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— En ese caso, ámame condicionalmente, por favor — pedí —. Ámame cuando sea lo mejor que puedo ser; enfríate si me vuelvo aburrido y desconsiderado.

Ella se echó a reír.

— De acuerdo. Haz tú lo mismo, por favor.

Echamos otro vistazo al cuarto. Al ver que el otro Richard seguía pegado al teléfono, sonreímos.

— ¿Por qué no intentas despegar tú, esta vez? — sugirió Leslie —. Deberías comprobar que puedes hacerlo antes de que volvamos a casa.

La miré; en ese momento de claridad, alargué la mano hacia el acelerador de nuestro hidroavión invisible; lo vi entre mis dedos y empujé hacia adelante.

Nada. No hubo ondulación del hotel, de las montañas ni de los árboles. El mundo que nos rodeaba ni siquiera parpadeó.

— Oh, Richie — dijo ella —. Es fácil. Sólo hay que enfocar.

Antes de que pudiera intentarlo otra vez se produjo ese familiar estremecimiento y el universo se borroneó en el cambio de tiempo. Ella ya había empujado la palanca hacia adelante.

— Déjame intentarlo otra vez — pedí.

— Bueno, tesoro. La llevaré hacia atrás. Recuerda que el truco consiste en enfocar…

En ese instante despegamos, libres en el aire, con el mar allá abajo. En el momento en que ella accionaba el acelerador el motor comenzó a recuperarse. Demasiado tarde.

El Martín cabeceó hacia arriba y se inclinó hacia el agua.

Me di cuenta de que el acuatizaje sería duro. Lo que no esperaba era el estruendo, violento como si una bomba estallara en la cabina.

Una fuerza monstruosa cortó mi cinturón de seguridad como si fuera un cordel y me arrojó a través del parabrisas, de bruces en el agua precipitada. Cuando logré salir, tosiendo, allá estaba el Avemarina en posición invertida, a quince metros de distancia, la cola apuntando al cielo y el vapor surgiendo en nubes, puesto que el motor caliente se deslizaba bajo el agua.

¡No! pensé. ¡No, no, NO! Me zambullí detrás del avión: nuestro bello Gruñón blanco, lodoso bajo el agua. Me zambullí hasta la cabina destrozada, que se iba hundiendo. Presión en los oídos, quebrada estructura gimiendo a mi alrededor, arranqué los restos de la cabina transparente, liberé el cuerpo de Leslie, laxo, indefenso, la blusa blanca flotando etérea en cámara lenta a su alrededor, la cabellera dorada graciosa, lánguida, libre, la liberé y pujé hacia arriba, hacia la superficie borrosa, tan alta por sobre nosotros. Está muerta. No, no, no. ¡Quiero morir ahora, que me estallen los pulmones, quiero ahogarme!

Una mentira me impulsó a seguir: No estás seguro de que ella haya muerto. Tienes que hacer el intento.

Ha muerto.

¡Tienes que intentarlo!

Una posibilidad en un millar. Cuando llegué a la superficie estaba completa, absolutamente exhausto.

— Todo va bien, tesoro — jadeé —. Nos salvaremos.

Un barco pesquero, con dos grandes motores fuera de borda, estuvo a punto de arrollarnos al hacer un enorme viraje a toda velocidad; nos ahogó en espuma; un hombre se arrojaba a través de la llovizna, con un cabo salvavidas en la mano.

Después de sólo diez segundos en el agua, chilló:

— ¡Ya los tengo! ¡Arriba!

Yo no era fantasma y eso no era sueño. Había piedra de verdad, dura y helada; contra mi mejilla. No estaba observando objetivamente una escena: yo era la escena. No había nadie más que la observara.

Me tendí en su tumba, en la ladera donde ella había plantado flores silvestres, y sollocé. Fría hierba debajo de mí. En la piedra, contra mi cara, una palabra: Leslie.

Viento de otoño; no lo sentía. De regreso en mi propio tiempo; no me importaba. Total y completamente solo, tres meses después del accidente, aún estaba aturdido. Tenía la sensación de que un telón de treinta metros, con sus pesas, había caído sobre mí para sofocarme, enredarme, aplastarme en un dolor polvoriento. Nunca me había dado cuenta del valor que hace falta para no matarse cuando muere el compañero, la compañera. Más valor del que yo tenía. Sólo me lo impedían todas las promesas que había hecho a Leslie.

