Tocó a Leslie en el hombro.
— ¡Qué observadora fuiste al notar que yo no dejaba huellas en la arena! Eso fue para recordaros que debéis elegir vuestro propio camino, seguir vuestro más elevado sentido del bien y no el ajeno. Pero ya lo sabéis.
— Oh, Pye — exclamó Leslie —, ¿cómo seguir nuestro más elevado sentido del bien, qué hacer en un mundo que…? ¿Conoces a Iván y a Tatiana?
Ella asintió.
— ¡Los amábamos! — dijo Leslie, con la voz quebrada —. ¡Y fueron norteamericanos quienes los mataron! ¡Fuimos nosotros, Pye!
— No fuisteis vosotros, querida. ¿Cómo puedes pensar que vosotros seríais capaces de matarlos? — Levantó el mentón de Leslie para mirarla a los ojos. — Recuerda que nada en el diseño es azar, nada carece de motivo.
— ¿Qué motivo pudo haber? — le espeté — ¡Tú no estuviste allá, no experimentaste ese terror!
La noche vivida en Moscú volvió en torrentes, como si nosotros hubiéramos asesinado a nuestra propia familia en la oscuridad.
— El esquema tiene todas las posibilidades, Richard — dijo ella, con suavidad —, una absoluta libertad de elección. Es como un libro. Cada acontecimiento es una palabra, una frase, parte de una historia sin fin; cada letra permanece para siempre en la página. Lo que cambia es la conciencia, que elige qué leer y qué dejar a un lado. Cuando encuentras una página sobre la guerra nuclear, ¿te desesperas o la lees para ver qué dice? ¿Morirás leyendo la página o pasarás a otras páginas, más sabio por lo que hayas leído?
— No morimos — reconocí —. Y espero que ahora seamos más sabios.
— Compartisteis una página con Tatiana e Iván Kirilov; al final de la lectura esa página fue vuelta. Aún existe, en este momento, a la espera de poder cambiar el corazón de quienquiera elija leerla. Pero después de haber aprendido no es necesario que volváis a leerla. Habéis pasado más allá de esa página, y ellos también.
— ¿Es cierto eso? — preguntó Leslie, atreviéndose a la esperanza.
Pye sonrió.
— ¿Acaso Linda Albright no se parecía un poquito a Tatiana Kirilova? Y Krysztof ¿no os hizo pensar lejanamente en vuestro amigo Iván? Esos pilotos de los Juegos Aéreos, ¿no transformaron en entretenimiento el horror de la guerra, salvando a su mundo de la destrucción? ¿Quiénes creéis que son?
— ¿Los mismos — dijo Leslie— que leyeron con nosotros esa página sobre una noche terrible en Moscú?
— ¡Sí! —confirmó Pye.
— ¿Y son también nosotros? — pregunté.
— ¡Sí! — Sus ojos chisporroteaban. — ¡Tú y Leslie, Linda, Tatiana y Mashara, Jean-Paul, Atila, Iván, Atking, Tink y Pye, todos, somos, uno!
Diminutas olas lamían la arena; se oía el viento suave entre los árboles.
— Existe un motivo por el que os encontré —dijo —, un motivo por el que encontrasteis a Atila. ¿Os interesan la paz y la guerra? Caéis en páginas que os hacen comprender profundamente la paz y la guerra. ¿Teméis veros separados o morir y perderos mutuamente? Caéis en vidas que os hablan de la separación y de la muerte. Lo que aprendáis cambiará el mundo a vuestro alrededor por siempre. ¿Amáis la tierra y os preocupa que la humanidad la esté destruyendo? Veis lo peor y lo mejor que puede suceder y aprendéis que todo depende de vuestra propia elección individual.
— ¿Eso significa que creamos nuestra propia realidad? — pregunté — Sé que así dicen, Pye, pero no estoy de acuerdo…
Ella rió con alegría y señaló el horizonte, hacia el este.
— Es temprano, muy temprano por la mañana — dijo, con la voz súbitamente grave y misteriosa —. Está oscuro. Nos encontramos en una playa como ésta. El primer resplandor del alba. Hace frío.
Estábamos con ella en el frío y en la oscuridad, viviendo su historia.
— Frente a nosotros tenemos un caballete y una tela; en la mano, pinturas y pinceles.
Era coma estar hipnotizado por aquellos ojos oscuros. Sentí la paleta en la mano izquierda, los pinceles en la derecha: pinceles con toscos mangos de madera.
— Ahora se eleva la luz en el cielo. ¿La veis? — continuó — El firmamento se está convirtiendo en fuego, corre el oro, prismas de hielo se funden en el amanecer.
