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— Tal vez — reconoció ella —. Pero en Los Angeles nunca hubo un cielo como éste, ¿verdad? Ni dos lunas — señaló.

Allá a la distancia, por sobre las montañas, flotaban una luna roja y otra amarilla, cada una más pequeña de lo que hubiera sido nuestra luna terrestre, una por encima de la otra.

— Hum — murmuré, convencido — No es Los Angeles. Viaje a las Estrellas.

Un movimiento en los bosques, por el lado opuesto.

— ¡Mira!

El leopardo vino hacia nosotros desde los árboles; su piel tenía el color del bronce crepuscular, marcado con audaces copos de nieve. Pensé «leopardo» por sus manchas, aunque la bestia tenía el tamaño de un tigre. Se movía con un paso extraño, entrecortado, forcejeando para trepar la colina. Cuando se acercó lo oímos jadear.

No hay posibilidad de que pueda vernos ni atacarnos, me dije. No aparece hambriento, aunque en el caso de los tigres nunca se sabe.

— ¡Está herido, Richie!

Ese paso extraño no se debía a que se tratara de un animal alienígena, sino a que alguna fuerza espantosa lo había aplastado. Con los ojos dorados encendidos por el dolor, forcejeaba como si su vida dependiera de arrastrarse por el claro hasta llegar al bosque, a nuestras espaldas.

Corrimos a ayudar, aunque no se me ocurría qué hubiéramos podido hacer, aun si hubiéramos sido de carne y hueso.

Visto de cerca era enorme: su alzada era igual a la estatura de Leslie. Ese felino gigantesco debía de pesar una tonelada.

Se oía el tormento en su respiración; comprendimos que no le quedaba mucho tiempo de vida. Tenía sangre casi seca en los flancos y en las paletas. El animal cayó; logró dar algunos pasos más y se derrumbó nuevamente entre las flores plateadas. En los últimos minutos de vida, pensé, ¿por qué se desespera tanto por llegar a esos árboles?

— ¿Qué podemos hacer, Richie? ¡No es cuestión de quedarse así, sin hacer nada! — Había angustia en los ojos de Leslie. — ¡Pobre animal!

Se arrodilló ante la enorme cabeza y trató de calmar al animal quebrado, de consolarlo. Pero su mano pasaba a través de la piel, sin que la bestia pudiera sentir su contacto.

— No hay problema, tesoro — le dije —. Los tigres eligen su destino, tal como nosotros elegimos el nuestro. La muerte no es el fin de la vida para ellos, como no lo es para nosotros…

Era cierto, pero ¡qué frío consuelo!

— ¡No! No podemos haber llegado hasta aquí para ver a esta bella… ¿para verla morir? ¡No, Richie! El gigante se estremeció en la hierba.

— Querida mía — dije, acercándola a mí —, hay un motivo. Siempre hay un motivo. Sólo que en este momento no sabemos cuál es.

La voz, desde el límite de la selva, era tan amante como la luz del sol, pero corrió como un trueno a través de la pradera.

— ¡Tyeen!

Giramos en redondo.

Junto a las flores había una joven. Al principio me pareció que era Pye, pero tenía la piel más clara y el pelo de arce más largo que nuestra guía. Aun así, parecía tan hermana de nuestra guía de alter-mundos como de mi esposa: la misma curva de la mejilla, la misma mandíbula cuadrada. Lucía un vestido de color verde primaveral; sobre él, un manto de oscura esmeralda que llegaba al pasto.

Ante nuestros ojos corrió hacia el animal quebrado.

La gran bestia se movió y levantó la cabeza, para toser un último rugido roto hacia ella, por entre las flores.

La mujer llegó en un revoloteo de verdes y se arrodilló a su lado, sin temor, para tocarlo con suavidad. Sus manos eran diminutas sobre la cara enorme.

— Arriba, vamos — susurró.

El animal se esforzó en obedecer, arañando el aire con las zarpas.

— Temo que está malherido, señora — dije —. Probablemente no se pueda hacer gran cosa…

Ella no me escuchó. Con los ojos cerrados, concentró su amor en la monstruosa silueta y la acarició con mano ligera. De pronto abrió los ojos y pronunció.

— Tyeen, pequeña, ¡levántate!

