– No te preocupes, saldrá natural -me aseguró Amina-. Tengo que dejarte. Están llamando al timbre. Llámame para decirme cómo ha ido, ¿de acuerdo? Lo único malo de Houston es que no estás aquí.
– Te echo de menos -dije.
– Sí, yo también, pero tengo que dejarte -contestó ella antes de colgar.
Y, tras un momento de descreimiento, supe que tenía razón. Su partida me había liberado del papel de la mejor amiga de la chica más popular, papel que requería de mí que no sacase todo mi partido porque ni siquiera así le podía hacer sombra a Amina. Siempre me tocaba el opaco papel de la intelectual.
Estaba sentada sopesando lo que Amina me había dicho cuando sonó el teléfono. Mi mano aún estaba posada encima del auricular. Di un respingo.
– Soy yo otra vez -me avisó Amina apresuradamente-. Escucha, Franklin me está esperando en el salón, pero te he venido a llamar desde el otro teléfono para decirte otra cosa. ¿Dijiste que Perry Allison estaba en ese club vuestro? Ten cuidado con Perry. Cuando éramos compañeros de universidad, coincidimos en muchos de los cursos de primero. Tenía unos cambios de humor muy bruscos. Cuando estaba sobreexcitado, me seguía por todas partes parloteando y luego se me quedaba mirando callado y malhumorado. La universidad acabó llamando a su madre.
– Pobre Sally -dije involuntariamente.
– Vino y lo metió en una institución especial, no solo por lo mío, sino porque se saltaba algunas clases y nadie quería compartir habitación con él por culpa de sus extrañas costumbres.
– Algo me dice que está repitiendo la tónica, Amina. Aún está en la biblioteca, pero Sally parece preocupada últimamente.
– Tú no lo pierdas de vista. Nunca le ha hecho daño a nadie, que yo sepa, pero sí ha puesto nervioso a más de uno. Si está relacionado con el asesinato, ¡ten mucho cuidado!
– Gracias, Amina.
– De nada. Hasta luego.
Y volvió a colgar para pasar un buen rato con Franklin.
Capítulo 7
El domingo amaneció cálido y lluvioso. Una brisa se coló por las vallas y acarició mis rosales. No hacía una mañana como para tomar el desayuno en el patio. Freí beicon y me comí un bollo mientras escuchaba la radio local. Los candidatos a la alcaldía respondían preguntas en la tertulia matutina. Las elecciones se presentaban más interesantes que la habitual victoria fácil de los demócratas, ya que no solo había un candidato republicano con alguna probabilidad, ¡sino que también había uno del Partido Comunista! Por supuesto, era la candidatura que estaba dirigiendo el bueno de Benjamin Greer. Pobre miserable de Benjamin si esperaba que la política, y concretamente el Partido Comunista, fuesen a suponerle la salvación. Por descontado, su candidato, Morrison Pettigrue, era un recién llegado, uno de los que habían huido de la gran ciudad sin querer alejarse demasiado de ella.
Al menos serían unas elecciones que unificarían Lawrenceton. Ninguno de los candidatos era negro, lo que siempre resultaba en una campaña tensa y dividida. El republicano y el demócrata atravesaban por uno de los momentos más importantes de sus vidas, lanzando respuestas cuerdas y sobrias a preguntas banales, y disfrutando en cierta medida de las feroces respuestas de Pettigrue, que a veces rayaban con la irracionalidad.
Pobrecillo, pensé con tristeza; no solo es comunista, sino también desagradable. Me molesté en mirar los carteles electorales de Pettigrue de regreso de la tienda de alimentación el día anterior. No decían nada de ningún Partido Comunista. Solo pedían la elección para Morrison Pettigrue, «la opción popular para la alcaldía», mostrándolo como un tipo moreno de gesto hosco que evidentemente había sufrido de un acné galopante.
Escuché mientras tomaba mi desayuno, pero acabé cambiando a una emisora de música country para lavar los platos. Las labores domésticas siempre van más deprisa cuando puedes cantar sobre «beber» y «engañar».
