Ayudé a mi esposa a bajar del avión. Pasamos un largo instante de pie en la superficie de nuestro propio planeta, en nuestro propio tiempo, abrazados.
— ¿Estás sobrecogida? — le susurré contra el pelo. Ella se echó atrás para mirarme a los ojos y asintió.
Bajé nuestras maletas del avión. Extendimos la cabina transparente sobre el parabrisas y la sujetamos con fuerza.
Al otro lado de la rampa de aparcamiento, un muchacho dejó un Luscombe Silvaire a medio lustrar, subió a un camión de combustible y circuló hasta detenerse frente al Avemarina.
Era un muchachito, no mayor de lo que yo había sido en los tiempos en que desempeñaba el mismo oficio. Lucía el mismo tipo de chaqueta de cuero que yo en aquellos días, aunque la suya tenía el nombre DAVE cosido sobre el bolsillo izquierdo. ¡Qué fácil era verme a mí mismo en él, cuánto podíamos decirle de sus futuros, que ya eran verdad, de las aventuras que en ese momento aguardaban su elección!
— Buenas tardes — nos saludó — ¡Bienvenidos a Santa Mónica! ¿Les cargo un poco de combustible?
Nos echamos a reír. ¡Qué extraño, volver a necesitar combustible!
— Sí, por supuesto — dije —. El viaje ha sido largo.
— ¿Dónde han estado? — preguntó él.
Miré a mi esposa pidiendo ayuda, pero ella no me la ofreció; sin comprometerse, esperaba mi respuesta.
— Oh, volando por allí — dije, manso.
Dave luchó con una palanca y aplicó la bomba de combustible del camión.
— Todavía no he piloteado ningún Avemarina — dijo —, pero dicen que pueden descender casi en cualquier parte. ¿Es cierto?
— Sí que es cierto — le aseguré —. Este avión te lleva a cualquier sitio que puedas imaginar.
21
Sólo cuando estuvimos a salvo en nuestro automóvil alquilado, camino al hotel, nos atrevimos a plantear la cuestión.
— Bueno — dijo Leslie, mientras nos conducía, zumbando, por el ingreso a la autopista de Santa Mónica —, ¿lo analizamos o no?
— ¿En el congreso? — pregunté.
— Donde sea.
— ¿Y qué decimos? «Cuando veníamos a esta reunión nos ocurrió algo extraño: quedamos detenidos en medio del aire durante tres meses encerrados en una dimensión donde no hay espacio ni tiempo salvo que a veces parece haberlo y descubrimos que todo el mundo es un aspecto de todos los demás porque la conciencia es una sola y a propósito el futuro del mundo es subjetivo y nosotros mismos escogemos lo que va a pasar al mundo entero según lo que elegimos convertir en verdad para nosotros mismos gracias muy amables ¿hay alguna pregunta?»
Ella se echó a reír.
— En cuanto hay en este país unas cuantas personas dispuestas a admitir que quizá no sea imposible vivir más de una existencia, henos aquí diciendo que no, que todo el mundo tiene un infinito número de existencias y que todas ocurren al mismo tiempo. No, mejor no entrar en eso. Mejor reservarnos lo que ocurrió.
— No es nuevo — advertí —. ¿Recuerdas lo que dijo Albert Einstein? Si hemos de creer a los físicos, dijo, la diferencia entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión, aunque empecinada.
— ¿ALBERT EINSTEIN dijo eso?
— ¡Y no has oído ni la mitad! Cuando quieras oír algo increíble, consulta con tu físico. La luz es curva; el espacio se deforma; los relojes puestos en los cohetes marchan más lentamente que los relojes de casa; divide una partícula y obtendrás dos del mismo tamaño; dispara tu rifle a la velocidad de la luz y nada saldrá del caño… No se puede decir que tú y yo estemos echando a rodar esto al mundo. Quienquiera haya leído sobre la mecánica cuántica, quien haya jugado alguna vez con el gato de Schroedinger…
— Pero ¿a cuántas personas conoces que amen al gato de Schroedinger? — observó ella —. ¿Cuántas personas se quedan levantadas en la noche fría para seguir con sus cálculos y su física cuántica? No creo que debamos hablar del tema. No creo que nadie nos creyera. Nos ocurrió a nosotros, pero yo misma dudo de que sea verdad.
