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– No cabía en el buzón -explicó.

Eché un vistazo a la etiqueta.

– Oh, no es para mí, es para mi madre -dije, desconcertada.

– Sí, pero tenemos que entregarlo en la dirección que pone, por eso lo traigo aquí -respondió el señor Windham con razón.

Por supuesto, tenía razón: la dirección del paquete era la mía. La dirección del remitente era la de mi padre, en la ciudad. La propia etiqueta estaba escrita a máquina, algo muy típico de mi padre. Se ha comprado una nueva máquina de escribir, pensé sorprendida. Su vieja Smith-Corona siempre fue la única que había usado. A lo mejor la había escrito en el despacho y allí tenía una máquina. Entonces caí en la fecha.

– ¿Seis días? -dije, incrédula-. ¿Han hecho falta seis días para que esto viaje cincuenta kilómetros?

El señor Windham se encogió de hombros a la defensiva.

Mi padre no había mencionado nada de un paquete. Tras cerrar la puerta, pensé que mi padre no le había mandado ningún paquete a mi madre, que yo recordara, especialmente desde el divorcio. Me devoraba la curiosidad. Hice una parada en el teléfono de la cocina de camino al patio. Mi madre estaba en su despacho y me dijo que se pasaría de camino a enseñar una casa. Estaba tan desconcertada como yo, y detesté oír ese tonillo de emoción en su voz.

Robin parecía adormilarse en su sillón, así que retiré en silencio las copas de vino para lavarlas antes de que mi madre llegara. Lo que menos necesitaba era ver cómo me arqueaba las cejas. En realidad me alegraba tener un descanso. Había estado a punto de hacer algo radical, y casi tan divertido resultaba pensar en lo cerca que había estado como imaginar lo que habría sido de (quizá) hacerlo realmente.

Cuando mi madre atravesó la verja, Robin se despertó (si es que había estado durmiendo de verdad) y los presenté.

Robin mantuvo la cordialidad, estrechó la mano como era debido y admiró a mi madre como si ella estuviese acostumbrada a que la admirasen, desde su pelo perfectamente enlacado hasta sus alargadas y delgadas piernas. Mi madre vestía uno de sus trajes más caros, en este caso de color champán, y parecía toda una experta en ventas. Y realmente lo era en más de una ocasión.

– Es agradable volver a verlo, señor Crusoe -dijo con su voz más fornida-. Lamento que su primera noche en nuestra pequeña ciudad haya sido tan desagradable. Lo cierto es que Lawrenceton es un lugar encantador, y estoy segura de que no lamentará haber cambiado la gran ciudad por esto.

Le entregué la caja. Ella lanzó una inequívoca mirada al remite y se puso a arrancar el envoltorio mientras mantenía una conversación desenfadada con Robin.

– ¡Mrs. See’s! -exclamamos mi madre y yo al unísono al ver la caja blanca y negra.

– ¿Bombones? -aventuró Robin, inseguro. Tomó asiento cuando lo hice yo.

– Y muy buenos -ratificó mi madre, feliz-. Los venden en el oeste y el medio oeste, pero aquí no se encuentran. Tenía una prima en San Luis que me solía mandar una caja por Navidad, pero murió el año pasado. ¡Roe y yo creíamos que no volveríamos a ver una caja de Mrs. See’s!

– ¡Yo quiero los de chocolate y almendra! -le recordé a mi madre.

– Son tuyos -me aseguró-. Ya sabes que solo me gustan los de crema… Hmm. Ninguna nota. Qué raro.

– Imagino que papá recordó cuánto te gustan -supuse, aunque el argumento era muy endeble. De alguna manera, el gesto no era nada típico de mi padre; parecía más bien un regalo impulsivo, ya que aún quedaban varios meses para el cumpleaños de mi madre y de todos modos no le hacía ningún regalo por ese motivo desde el divorcio. Un impulso muy agradable. Pero, como mi padre no hacía nada a impulsos, adopté una honesta cautela.

Mi madre le ofreció la caja a Robin, quien meneó la cabeza. Ella se sentó para dedicarse a la deliciosa tarea de escoger su primera pieza de Mrs. See’s. Era uno de nuestros pequeños rituales navideños favoritos y el clima primaveral enseguida se nos antojó extraño.

– Ha pasado tanto tiempo -musitó. Finalmente suspiró y se decidió por uno-. Aurora, ¿no es este uno de los que van rellenos de caramelo?