Hacía una mañana tan deliciosa que decidí ir a la iglesia. Lo hacía a menudo. A veces disfrutaba de ello y me sentía mejor por hacerlo, pero no sentía ninguna inclinación religiosa. Iba con la esperanza de desarrollarla, como quien se expone voluntariamente a una enfermedad contagiosa. Alguna vez incluso me puse sombrero y guantes, aunque rayaba con la parodia y ya no era tan fácil encontrar guantes. Ese día no hacía para ponerse sombrero y guantes; demasiado nublado y lluvioso, y tampoco me sentía con ganas de escenificar un papel que no era el mío.
Al acceder al aparcamiento de la iglesia presbiteriana, me pregunté si vería por allí a Melanie Clark, que también acudía de vez en cuando. ¿La habrían arrestado? Me costaba creer que la impasible Melanie corriese un riesgo serio de ser imputada por el asesinato de Mamie Wright. El único móvil que podía atribuírsele era que tuviese una aventura con Gerald Wright. Alguien…, un asesino, me recordé, le estaba gastando una horrible broma.
Entré en el edificio pensando en Dios y en Mamie. Me sentí fatal al pensar en lo que otro ser humano había sido capaz de hacerle a Mamie, pero tenía que afrontarlo. En vida, la emoción que había sentido por ella era de desprecio. Ahora, su alma -y creo que todos tenemos una- estaba ante Dios, como lo estaría la mía algún día. No me sentía con fuerzas para tales consideraciones, así que las enterré, no demasiado hondo, para rescatarlas cuando me sintiese menos vulnerable.
Salí de la iglesia conversando con la mayoría de la congregación por el camino. Todo lo que se comentaba era sobre Melanie y su apuro. Lo último que se sabía era que Melanie había tenido que pasar un buen rato en la comisaría, pero, gracias a la vehemente cuenta que había dado Bankston Waites de cada uno de sus movimientos en la noche del asesinato, se le había permitido volver a casa, exonerada (o eso se pensaba).
La propia Melanie era huérfana, pero la madre de Bankston era presbiteriana. Ese día, por supuesto, era el centro de atención de un absorto grupo congregado en las escaleras de la iglesia. La señora Waites tenía el pelo tan rubio y los ojos tan azules como su hijo, y generalmente era igual de flemática que él. Pero ese domingo era una mujer enfadada, y le importaba bien poco quién pudiera percatarse de ello. Estaba indignada con la policía por sospechar de la «dulce Melanie» por un solo instante. ¡Si esa pobre muchacha no era capaz de matar una mosca, mucho menos a una mujer! ¡Y los que habían sugerido que las cosas quizá no iban tan bien entre Melanie y la señora Wright! ¡Pero si ni siquiera una manada de caballos salvajes sería capaz de separar a Melanie de Bankston! Al menos ese hecho horrible había conseguido que Bankston verbalizase sus pensamientos. Él y Melanie se iban a casar en dos meses. No, no habían establecido una fecha, pero lo decidirían tarde o temprano, y Melanie pensaba ir a Millie’s Gifts esa misma semana para comprar unos juegos de plata y porcelana.
Era un momento triunfal para la señora Waites, que durante años había intentado casar a su hijo. Sus otros vástagos ya estaban colocados, y la aparente voluntad de Bankston de esperar a la llegada de la mujer adecuada en vez de salir a buscarla había llevado a la señora Waites al límite.
Tendría que ir a comprar un tenedor o una ensaladera. Había hecho miles de regalos similares con miles de patrones distintos. Suspiré esforzándome por no sentir autocompasión mientras conducía hacia casa de mi madre. Los domingos siempre almorzaba con ella, a menos que estuviese fuera, en una de las miles de convenciones inmobiliarias a las que solía asistir o enseñando casas.
Mi madre, que rara vez había pasado las mañanas de los domingos en casa, estaba de buen humor porque había vendido una casa de doscientos mil dólares el día anterior, después de salir de mi apartamento. Pocas mujeres reciben bombones envenenados, son interrogadas por la policía y venden propiedades caras en el mismo día.
– Estoy intentando que John me deje encargarme de la venta de su casa -me dijo por encima del asado.