— Mi querida escéptica — dije.
Pero yo también dudaba. ¿Y si todo era un sueño, un raro sueño a dúo, el esquema, Pye y…? ¿Y si todo era fantasía?
Entorné los ojos para observar el tránsito, probándolo desde nuestra nueva perspectiva. ¿Eramos nosotros los que viajábamos en esa limosina Mercedes de vidrios espejados? ¿Nosotros, en el herrumbrado Chevrolet detenido al costado del camino, con el radiador despidiendo vapor? ¿Allí, nosotros, recién casados? ¿Nosotros al costado, con el ceño fruncido, rumbo al escenario de algún futuro crimen, con el asesinato en el corazón? Tratamos de verlos como si fuéramos nosotros en otros cuerpos, pero no funcionó. Cada uno era independiente y desconocido en su capullo de acero rodante. Me era tan difícil imaginarnos en el lujo como en la pobreza, aunque por ambos habíamos pasado. Somos sólo nosotros, pensé, y nadie más.
— ¿No tienes hambre? — preguntó Leslie.
— Llevo meses sin comer.
— ¿Aguantarás hasta el paseo Robertson?
— Si tú aguantas, yo también.
Leslie aceleró por la autopista; luego aminoró la marcha hacia la salida a las calles que quedaban desde sus tiempos en Hollywood. Esa existencia había quedado más atrás que la de le Clerc, a juzgar por lo vinculada que se sentía a ella.
A veces, cuando nos quedábamos despiertos en la cama hasta entrada la noche, mirando películas viejas, ella me abrazaba sin previo aviso y me daba las gracias por haberla arrancado de todo eso. Sin embargo, yo sospechaba que una parte de ella echaba de menos esa vida, aunque Leslie nunca lo admitía, a menos que la película fuera muy buena.
El restaurante aún estaba allí: un paraíso vegetariano, libre de humo y con música clásica, para los hambrientos con principios. Se había vuelto popular cuando ya no vivíamos en la ciudad; el aparcamiento más cercano estaba a una manzana de distancia.
Leslie bajó del coche y se puso en marcha, enérgica, hacia el restaurante.
— ¡Pensar que yo vivía aquí! ¿No te parece imposible? ¿Cuántas vidas atrás?
— No puedes decir atrás — apunté, tomándola de la mano para que redujera la marcha —. Sin embargo, debo admitir que es más fácil entender las vidas yuxtapuestas en serie que las simultáneas. Primero, en el antiguo Egipto; después, una aventura en la dinastía Han; colonizamos el Salvaje Oeste…
Camino hacia el restaurante pasamos junto a un gran escaparate que mostraba una pared entera de televisores, todos encendidos al mismo tiempo: la confusión de a cuatro en fondo.
— …pero lo que acabamos de descubrir no es tan fácil.
Leslie echó un vistazo al escaparate y se detuvo, tan súbitamente como si se hubiera olvidado del bolso o acabara de romper el tacón de su zapato. En un momento dado iba corriendo hacia el restaurante, muerta de hambre; al siguiente se quedaba petrificada mirando televisión.
— ¿Todas nuestras vidas al mismo tiempo? — dijo, perdida en esas pantallas —. Vidas de Jean-Paul le Clerc, vidas del fin del mundo, vidas de Mashara en universos diferentes, todas al mismo tiempo y no sabemos cómo expresarlo, siquiera cómo captarlo.
— Hum. No es fácil — admití —. ¿Y si comemos algo?
Ella dio un golpecito al vidrio del escaparate.
Todos los televisores estaban sintonizados en diferentes canales. A esa altura de la tarde, casi todos presentaban películas viejas.
En una pantalla, Scarlett O'Hara juraba nunca más tener hambre; en la siguiente, Cleopatra planeaba cómo conquistar a Marco Antonio; debajo de ella bailaban Fred y Ginger, un torbellino de sombrero de copa y chiffon; a su derecha volaba Bruce Lee, un rayo de venganza draconiana; a poca distancia, el capitán Kirk y la encantadora teniente Paloma burlaban a un dios espacial; a la izquierda, un audaz caballero arrojaba cristales mágicos que dejaban su cocina reluciente de tanta limpieza.