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— ¿Escuchar? ¿Quieres escuchar subrepticiamente conversaciones ajenas, Leslie?

— ¿No? Bueno, intervén tú. Yo me reuniré con vosotros en cuanto compruebe que no les molesta tener compañía.

Estudié a la pareja.

— Quizá tengas razón — reconocí.

Nos deslizamos en la cabina contigua, en el asiento más alejado, para poder observar sus rostros.

El hombre tosió y dio una palmadita al libro que estaba frente a su esposa.

— ¡Yo podría haber hecho esto! — dijo, entre mordiscos a su hamburguesa —. ¡Podría haber hecho todo lo que dice este libro!

Ella suspiró.

— Tal vez sí, Dave.

— ¡Pero te digo que sí! —El hombre volvió a toser. — Mira, Lorraine: ese tipo pilotea un biplano antiguo. ¿Y qué? Yo empecé a volar como sabes. Llegué casi a volar solo. ¿Qué tiene de difícil pilotear un avión viejo?

Yo no escribí que fuera difícil, pensé. Escribí que, mientras trabajaba como piloto ambulante, me di cuenta de que mi vida estaba estancada.

— El libro habla de otras cosas, además de aviones viejos — observó ella.

— Bueno, pero es muy mentiroso, el tipo. Nadie se gana la vida de ese modo, llevando pasajeros de paseo y aterrizando en henares. Eso es un invento. Y esa esposa fantástica también ha de ser un invento. Eso es todo mentira, ¿no te das cuenta?

¿Por qué era tan cínico? Si yo hubiera leído un libro escrito por un yo alternativo, ¿no me habría visto en las páginas? Y si él es un aspecto de quien soy ahora, pensé, ¿por qué no tenemos los mismos valores? ¿Qué hace en un bar, bebiendo cerveza, por el amor de Dios, y comiendo el cadáver picado y quemado de una pobre vaca?

Aquel día era un alma desdichada, y al parecer no había sido otra cosa en mucho tiempo. Su cara era la que yo veía en el espejo todos los días, pero con arrugas tan marcadas, tan profundas, que era como si hubiera estado tratando de cruzársela con un cuchillo. Había algo patético en él, cierta tensión en el aire; sentí deseos de alejarme, de salir de allí.

Leslie vio mi aflicción y me tomó la mano, pidiéndome paciencia.

— Y si los dos son un invento, Davey, ¿qué importa? — preguntó la mujer —. Es sólo un libro. ¿Por qué te enojas tanto?

El terminó la hamburguesa y tomó una patata frita del plato de su esposa.

— Sólo te digo que me fastidiaste a muerte para que lo leyera, y lo leí. Lo leí y no tiene nada extraordinario, caramba. Yo habría podido hacer todo lo que este tipo hizo. No sé por qué te parece tan… Lo que te parezca.

— A mí no me parece nada. Me parece que es como acabas de decir: que los de ese libro podríamos haber sido nosotros.

Como él la mirara, sobresaltado, ella levantó la mano en ademán de déjame-hablar.

— Si hubieras seguido piloteando, ¿quién sabe? Y también escribías, ¿recuerdas? Trabajabas en el Courier y escribías cuentos por las noches. Igual que él.

— ¡Uf! — protestó el hombre —. Cuentos por las noches. ¿Y qué gané con ellos? Notas de rechazo. Una caja llena de billetitos impresos con notas de rechazo; ni siquiera cartas enteras. ¿Para qué?

La voz de la mujer era casi dulce.

— Quizá abandonaste demasiado pronto.

— Quizá. ¡Te digo que yo perfectamente hubiera podido escribir esa tontería de la gaviota! Cuando era niño solía ir al muelle, a ver cómo volaban los pájaros. Quería tener alas como ellos.

Lo sé, me dije. Te acurrucabas entre las rocas grandes, donde no se te viera, y las gaviotas pasaban tan cerca que hasta podías oír el viento en sus alas, espadas plumíferas que pasaban veloces. De pronto, un giro y un destello y se iban con el viento, como murciélagos, libres en el cielo. Y tú quedabas allí, anclado a la roca sólida.

De pronto me invadió la compasión por ese hombre. Me escocían los ojos al contemplar aquella cara gastada.

