En la familia, el experto sobre la muerte soy yo, pero ni siquiera se me había ocurrido… ¿Y si ella tenía razón? Pero en ese caso, ¿qué hacía Gruñón con nosotros? De cuanto he leído sobre la muerte, nada dice que no cambie siquiera la presión de aceite.
— ¡Esto no puede ser la muerte! — dije —. Los libros dicen que, cuando morimos, hay un túnel, luz, un amor increíble, gente que nos sale al encuentro… Si nos tomamos el trabajo de morir juntos, los dos al mismo tiempo, ¿no crees que ellos se las habrían arreglado para estar esperándonos?
— Tal vez los libros se equivocan — dijo ella.
Descendimos en silencio, abatidos por la tristeza. ¿Cómo era posible que el regocijo y la promesa de nuestras dos vidas hubieran terminado tan de pronto?
— ¿Te sientes muerto? — preguntó ella.
— No.
— Yo tampoco.
Volamos a baja altura por sobre los canales paralelos, atentos a cualquier formación de coral, a cualquier tronco flotante antes de acuatizar. Aun cuando se está muerto, uno trata de no hacer pedazos su avión descendiendo sobre alguna roca.
— ¡Qué manera tonta de terminar una vida! — suspiró Leslie —. Ni siquiera sabemos qué pasó, cómo morimos.
— ¡La luz dorada, Leslie, la onda de choque! ¿Pudo haber sido una explosión nuclear? ¿Acaso fuimos los primeros en morir en la Tercera Guerra Mundial?
Ella quedó pensativa.
— No, no lo creo. Eso no venía hacia nosotros: se alejaba. Además, habríamos sentido algo.
Volamos en silencio. Tristes. Muy tristes.
— ¡No es justo! — protestó Leslie —. La vida se había vuelto tan hermosa… Trabajamos tanto, superamos tantos problemas… Apenas empezábamos a pasarla bien.
Suspiré.
— Bueno, si morimos, hemos muerto juntos. Esa parte de nuestros planes se cumplió.
— Se supone que la vida pasa frente a una en un instante — dijo ella —. ¿Viste pasar tu vida?
— Todavía no — dije — ¿Y tú?
— No. Y dicen que todo se vuelve negro. ¡Eso también está equivocado!
— ¿Es posible que tantos libros, que nosotros mismos nos equivoquemos tanto? ¿Recuerdas las noches en que nos salíamos del cuerpo? La muerte debería ser así, sólo que continuaríamos afuera en vez de regresar por la mañana.
Yo siempre había pensado que la muerte tendría sentido, que sería una oportunidad racional y creativa de lograr una nueva comprensión, una alegre libertad con respecto a los límites de la materia, una aventura más allá de los muros de las torpes convicciones. Nada nos había advertido que morir era volar sobre un infinito océano en tecnicolor.
Al menos podíamos descender. No había rocas, algas ni cardúmenes. El agua estaba calma y clara; el viento apenas rizaba la superficie.
Leslie me señaló aquellos dos senderos refulgentes.
— Se diría que esos dos son amigos — dijo —: siempre juntos.
— Tal vez sean pistas — sugerí —. Me parece que lo mejor es descender sobre ellos. Posémonos justo donde se unen, ¿te parece bien? ¿Lista para acuatizar? — Creo que sí — dijo ella.
Miré por las ventanillas laterales, verificando nuestro tren de aterrizaje por partida doble.
— La mayor izquierda está subida — dije—; la del morro, subida; la mayor derecha, subida. Todas las ruedas están subidas para acuatizaje; los flaps están bajados…
Iniciamos el último giro lento y el mar se inclinó graciosamente, cámara lenta, para salirnos al encuentro. Flotamos por un largo instante, a algunos centímetros de la superficie; reflejos de color pastel salpicaban el casco blanco.
La quilla rozó las ondulaciones de la superficie y el hidroavión se convirtió en lancha de carrera, lanzada en una nube de llovizna. El susurro del motor se esfumó en el torrente de agua, en tanto yo desactivaba el acelerador para aminorar la velocidad.
