Выбрать главу

Se sacudió la arena de las manos y se puso de pie.

— Debo irme — dijo —. No olvidéis los artistas y el amanecer. Pase lo que pase, cualesquiera sean las apariencias, la única realidad es el amor.

Se inclinó hacia Leslie y le dio un abrazo de despedida.

— ¡Oh, Pye! — dijo mi esposa —. ¡No nos gusta que te marches!

— ¿Irme? ¡Puedo desaparecer, pequeños, pero jamás dejaros! ¿Cuántos de nosotros hay, después de todo?

— Uno, querida Pye — dije, abrazándola a manera de despedida.

Ella se echó a reír.

— ¿Por qué os amo? — preguntó —. Porque os acordáis.

Y desapareció.

Leslie y yo pasamos un largo rato sentados en la playa, cerca del dibujo que Pye había hecho en la arena, siguiendo con el dedo el 8 dibujado por ella, amando sus pequeñas ciudades, sus bosques y el relato que nos había hecho.

Por fin caminamos hasta Gruñón, abrazados. Recogí el cable del ancla, ayudé a Leslie a ingresar a la cabina, empujé el hidroavión para alejarlo de la playa y trepé a bordo. El Martín se alineó lentamente con la brisa. Puse en marcha el motor.

— ¿Qué vendrá ahora? — me pregunté.

— Es extraño — dijo Leslie —. Cuando acuatizamos aquí y pensé que habíamos salido del esquema me entristecí de que todo terminara. Ahora siento que… Al ver otra vez a Pye, algo ha quedado completo para mí. ¡Hemos aprendido tanto, en tan poco tiempo! Me gustaría volver a casa para pensarlo, para aclarar significados.

— ¡También a mí! —aseguré.

Nos miramos por un largo instante y nos pusimos de acuerdo sin decir una palabra.

— Bien — dije —, a casa iremos. Ahora debemos aprender cómo.

Alargué la mano hacia el acelerador y lo empujé hacia adelante. No hubo imaginación ni esfuerzo por ver. El motor de Gruñón rugió, impulsando al hidroavión hacia adelante. ¿Por qué me cuesta tanto este simple acto cuando no puedo ver el acelerador? pensé.

En el momento en que Gruñón despegó del agua, el lago de montaña desapareció y nos vimos otra vez en el aire, por sobre todos los mundos posibles.

15

El diseño se extendía allá abajo, misterioso como siempre, sin flechas que señalaran nadó, sin indicaciones, sin carteles.

— ¿Alguna idea? ¿Por dónde comenzamos? — pregunté.

— ¿Seguimos la intuición, como siempre? — sugirió Leslie.

— La intuición es demasiado amplia; está demasiado llena de sorpresas — dije —. Nosotros no buscábamos a Tink; a Mashara… ni a Atila. ¿Podrá la intuición llevarnos al lugar exacto del esquema en que estábamos cuando desapareció Los Angeles?

Era como uno de esos perversos tests de inteligencia: cuando se conoce la respuesta parecen fáciles, pero para cuando la descubrimos ya nos hemos vuelto locos.

Leslie me tocó el brazo.

— Cuando aterrizamos por primera vez en el esquema, Richard — dijo —, no encontramos a Atila, a Tink ni a Mashara. Al principio pudimos reconocernos:

en Carmel, donde nos conocimos, éramos tú y yo jóvenes. Pero cuanto más volábamos…

— ¡Correcto! Cuanto más volábamos, más cambiábamos. ¿Propones que volvamos hacia atrás para ver si encontramos algo conocido? ¡Por supuesto!

Ella asintió.

— Podríamos intentarlo. ¿Hacia adónde es atrás?

Miramos en todas direcciones. Había un diseño brillante por todas partes, pero ni sol ni detalles geográficos: nada que nos sirviera de pista.

Ascendimos en espiral, observando el esquema en busca de cualquier señal que nos indicara un sitio donde hubiéramos descendido anteriormente. Por fin, muy abajo y a nuestra izquierda, me pareció ver el borde del rosado intenso y dorado donde habíamos encontrado a Pye.

