La muchacha permanecía rígida y silenciosa. La madre la observaba, meneando la cabeza, desconcertada.
— A cualquier muchacha le encantaría ser modelo. ¡Y tú quieres rechazar la oportunidad! Escucha, tesoro: ve y haz la prueba por un año o dos y ahorra todo lo que puedas. Entonces podrás seguir con la música, si aún lo deseas.
La chica alargó la mano para tomar el sobre y lo devolvió a su madre por sobre el hombro, sin mirar.
— No quiero ir a Nueva York — dijo, tratando de dominar su enojo —. No me importa haber ganado o no. No quiero ser modelo. Y. no me molesta luchar, si con eso puedo hacer lo que me gusta.
La madre le arrebató la carta, ya perdida la paciencia.
— ¿No puedes pensar en otra cosa que no sea ese piano?
— ¡No!
La jovencita ahogó cualquier diálogo con las manos, llenando la habitación con los sonidos de las partituras que tenía adelante; sus dedos eran mariposas en un segundo, acero al siguiente. ¿Cómo puede tener tanta energía en brazos tan flacos? me pregunté.
La madre la contempló por un momento. Sacó la carta del sobre, la dejó abierta sobre el cajón de naranjas y salió por la puerta trasera. La chica siguió tocando.
Por lo que Leslie me había contado, yo sabia que ofrecería un recital en Filadelfia al día siguiente. Se levantaría a las cuatro de la mañana para iniciar un viaje de ochenta kilómetros: seis horas a pie, en autobús, en trolebús. Asistirla a sus clases de secundaria durante todo el día; por la noche tocaría en su recital. Después dormiría en la estación de autobuses hasta que se iniciaran las clases de la mañana; de ese modo ahorraba el alquiler de un cuarto para comprar música.
Leslie se apartó bruscamente de mí para acercarse a la muchacha. Se detuvo a su lado, pero ella la ignoró.
Yo contemplaba la música, extrañado. Era nueva. Eran las mismas partituras, ya amarillentas, que aún honran nuestro piano.
Por fin la jovencita se volvió hacia Leslie; una cara pálida y adorable, de facciones parecidas a las de su madre y ojos azules que relampagueaban resentimiento.
— Si usted es de la agencia de modelos — dijo, al borde del enojo —, la respuesta es no. Gracias, pero no. Leslie meneó la cabeza.
— No vengo en nombre de Conover — dijo. La muchacha la miró por un largo instante; después se levantó, boquiabierta, atónita.
— Usted… ¡Usted se parece a mí! — exclamó —. ¡Usted es yo! ¿Cierto?
Mi esposa asintió.
La jovencita la miraba.
— ¡Pero es adulta!
Rodeada por su pobreza y sus sueños, contempló su futuro, observó en silencio a mi esposa; por fin se quebró su pétrea muralla de decisión. Volvió a caer en la silla y escondió el rostro entre las manos.
— ¡Ayúdame! — lloró — ¡Por favor, ayúdame!
6
Mi esposa se arrodilló junto a la jovencita que había sido, mirándola.
— Todo está bien — le dijo, tranquilizadora — Todo saldrá bien. ¡Tienes mucha suerte! ¡De veras!
La muchacha se incorporó para mirarla con incredulidad, mientras se enjugaba las lágrimas con las manos.
— ¿Suerte? ¿Esto te parece suerte? — Casi reía de esperanza a través de los surcos dejados por las lágrimas.
— Suerte, don, privilegio. ¡Has averiguado qué te gusta! Muy pocas personas de tu edad lo han averiguado. Algunos no llegan jamás a saberlo. Tú ya lo sabes.
— La música.
Mi esposa asintió, mientras se ponla de pie.
— Estás tan bien dotada… Eres inteligente y talentosa, amas la música y tienes tanta voluntad como el mejor. ¡Nada puede detenerte!
— ¿Por qué tengo que ser tan pobre? Si al menos…
Este piano está… ¡escucha! — Tocó el teclado cuatro veces, ocho notas en veloces octavas. Hasta yo me di cuenta de que adentro había cuerdas rotas. — El sol; sostenido y el re no suenan. Ni siquiera tenemos dinero: para afinarlo… — Descargó el puño contra las teclas amarillas. — ¿Por qué?