Luego el agua desapareció, el avión desapareció. A nuestro alrededor, borroneados, se veían tejados, bandas de tejas rojas y palmeras, el muro de un gran edificio con ventanas bien hacia adelante.
— ¡CUIDADO!
Un segundo después nos deteníamos dentro de ese edificio, mareados, pero indemnes, juntos y de pie en un largo corredor. Alargué la mano hacia mi esposa y la abracé.
— ¿Estás bien? — preguntamos los dos a un tiempo, sin aliento.
— ¡Sí! — dijimos —. ¡Ni un rasguño! ¿Y tú? ¡Sí!
No había vidrio estrellado en la ventana, al final del corredor, ni agujero en la pared a través de la cual habíamos pasado. Nadie a la vista, ni un ruido en todo el edificio.
Estallé de frustración.
— ¿Qué diablos está pasando?
— Richie — dijo Leslie, en voz baja, con los ojos grandes de extrañeza —, este lugar me resulta conocido. ¡Ya hemos estado aquí!
Miré a mi alrededor. Un corredor con muchas puertas, alfombra de color rojo ladrillo, puertas de ascensor frente a nosotros, palmeras en tiestos. La ventana daba a tejados llenos de sol; más allá, colinas doradas, de poca altura, y el neblinoso azul de la tarde.
— Es… parece un hotel. No recuerdo ningún hotel…
Se oyó una suave señal sónica; una flecha verde se encendió por sobre las puertas del ascensor.
Ante nuestra mirada, las puertas se abrieron con un ronroneo. Adentro había un hombre robusto y anguloso y una encantadora mujer, vestida con una camisa de trabajo, ya desteñida, pantalones y chaqueta marinera y una gorra de tono rojizo.
Oí que mi esposa, a mi lado, dejaba escapar una exclamación ahogada; su cuerpo se puso tenso. Del ascensor bajaban el hombre y la mujer que nosotros habíamos sido diecisiete años antes, los dos que éramos el día de nuestro primer encuentro.
3
Quedamos petrificados, enmudecidos, boquiabiertos.
La Leslie más joven abandonó el ascensor sin echar una sola mirada al Richard que yo había sido; después, casi corriendo, se encaminó hacia su cuarto.
La urgencia se impuso al asombro. No podíamos permitir que se fueran.
— ¡Leslie! ¡Espera! — llamó mi Leslie.
La joven se detuvo y se volvió, esperando encontrarse con una amiga, pero no pareció reconocernos. Seguramente sólo veía nuestro contorno, puesto que teníamos la ventana atrás.
— Leslie — dijo mi esposa, caminando hacia ella —, ¿puedes concederme un minuto?
Mientras tanto, el Richard más joven pasó junto a nosotros hacia su habitación. El hecho de que la mujer del ascensor se hubiera encontrado con amigos no era asunto suyo.
Y aunque nosotros no sepamos qué está pasando, pensé, eso no impide que seamos los que debemos hacernos cargo de todo. Era como arrear polluelos: esos dos iban en direcciones opuestas y nosotros sabíamos que su destino era pasar juntos el resto de la vida.
Confiando en que Leslie alcanzaría a su yo anterior, troté detrás del joven.
— Disculpa — dije desde atrás —. ¿Richard?
Se volvió, tanto por el sonido de mi voz como por las palabras; se volvió con curiosidad. Yo recordaba esa chaqueta deportiva color camello. Tenía una desgarradura en el forro que yo había cosido diez o doce veces, sin que sirviera para nada: la seda o lo que fuere insistía en deshilacharse a partir del zurcido.
— ¿Hace falta que me presente? — pregunté. Me miró; la amabilidad controlada se convirtió en ojos como platillos.
— ¡Qué…!
— Mira — dije, con tanta calma como pude —, nosotros tampoco lo entendemos. Ibamos en avión cuando nos atacó esta cosa extraña y…
— ¿Eres…?
Se le apagó la voz; así quedó, mirándome fijamente. Para él era todo un golpe, por supuesto, pero me sentí extrañamente irritado con ese tipo. ¿Quién sabía cuánto tiempo podríamos pasar juntos? Minutos o menos, horas o menos, y él quería malgastarlo rehusando creer lo que debería haberle sido obvio.