La tigresa, con un nuevo rugido, se levantó de un salto, entre una lluvia de hierbas al aire, y aspiró profundamente, irguiéndose por sobre la mujer hundida entre las flores. Ella se levantó y le rodeó el cuello con los brazos. Tocó sus heridas, le acarició el pelaje de las paletas.

— Tyeen, gata tonta — murmuró —, ¿dónde está tu conocimiento? ¡No es ésta tu hora de morir!

La sangre coagulada había desaparecido; el exótico pelaje se había sacudido el polvo. El gran animal miró hacia abajo, a esa persona; por un momento cerró los ojos y le hociqueó el hombro.

— Te pediría que te quedaras — dijo la mujer —, pero ¿cómo hacer razonar a los cachorros hambrientos? ¿eh? Anda, vete.

Un gruñido como de dragón, reacio a alejarse.

— ¡Ve! Y ten cuidado con los barrancos, Tyeen — dijo ella —. ¡No eres una cabra de montaña!

La gigante volvió la cabeza hacia ella; después se sacudió y se alejó a brincos largos, gracia fácil a través de la pradera, sombras ondulantes, hasta desaparecer entre los árboles.

La mujer la observó hasta perderla de vista. Luego se volvió hacia nosotros, desenvuelta.

— Le encantan las alturas — dijo, resignada a tanta estupidez —. Las alturas la apasionan y no logra entender que no cualquier roca soporta su peso.

— ¿Qué hiciste? — preguntó Leslie — Nos pareció… se la veía tan mal que…

La mujer se volvió para caminar hacia las cumbres, indicándonos por señas que la siguiéramos.

— Los animales sanan pronto — dijo —, pero a veces necesitan un poco de amor para salir del trance. Tyeen es una vieja amiga.

— Nosotros también debemos de ser viejos amigos — observé —, puesto que nos ves. ¿Quién eres?

Nos estudiaba en tanto caminábamos. Ese rostro bello, cuyos ojos eran más verdes que el mismo manto, nos escrutó por un instante, con la celeridad del láser, en pequeñas miradas a derecha e izquierda, leyéndonos el alma a toda velocidad. ¡Qué inteligencia la de aquellos ojos! Nada de disimulos, nada de defensas.

Por fin sonrió, como si de buenas a primeras algo cobrara sentido.

— ¡Leslie y Richard! — saludó — ¡Soy Mashara!

¿Cómo podía conocernos? ¿Dónde nos habían presentado? ¡Qué papel jugaba en ese lugar y qué era ese lugar para ella? Mis preguntas se borronearon. ¡Qué clase de civilización vivía allí, invisible? ¿Cuáles eran sus valores? ¿Quién era esa persona?

— Soy vosotros en mi dimensión — dijo, como si hubiera escuchado mis pensamientos —. Quienes os conocen aquí os llaman Mashara.

— ¿Qué es esta dimensión? — preguntó Leslie —. ¿Dónde está situado este lugar? ¿Cuándo…?

Ella se echó a reír.

— Yo también tengo preguntas que haceros. Venid.

Apenas por detrás del límite de la pradera había una casa, no más grande que una cabaña de leñadores. Estaba construida de roca sin cemento: las piedras habían sido talladas y dispuestas de modo tal que entre ellas no se habría podido introducir el filo de un naipe. Las ventanas no tenían vidrios. Tampoco había puerta en el vano.

Una familia de gordas aves de corral pasaron trotando en fila india por el patio. Un animal peludo, enroscado en una rama de árbol, todo anillos de color y máscara de bandido, abrió los ojos por un momento, al acercarnos nosotros; de inmediato los cerró para seguir durmiendo.

Mashara nos invitó a pasar después que ella. Adentro, un animal parecido a una llama joven, del color de una nube estival, dormitaba en una alfombra de hojas y paja, cerca de la ventana. La curiosidad la llevó a inclinar las orejas hacia nosotros, pero no fue tanto como para que se levantara.

En la casita no había cocina, despensa ni cama, como si esa persona no comiera ni durmiera. Sin embargo estaba llena de calidez y suave protección. Si me hubiera visto obligado a adivinar, habría dicho que Mashara era la bruja buena del bosque.