Vimos, atónitos de colores.
— ¡Pintad! — nos alentó Pye — ¡Captad ese amanecer en la tela! ¡Recibid su luz en la cara, por los ojos, vertedlo en arte! ¡Pronto ya, pronto! ¡Vivid el alba con vuestro pincel!
No soy pintor, pero en mi mente estaba esa gloria convertida en audaces pinceladas sobre la tela. Imaginé el caballete de Leslie; vi su propio amanecer, maravillosamente delicado, cuidadosos rayos entremezclados en un estallar de estrellas en óleos.
— ¿Listo? — preguntó Pye — ¿Pinceles arriba? Asentimos.
— ¿Qué habéis creado?
En ese momento yo habría pintado a nuestra maestra, tan oscuramente luminosa.
— Dos amaneceres muy distintos— dictaminó Leslie.
— Dos amaneceres, no— corrigió Pye— El artista no crea el amanecer. Crea…
— ¡Oh, por supuesto? — exclamó Leslie —. ¡El artista crea el cuadro!
Pye asintió.
— ¿El amanecer es la realidad, el cuadro lo que de él hacemos? — inquirí.
— ¡Exacto! — dijo Pye —. Si cada uno de nosotros tuviera que crear su propia realidad, ¿imagináis el caos? ¡La realidad estaría limitada a lo que cada uno de nosotros pudiera inventar!
Asentí, imaginando. ¿Cómo crear amaneceres sin haberlos visto? ¿Qué hacer con una noche negra como principio del día? ¿Se me habría ocurrido el cielo? ¿La noche, el día?
Pye prosiguió:
— La realidad no tiene nada que ver con las apariencias, con nuestra estrecha manera de ver. La realidad es el amor expresado, un amor puro y perfecto, jamás rozado por el espacio y el tiempo. ¿Alguna vez os sentisteis uno con el mundo, con el universo, con todo lo que existe, al punto de que os abrumara el amor? — Paseó la mirada entre Leslie y yo. — Eso es la realidad. Eso es la verdad. Lo que de ello hagamos depende de nosotros, como el cuadro del amanecer depende del artista. En vuestro mundo, la humanidad se ha alejado de ese amor. Vive en el odio, las luchas del poder, las manipulaciones de la tierra misma, por sus propios motivos estrechos. Si continúa así, nadie verá el amanecer. El amanecer existirá siempre, por supuesto, pero la gente de la tierra nada sabrá de él. Y al fin, hasta los relatos de su belleza desaparecerán del conocimiento.
Oh, Mashara, pensé. ¿Es preciso que tu pasado sea nuestro futuro?
— ¿Cómo podemos llevar el amor a nuestro mundo? — preguntó Leslie. — ¡Hay tantas amenazas, tantos… Atilas!
Pye calló por un momento, buscando un cuento para narrarnos. Por fin dibujó en la arena un pequeño cuadrado.
— Supongamos que vivimos en un sitio horrible: Ciudad Amenaza — propuso, tocando el cuadrado— Cuanto más tiempo pasamos aquí, menos nos gusta. Hay violencia, destrucción, no nos gusta la gente, no nos gustan sus elecciones, no nos sentimos a gusto aquí. ¡Ciudad Amenaza no es nuestro hogar!
Trazó una línea ondulante que se alejaba del cuadrado, toda ángulos y retrocesos. Al final de esa línea dibujó un círculo.
— Así, un día preparamos nuestro equipaje y nos alejamos de allí, buscando la ciudad de la Paz. — Siguió con el dedo la difícil ruta que había trazado, marcando todos sus giros y desvíos. — Elegimos virajes a la izquierda y a la derecha, autopistas y atajos; seguimos el mapa de nuestras mejores esperanzas y al fin nos encontramos aquí, en este dulce rincón.
Paz era el círculo trazado en la arena; allí se detuvo el dedo de Pye. Mientras hablaba fue plantando ramitas verdes en la arena, como si fueran árboles.
— En Paz encontramos un hogar; a medida que vamos conociendo a la gente, descubrimos que comparten los mismos valores por los que nosotros vinimos. Cada uno ha hallado su propia ruta, ha seguido su propio mapa hasta este lugar, donde el pueblo ha elegido el amor, la alegría y la bondad, entre sí, para con la ciudad y para con la tierra. No necesitamos convencer a todos los que viven en Ciudad Amenaza de que se muden con nosotros a Paz; no necesitamos convencer a nadie más que a nosotros mismos. Paz ya existe y quienquiera lo desee puede mudarse allá cuando así lo decida.