Nos condujo hasta unos bancos dispuestos ante una mesa, cerca de la ventana grande; desde allí se veían árboles, la pradera y el valle.
— El mío es un espacio-tiempo paralelo al vuestro — dijo —. Pero — ya lo sabéis, por supuesto. Otro planeta, otro sol, otra galaxia, otro universo. El mismo Ahora.
— Mashara — dijo Leslie —, ¿acaso pasó aquí algo terrible, hace mucho tiempo?
Capté su pensamiento: las líneas en la tierra, el planeta vuelto a la vida salvaje. ¿Era Mashara la última sobreviviente de una civilización que en otros tiempos había gobernado allí?
— ¡Recordáis! — dijo nuestro yo alternativo —. Pero ¿es tan malo que desaparezca una civilización capaz de reducir el planeta a ruinas, desde el fondo del mar a la estratósfera? ¿Es malo que el planeta cicatrice solo?
Por primera vez me sentí intranquilo en ese lugar, imaginando cómo habrían sido sus últimos días, su muerte aullante y gemebunda.
— ¿Es bueno que perezca cualquier vida? — pregunté a mi vez.
— Que perezca, no — dijo ella, después de un instante —, pero sí que cambie. Hubo aspectos de vosotros que eligieron esa sociedad. Aspectos que disfrutaban de ella, espectros que lucharon desesperadamente por cambiar. Algunos ganaron; otros perdieron; todos ellos aprendieron.
— Pero el planeta se recuperó — dijo Leslie —. ¡Míralo! Ríos, árboles, flores… ¡Es bellísimo!
— El planeta se recuperó. Las gentes, no. — Mashara apartó la vista.
En esa persona no había orgullo, no había modestia, no juzgaba. Sólo había la verdad de lo ocurrido.
La llama se levantó para salir, lentamente.
— La evolución hizo de la civilización el timonel de este planeta. Cien mil años después, el timonel se irguió ante la evolución, no para ayudar, sino para destruir; no para curar, sino como parásito. Por lo tanto, la evolución le quitó su don, dejó la civilización a un lado, rescató al planeta de la inteligencia y lo entregó al amor.
— ¿Este… éste es tu trabajo, Mashara? — preguntó Leslie —. ¿Rescatar planetas?
Ella asintió.
— Rescatar a éste. Para el planeta, yo soy paciencia y protección, soy compasión y entendimiento. Soy las metas más altas que el pueblo antiguo vio en sí. Una bella cultura, en muchos sentidos; una preciosa sociedad, atrapada al fin por su codicia y su falta de visión. Asoló el bosque hasta convertirlo en desierto, consumió el alma de la tierra en los pozos de las minas y con los desechos; contaminó el aire y sus océanos; esterilizó la tierra con venenos y radiación. Tuvo un billón de oportunidades de cambiar, pero no lo hizo. Del suelo extrajo lujos para unos pocos, trabajo para el resto y tumbas para los hijos de todos. Hacia el fina los hijos se declararon en desacuerdo, pero habían llegado demasiado tarde.
— ¿Cómo pudo una civilización entera haber sido tan ciega? — pregunté —. Lo que haces ahora… ¡Tú tienes la solución!
Se volvió hacia mí, amor implacable.
— Yo no tengo la solución, Richard — dijo —. Yo soy la solución.
Por un rato reinó el silencio. El borde del sol tocaba ya el horizonte, pero faltaba un largo rato para la oscuridad.
— ¿Qué fue de los otros? — preguntó Leslie.
— En los últimos años, cuando comprendieron que era demasiado tarde, construyeron supercomputadoras hiperconductivas. Nos construyeron en sus cúpulas, nos enseñaron a restaurar la tierra y nos soltaron afuera, para que trabajáramos al aire libre, un aire que ellos ya no podían respirar. Su último acto, como si pidieran perdón a la tierra, fue entregarnos las cúpulas para que salváramos toda la vida silvestre que pudiéramos. Ecólogos de reconstrucción planetaria, nos llamaron. Así nos llamaron, nos dieron su bendición y salieron juntos a la ponzoña, hacia el lugar que antes habían ocupado los bosques. — Bajó la vista —. Y desaparecieron.