Observé el bombón en cuestión. Me senté a la vez que mi madre se levantaba, de modo que pude ver lo que a ella se le había escapado. Había un agujero en la base del bombón.

¿Sería un golpe en el envío?

De repente, me incliné hacia delante y saqué otro bombón de su envoltorio de papel. Era de nuez y estaba perfecto. Lancé un suspiro de alivio. Por si acaso, saqué otro relleno de crema. Ese también tenía un agujero en la base.

– Mamá, deja el bombón.

– ¿Era el que querías? -me preguntó con las cejas arqueadas.

– Que lo dejes.

Me hizo caso, pero no sin adoptar una mirada enfadada.

– Algo no encaja, mamá. Robin, mira. -Volqué el bombón que había dejado con el dedo.

Robin levantó el trozo de chocolate delicadamente con sus largos dedos y observó el fondo. Lo dejó y repitió el proceso con unos cuantos más. Mi madre estaba malhumorada y asustada.

– Esto es ridículo -dijo.

– No lo creo, señora Teagarden -repuso Robin finalmente-. Creo que alguien ha intentado envenenarla, y a Roe también.

Capítulo 6

Arthur vino a casa por motivos oficiales una segunda vez, y esta vez se trajo a otra detective, o quizá fue ella quien lo trajo a él consigo. Lynn Liggett era una detective de homicidios, y tan alta como Arthur, o sea que bastante más que la media femenina.

No puedo decir que me entrara el miedo justo entonces. Lo que me confundía era la etiqueta del remitente haciéndose pasar por mi padre; estaba indignada porque alguien hubiera intentado engañarnos para que nos comiésemos algo nocivo, pero estaba convencida de que, con la dificultad que entrañaba hacerse con un veneno, lo que habían metido en los bombones nos habría hecho pasar un mal rato, lejos de matarnos a mi madre y a mí.

Arthur parecía bastante fastidiado por todo el asunto y fue Lynn Liggett quien hizo las preguntas. Y más preguntas. Podía ver el alfiler de la solapa de mi madre moverse al ritmo de su respiración agitada. Cuando la detective Liggett metió la caja de bombones en una bolsa y se la llevó en el coche de Arthur, mamá se dirigió a mí en un susurro furioso:

– ¡Actúa como si los demás no tuviésemos una vida decente!

– No nos conoce, mamá -dije en tono conciliador, aunque, a decir verdad, yo también estaba un poco molesta con la detective Liggett. Preguntas como «¿Ha finalizado recientemente alguna relación con alguien que le podría guardar rencor, señora Teagarden?» o «Señorita Teagarden, ¿desde cuándo conoce al señor Crusoe?» tampoco me habían dejado un buen sabor de boca. Jamás había entendido por qué los ciudadanos decentes no colaboran con la policía; a fin de cuentas es su trabajo, no te conocen personalmente, deben tratar a todos los ciudadanos por igual y todo lo demás, ¿no?

Ahora lo comprendía. Jack Burns mirándome como si fuese un barbo que llevase un día muerto era una cosa, un incidente aislado, quizá. Tuve ganas de decirle: «Liggett, las relaciones románticas no tienen nada que ver con esto. ¡Hay un maníaco que le ha mandado el veneno a mi madre y me ha metido a mí en ello enviando la caja a mi dirección!», pero sabía que estaba obligada a formularnos esas preguntas y yo debía responderlas. Pero aun así no me gustaban un pelo.

Quizá no me habría molestado tanto si Lynn Liggett no hubiese sido una mujer.

No es que crea que las mujeres no pueden desempeñar las labores de detective, sin duda creía todo lo contrario y sabía que muchas de las que conozco serían excelentes profesionales del oficio; deberíais ver la mirada de algunas de mis compañeras bibliotecarias cuando siguen el rastro de un libro que no se ha devuelto dentro del plazo, no es broma.

Pero Lynn Liggett parecía estar evaluándome como mujer, como si percibiera en mí un fallo de base. Me miró desde arriba y me encontró mucho más baja. Supuse que, como la altura le debió de dar más de un quebradero de cabeza a la detective Liggett, asumió automáticamente que yo me sentía superior como mujer al ser más baja y, por lo tanto, «femenina». Como no podía competir conmigo en ese terreno, la detective decidió ser más dura, más suspicaz, una fría profesional. Una fuerte mujer fronteriza en contraste conmigo, la excesivamente emotiva, inútil y débil mujer florero del este.