— Mira, Leslie… — Incliné el ala de Gruñón para que ella pudiera ver. — ¿No te parece…

— Rosado. Rizo. ¡Rosado intenso y oro! — exclamó ella.

Nos miramos mutuamente, con cautelosa esperanza, y ascendimos un poco más, siempre en espiral.

— Sí, es eso — dijo Leslie —. Y más allá… más allá del rosado, ¿no hay verde? ¿Como donde encontramos a Mashara?

Nos inclinamos pronunciadamente a la izquierda, dirigiéndonos hacia los primeros panoramas familiares que veíamos en el diseño.

El hidroavión zumbaba sobre la matriz de las vidas, diminuta mota en ese vasto cielo; dejó atrás los verdes y los dorados de Mashara, los corales que escondían aquella dolorosa noche de Moscú, la oscuridad borravino de Atila. Era como si lleváramos horas volando desde el despegue.

— Cuando desapareció Los Angeles, el agua era azul con senderos de oro y plata, ¿recuerdas? — dijo Leslie, señalando el horizonte lejano — ¿No es aquello? ¡Sí! — exclamó, con los ojos chisporroteando de alivio — No es tan difícil. ¿Es tan difícil?

Sí que lo es, pensé.

Cuando cruzamos el borde de los azules y dorados, esos colores se extendieron ante nosotros hasta el límite de la vista. En algún sitio, allí, existía una pequeña porción de agua donde necesitábamos descender: el portal de nuestro propio tiempo. ¿Dónde?

Seguimos volando, girando hacia aquí y hacia allá, alertas a la aparición de los dos caminos brillantes que nos habían llevado a nuestro primer encuentro, en Carmel. Había allá abajo millones de senderos, millones de paralelas e intersecciones.

— Oh, Richie — dijo mi esposa, por fin, con voz tan apagada como había sido brillante un rato atrás —, ¡no podremos hallarlo!

— Claro que sí —le aseguré. Pero mi yo interior temía que ella estuviera en lo cierto. — ¿Será hora de probar otra vez con la intuición? No tenemos mucho que elegir. Aquí todo parece igual.

— Bueno — dijo — ¿Tú o yo?

— Tú —respondí.

Se relajó en el asiento, con los ojos cerrados, y guardamos silencio por algunos segundos.

— Gira a la izquierda. — ¿Percibiría el dolor de su propia voz? — Desciende girando a la izquierda…

La taberna estaba casi desierta. Había un hombre solo en un extremo del mostrador y una pareja de pelo blanco en una cabina, al costado.

¿Qué hacemos en un bar? me extrañé. Los detesto desde siempre. Cruzo las calles para evitarlos.

— Salgamos de aquí.

Leslie me puso una mano en el brazo y me impidió partir.

— Muchos lugares nos parecieron errores cuando descendimos — recordó —. ¿Puedes decir que Tink haya sido un error? ¿O lo ocurrido en el lago Healey? Tarde o temprano le encontraremos sentido.

Caminó hacia el bar y se volvió a mirar a la pareja de ancianos sentados en la cabina. Sus ojos se ensancharon.

Fui a reunirme con ella.

— ¡Asombroso! — susurré — Somos nosotros, sí, pero…

Meneé la cabeza.

Pero cambiados. La cara de la mujer estaba tan arrugada como la de él; su boca era igualmente dura. El hombre estaba demacrado y ceniciento. No parecía viejo, sino derrotado. En la mesa había dos botellas de cerveza, hamburguesas y patatas fritas en los platos. Entre ambos, con la cubierta hacia abajo, una edición barata de nuestro último libro. Ambos estaban enfrascados en su conversación.

— ¿Qué te parece? — preguntó Leslie, también en susurros.

— ¿Nosotros alternativos, en nuestro propio tiempo, leyendo nuestro libro en un bar?

— ¿Por qué no nos ven? — preguntó ella.

— Probablemente están ebrios — dije —. Vámonos. Ella no prestó atención.

— Deberíamos hablar con ellos, pero detesto la idea de intervenir. Parecen tan sombríos… Sentémonos en la cabina contigua por un minuto. Así podremos escuchar.