yo alternativo se vería en figurillas para continuar una conversación con personas a las que su amigo no podía ver. Pero al volverme hacia la puerta comprendí que no habría dificultades: el hombre era yo.
— ¿Qué estás haciendo aquí, cariñito? — preguntó Linda —. ¡Deberías estar en Taipei! ¿No estabas cumpliendo el tercer tiempo en Taipei?
El hombre se encogió de hombros, con la vista baja, y frotó su bota en la alfombra.
— ¡Pero fue un combate grandioso, Linda! — aseguró.
Ella quedó boquiabierta.
— ¿Te derribaron?
— Sólo fue una avería. Ese líder de escuadrilla, compatriota tuyo, es un piloto increíble. — Hizo una pausa para saborear el asombro de la mujer y estalló en una carcajada —. Pero no tanto. Olvidó que el humo blanco no es humo negro. A último momento bajé el tren de aterrizaje, giré con el acelerador a fondo y en cuanto lo tuve en la mira, ¡se la di! Pura suerte, pero el director dijo que lucía estupendo en la pantalla. ¡Un combate de veintiún minutos! Como por entonces Taipei estaba fuera de nuestro radio, llamé al Tres de Shanghai. Y al aterrizar vi a tu avión allí, ¡negro como una oveja! En cuanto terminé con las entrevistas, se me ocurrió que a mi esposa le haría falta levantar un poco el ánimo…
En ese momento miró al otro lado de la habitación y, al vernos, giró nuevamente hacia Linda.
— Ah, estás con periodistas. Disculpa. ¿Te dejo por un rato?
— No son periodistas — replicó ella, observándolo. Y a nosotros —: Richard, Leslie, os presento a mi esposo: Krysztof Sobieski, el as del equipo polaco.
El hombre no era tan alto como yo; su pelo era más claro; sus cejas, más hirsutas. En la chaqueta blanca y carmesí se leía: Escuadrilla 1— Equipo Combate Aéreo de Polonia. Fuera de esos detalles era como estar observando mi propia imagen sobresaltada. Nos saludamos, mientras Linda explicaba nuestra presencia con tanta sencillez como le era posible.
— Comprendo— dijo, intranquilo; nos aceptaba sólo porque su esposa lo hacía —. El lugar de donde venís, ¿se parece mucho al nuestro?
— No — respondí —. Tenemos la sensación de que vosotros habéis construido vuestro mundo sobre la base de los juegos, como si todo vuestro planeta fuera una feria de diversiones, un carnaval. Nos parece algo extraño.
— Acabáis de decirme que vuestro mundo está edificado sobre la base de la guerra, la guerra de verdad, asesinato masivo premeditado e intencional; que es un planeta dedicado a la autodestrucción — dijo Linda —. ¡Eso sí que es extraño!
— Esto puede pareceros una feria de diversiones— explicó el esposo, apresuradamente —, pero hay paz, mucho trabajo y prosperidad. Hasta la industria de armamentos prospera notablemente, pero ahora los aviones, los tanques y los barcos vienen con cañones que disparan municiones de fogueo, equipos flamígeros y medidores láser. ¿Para qué combatir, para qué matarnos, si podemos ofrecer el mismo combate por televisión satelital y seguir con vida para gastar nuestras ganancias? No tiene sentido matarse en una sola batalla. ¿Acaso los actores se matan en una sola película? Los juegos son una gran industria. Algunos dicen que apostar en ellos está mal, pero a nosotros nos parece mejor apostar que… ¿cómo decís vosotros? ¿Desintegrarnos mutuamente?
Llevó a su esposa al sofá y siguió hablando sin soltarle la mano.
— ¡Y Linda no les ha hablado del alivio de no tener que odiar a nadie! Hoy he visto a mi esposa derribada por un piloto chino. Me vuelvo loco, odio al hombre que le disparó, odio a los chinos, odio la vida? Lo único que odiaría es estar en el pellejo de ese pobre hombre, la próxima vez que mi Linda se encuentre con él en el aire. ¡Porque es la Número Dos del equipo norteamericano! — Miró el ceño fruncido de su mujer.
Supongo que no os lo ha dicho, ¿eh?