¡Cuántas veces habíamos trazado nuestros planes! Morir juntos, pasara lo que pasare; moriríamos juntos.

— Pero si no es así —me había advertido ella —, si yo muero primero, ¡tú debes seguir! ¡Prométemelo!

— Lo prometo si tú también lo prometes…

— ¡No! Si tú mueres no tiene sentido que yo siga viviendo. Quiero estar contigo.

— Leslie, ¿cómo quieres que te prometa vivir si tú no prometes lo mismo? ¡No es justo! Estoy dispuesto a prometerlo porque existe la posibilidad de que ocurriera con un motivo. Pero no lo haré si no lo haces tú también.

— ¿Un motivo? ¿Qué motivo podría haber?

— Es teórico, pero quizá tú y yo podríamos hallar algún modo de pasar más allá. Si el amor no es motivación suficiente para imponerse a la muerte, no se me ocurre otra. Tal vez podríamos aprender a estar juntos, aunque se nos haya enseñado a creer que la muerte es nuestro fin. Tal vez se trata sólo de una perspectiva diferente, de una hipnosis; quizá podríamos deshipnotizarnos. ¡Qué don del cielo sería escribir eso!

Ella se había reído de mí.

— Tesorito mío, me encanta el modo en que tu mente resuelve estas cosas — dijo —. Pero me estás dando la razón, ¿no lo ves? No sólo eres tú el que lee los libros sobre la muerte, sino que eres escritor. Si existe una posibilidad de lograr ese… deshipnotismo, existe un motivo para que sigas viviendo aunque yo muera. Podrías aprender y escribir sobre eso. En cambio no hay motivo para que yo siga viviendo si tú mueres. No podría escribir sin ti. Por eso ¡promételo!

— Escucha esto — decía yo, leyendo un párrafo de esos libros —: «… y mientras estaba sola en nuestra sala, llorando desesperadamente por mi querido Robert, un libro cayó del estante, sin que nada provocara su caída. Di un salto, muy sobresaltada; al levantarlo del suelo, las páginas se abrieron y mi dedo tocó la frase: ¡Estoy contigo! subrayada por su propia estilográfica.»

— Muy bonito — dijo ella. Mi esposa, la escéptica, tomaba nuestras conversaciones sobre el tema con cautelosas pinzas.

— ¿Lo pones en duda? — le pregunté yo —. ¿Eres una Leslie escéptica?

— Te digo, Richard, que si mueres…

— ¿Qué dirá la gente? — protesté yo —. Circulamos por ahí diciendo… Circulamos por ahí escribiendo, en nombre de Dios, que el desafío de la vida en el espacio-tiempo es usar el poder del amor para convertir el desastre en gloria. ¿Y un minuto después de mi muerte, tú usas tu Winchester para matarte?

— En un momento así, no creo que me importe lo que diga la gente.

— ¡Que no te importaría! ¡Leslie María!

Así hablábamos, una y otra vez. Ninguno de los dos soportaba la idea de vivir sin el otro, pero cada uno de nosotros prometió al fin, exhausto, que no habría suicidio.

Ahora lamentaba esas palabras. En el fondo yo había pensado que, si no moríamos juntos, yo sería el primero en desaparecer. Y estaba seguro de poder saltar al cerco entre ese mundo y éste, como un gamo el alambre de púas, para estar con ella. Pero desde este mundo a aquél…

Me tendí en la hierba, contra aquella lápida satinada y gélida. Lo que yo sabía sobre el morir ocupaba estanterías enteras. Lo que sabía Leslie habría podido guardarlo en su bolso, dejando lugar para la cartera y la libreta de anotaciones. ¡Qué tonto había sido al prometer!

«Está bien, Leslie, no habrá suicidio.» Pero su muerte me había tornado menos prudente que nunca. Ya avanzada la noche, por los estrechos caminos de la isla, conducía el viejo sedan Torrance de mi esposa a una velocidad más adecuada para coches deportivos, sin cinturón de seguridad, recordando.

Gastaba el dinero dispendiosamente. Cien mil dólares por un Honda Starflash: setecientos caballos de fuerza en una estructura aérea de quinientos cincuenta kilos, cien mil dólares para volar como demente el fin de semana, en remedos de las peleas de perros para los fanáticos locales del deporte.