— Para que puedas demostrar que la voluntad, el amor y el esfuerzo pueden arrancarte de la pobreza y la desesperación. Y tal vez algún día conozcas a alguna, otra muchachita que viva en la pobreza. Entonces, cuando ella te diga: «Oh, a ti te resulta todo fácil porque eres una pianista famosa, eres rica; pero yo no tengo para comer y sólo cuento con esta ruina para practicar», entonces tú podrás transmitirle este poquito de experiencia y ayudarla a resistir.
La muchacha quedó pensativa.
— Estoy gimoteando y no sé por qué —dijo — ¡Detesto los gimoteos!
— Ante mí puedes quejarte — dijo Leslie.
— ¿Podré resistir? ¿Triunfaré? —preguntó la jovencita.
— La decisión es tuya, más de lo que supones. — Leslie me echó una mirada. — Si jamás abandonas lo que te interesa, si te interesa tanto que estés dispuesta a luchar así para tenerlo, te prometo que tu vida estará llena de éxitos. Será una vida difícil, porque la excelencia no es fácil, pero buena.
— ¿Podría tener una vida fácil y mala?
— Esa también es una decisión.
— ¿Y una vida fácil y feliz? — Chisporroteaba la travesura.
Las dos mujeres se echaron a reír.
— Es posible — dijo Leslie —. Pero tú no escogerías una vida fácil, ¿verdad?
La muchacha la miró con aire de aprobación.
— Quiero hacer lo mismo que hiciste tú.
— No — dijo Leslie, con una sonrisa triste —. Sigue tu propio curso, escoge tu propio camino.
— ¿Eres feliz?
— ¡Sí!
— Entonces quiero hacer lo que tú hiciste. Leslie estudió a la muchacha por un momento y, decidida a confesarle lo peor, prosiguió:
— No creo que quieras eso. He pasado por momentos tan terribles que ya no quería vivir. Muchas veces. Hasta traté de ponerle fin…
La muchacha contuvo el aliento.
— ¡Yo también!
— LO sé —dijo Leslie —. Sé lo difícil que es la vida para ti.
— Pero tú triunfaste. ¿Cómo?
Leslie apartó la cara, avergonzada de decírselo.
— Acepté el empleo de Conover. Abandoné el piano.
La muchacha quedó aturdida; aquello le parecía increíble.
— ¿Cómo pudiste? ¿Y… y el amor, la voluntad? Leslie volvió a mirarla.
— Sé lo que haces en Filadelfia: duermes en la estación de autobuses y gastas el dinero del alojamiento y de la comida en comprar partituras. Mamá se desmayaría si se enterara. Vives al borde del desastre.
La chica asintió.
— Yo era igual — dijo mi esposa —. Pero me quedé sin uno de los empleos y no pude seguir, ni aun pasando hambre. Estaba desesperada y furiosa, pero tuve que aceptarlo: mamá tenía razón. Me prometí que iría a Nueva York por sólo un año; trabajaría día y noche, ahorraría hasta el último centavo y ganaría lo suficiente para mantenerme hasta recibir el diploma.
La frase acabó en melancólicos recuerdos.
— ¿Pero no ganaste nada?
— No. Gané mucho. El éxito, en un principio, me cayó encima como un aguacero: trabajos de modelo y después la televisión. Al cabo de un año estaba en Hollywood, contratada por la Twentieth Century-Fox, trabajando en cine. Pero tenía éxito en un trabajo que no me gustaba. Nunca me consideraba lo bastante buena ni lo bastante bonita; siempre me sentía fuera de lugar entre la gente hermosa. Como podía ayudar a la familia, no me parecía correcto renunciar para volver a la música. Pero tampoco escogí seguir en el cine; simplemente me quedé: una decisión por abandono.
Hizo una pausa, recordando.
— No ponía el corazón en eso, ¿comprendes? Por eso sólo me permitía un éxito limitado. Cada vez que las cosas amenazaban con ir más allá, yo rechazaba la mayor parte, huía o me enfermaba; hacía algo para arruinarlo. Nunca tomé claramente la decisión de triunfar de verdad.