— Si no miro hacia atrás — dijo ella —, seré la Número Ultimo. Nunca me sentí tan estúpida, Krys, nunca me sentí tan… Cuando quise darme cuenta se había encendido la luz de Derribado y ¡puf! Motor detenido. Y allá iba Xiao, como una flecha, riendo como loco…
Las luces del tablero telefónico, que en un principio se encendían de vez en cuando, se tornaron más insistentes. Por fin sonaron los teléfonos: un torrente de llamadas prioritarias de productores, directores, funcionarios del equipo, funcionarios municipales, solicitudes del periodismo y la televisión, invitaciones urgentes. Si aquellos dos hubieran vivido en nuestra época, los habríamos tomado por estrellas del rock en plena fama.
Cuántas cosas a preguntarles, pensé. Pero no sólo tenían que planear la estrategia del día siguiente con sus equipos, sino también conversar entre ellos y dormir.
Nos levantamos mientras ambos hablaban por teléfono y nos despedimos con un gesto silencioso. Linda cubrió el micrófono de su aparato con la mano.
— ¡No os vayáis! Sólo tardaremos un segundo.
Krys hizo lo mismo. — ¿Esperad! ¡Podemos cenar juntos! ¡Quedaos, por favor!
— Gracias, pero no — rehusó Leslie —. Ya nos habéis dedicado demasiado tiempo.
— Felices aterrizajes para ambos — les deseé —. Y usted, señora Albright-Sobieski, desde ahora en adelante miremos atrás, ¿eh?
Linda Albright se cubrió la cara, fingiendo vergüenza, ruborizada, y su mundo desapareció.
13
Ya en el aire otra vez, parloteamos, entusiasmados, sobre Linda, Krys y su tiempo: una grandiosa alternativa a la guerra constante y los incesantes preparativos para la guerra que encerraban nuestro propio mundo en su Edad de las Tinieblas de alta tecnología.
— ¡Esperanza! — dije.
— ¡Qué contraste! — exclamó Leslie — ¡Así una se da cuenta de cuánto estamos derrochando en miedos, sospechas y guerra!
— ¿Cuántos mundos habrá tan creativos como ése? — me pregunté —. ¿Habrá más como el de ellos o más como el nuestro?
— Tal vez todos aquí sean creativos. ¡Aterricemos!
El sol, arriba, era una esfera de suave fuego cobrizo en un cielo violáceo. Su tamaño duplicaba el del sol que conocíamos, pero no era tan refulgente; estaba más cerca, pero no por eso calentaba más; bañaba la escena en dulce oro. El aire olía levemente a vainilla.
Estábamos de pie en una colina, donde el bosque se encontraba con la pradera; a nuestro alrededor brillaba una galaxia espiralada de diminutas flores de plata. Allá abajo, por un lado, se extendía un océano casi tan oscuro como el cielo; un río de diamantes reverberaba hacia él. Por el otro lado, hasta donde alcanzaba nuestra vista, una amplia llanura se estiraba hasta horizontes de prístinas colinas y valles. Desierto y sereno, el Edén revisitado.
A primera vista habría jurado que estábamos en una tierra intocada por la civilización. ¿Acaso la gente se había convertido en flores?
— Esto es… parece Viaje a las estrellas — dijo Leslie.
Cielo alienígeno, encantadora tierra alienígena.
— Ni un alma — comenté — ¿Qué estamos haciendo en un planeta silvestre?
— No puede ser tan silvestre. En alguna parte debemos estar nosotros.
La segunda mirada nos indicó observar mejor. Bajo el distante paisaje se veía un tablero de ajedrez muy difuso: sutiles líneas oscuras, como manzanas de ciudad; anchas líneas rectas, ángulos, como si en otros tiempos hubiera habido allí autopistas para el tránsito, ya desde hacía mucho convertidas en aire por la herrumbre.
Mi intuición rara vez falla.
— Ya sé qué ocurrió. ¡Hemos encontrado a Los Angeles, pero llegamos mil años tarde! ¿Ves? Allí estaba Santa Mónica; allá, Beverly Hills. ¡La civilización ha desaparecido!