— Yo podría haber escrito ese libro, palabra por palabra. — Volvió a toser. — Hoy en día sería rico.

— Sí — coincidió ella.

Terminó su hamburguesa en silencio. El pidió otra cerveza, encendió un cigarrillo y desapareció por un rato en humo azul.

— ¿Por qué dejaste de volar, Dave, si tanto te gustaba?

— ¿Nunca te lo dije? Simple. Tenías que pagar una fortuna para aprender; eran como veinte dólares la hora, en los tiempos en que con veinte dólares a la semana se podía vivir. Si no, tenías que trabajar como un esclavo lustrando los aviones y atendiendo la bomba de combustible de la mañana a la noche. Todo para hacer un solo vuelo. ¡Yo nunca he sido un esclavo de nadie!

Ella no respondió.

— ¿Tú harías algo así?. — preguntó el hombre — Volver a casa apestando a cera y gasolina, todas las noches de tu vida, sólo por una hora de vuelo a la semana. A ese paso me habría llevado todo un año conseguir mi licencia. — Exhaló un largo suspiro. — «Muchacho, limpia ese aceite.» «Muchacho, barre el hangar.» «Muchacho, saca la basura.» ¡No, eso no es para mí!

Chupó el cigarrillo como si fuera el recuerdo mismo lo que ardía en la punta.

— El ejército no era mucho mejor — dijo, en su nube —, pero al menos pagaba en efectivo. — Miró sin ver al otro lado de la habitación, perdida la mente en otro tiempo. — Salíamos de maniobras y, a veces, las aviones de combate pasaban por sobre nosotros como lanzas, ¿sabes? Bajaban y volvían a ascender enseguida, hasta perderse de vista. Y yo lamentaba no haberme enrolado en la Fuerza Aérea, así habría sido piloto de combate.

No, pensé. Lo del ejército fue una buena elección, Dave. Al menos en el ejército se suele matar a una persona por vez.

Volvió a exhalar el humo y tosió.

— No sé. A lo mejor tienes razón con respecto al libro. Ese podría haber sido yo. Y ella podrías haber sido tú, eso sí. Bonita como eras, podrías haber sido actriz de cine. — Se encogió de hombros. — En ese libro pasan por malos momentos. Es culpa de él, por supuesto. — Hizo una pausa y aspiró otra bocanada de humo, con cara triste. — No les envidio esa parte, pero sí, un poco, los resultados que obtuvieron.

— No te me pongas melancólico — pidió ella —. ¡Yo me alegro de que no seamos ellos! En su vida tienen algunas cosas gratas, pero todo pende de un hilo. Es demasiado extraño para mí. Si estuviera en el lugar de ella, no podría dormir. Tú y yo hemos vivido bien; tuvimos buenos empleos, nunca nos quedamos sin trabajo ni fuimos a la quiebra y eso nunca nos pasará. Tenemos una casa confortable y algún dinero ahorrado. No seremos la gente más loca del mundo, no seremos los más felices, pero te amo, Dave…

El le palmoteó la mano, muy sonriente.

— Yoteamomásquetúamí.

— ¡Oh, David! — protestó ella, meneando la cabeza.

Guardaron silencio por largo rato. ¡Cuánto habían cambiado, para mí, en esos pocos minutos pasados cerca de su mesa! Lamentaba que Dave hubiera aprendido a fumar, pero el hombre me caía bien. De la aversión había pasado a la simpatía por ese aspecto de mí que nunca conociera. El odio. es el amor sin los datos necesarios, había dicho Pye. Cuando alguien nos desagrada, ¿existen datos que, si los supiéramos, nos harían cambiar de opinión?

— ¿Sabes qué voy a regalarte para nuestro aniversario? — preguntó ella.

— ¿Conque regalos de aniversario, ahora? — se extrañó él.

— ¡Lecciones de vuelo! — dijo la mujer.

El la miró como si la creyera loca.

— Todavía puedes, Davey. Sé que puedes. Por un momento reinó el silencio.

— Maldición — protestó el hombre —. No es justo.

— Nada es justo — dijo su esposa —, pero ya sabes… A veces te dicen seis meses y después se va ¡y uno vive años enteros!