Escuchamos el eco de sus palabras, imaginando la soledad, la desolación que habría soportado esa mujer.
Había dejado caer la frase con mucha ligereza.
— Mashara — dije —, ¿te construyeron? ¿Eres una computadora?
Su adorable rostro se volvió hacia mí.
— Se me puede clasificar como computadora — dijo —. A ti también.
Parte de mí comprendió, al formular la pregunta, que estaba perdiendo de vista la gran imagen; perdía el quién era por el qué era.
— ¿Eres…? — pregunté. Mashara, ¿estás viva?
— ¿Te parece imposible? — preguntó ella —. ¿Acaso importa que la humanidad brille a través de átomos de carbono, de siliconas, de galio? ¿Existe por ventura algo que nazca humano?
— ¡Por supuesto! Lo más indigno… hasta los destructores, hasta los asesinos son humanos — dije —. Quizá no nos guste, pero son seres humanos.
Ella meneó la cabeza.
— Un ser humano es una expresión de vida; trae la luz, refleja el amor a través de cualquier dimensión que elija tocar, en cualquier forma que prefiera adoptar. La humanidad no es una descripción física, Richard, sino una meta espiritual. No es algo que se nos dé, sino algo que ganamos.
Asombroso, para mí el pensamiento, forjado en la tragedia de ese lugar por mucho que me esforzara en ver a Mashara como máquina, como computadora, como cosa, no podía. No era la química de su cuerpo lo que definía su vida, sino la profundidad de su amor.
— Creo que estoy habituado a llamar humanas a las personas — dije.
— Tal vez deberías pensarlo mejor — replicó Mashara.
Una parte de mí, monstruo de feria, devoraba con los ojos a esa mujer, a través del resplandor de su nuevo rótulo. ¡Una supercomputadora! Tenía que ponerla a prueba.
— ¿Cuánto es trece mil doscientos noventa y siete dividido dos coma tres dos tres siete nueve cero cero uno al cuadrado?
— ¿Tengo que responderte?
Asentí. Ella suspiró.
— Dos cuatro seis dos, coma cuatro cero siete cuatro cero dos cinco ocho cuatro ocho dos ocho cero seis tres nueve ocho uno… ¿Cuántos decimales quieres?
— ¡Asombroso! — exclamé.
— ¿Cómo sabes que no estoy inventando? — preguntó ella, mansa.
— Disculpa. Es que pareces tan…
— ¿Quieres una última prueba? — preguntó Mashara.
— Richard — advirtió Leslie, voz cautelosa. La mujer le agradeció con una mirada.
— ¿Conoces la prueba definitiva de la vida, Richard?
— Bueno, no. Siempre hay un límite entre…
— ¿Quieres responderme una sola pregunta? — Por supuesto.
Me miró directamente a los ojos, la bruja buena del bosque, sin temer a lo que sobrevendría.
— Dime, ¿cómo te sentirías si yo muriera en este momento?
Leslie ahogó una exclamación. Yo me levanté de un salto.
— ¡No!
Me cruzó una puñalada de pánico ante la posibilidad de que el amor más elevado que nuestro yo alternativo pudiera escoger fuera la autodestrucción, para permitirnos experimentar la pérdida de la vida que ella era.
— ¡No, Mashara!
Cayó tan liviana como una flor y permaneció inmóvil, muda como la muerte; los adorables ojos verdes quedaron sin vida.
Leslie se precipitó hacia ella, el fantasma de una persona hacia el fantasma de una computadora; la abrazó con tanta suavidad como la bruja buena había abrazado a su gran felino amado.
— ¿Y cómo te sentirás tú, Mashara — dijo —, cuando Tyeen, sus cachorros, los bosques, los mares y el planeta que se te dio para amar mueran contigo? ¿Los honrarás como nosotros te honramos?
Poquito a poco, la vida volvió; la encantadora Mashara se movió para mirar de frente a su hermana de otro tiempo. Cada una, espejo de la otra; los mismos valores orgullosos brillaban en mundos diferentes.