– ¿Qué? ¿Por qué iba a venderla? Es preciosa.
– Su mujer murió hace ya varios años y todos los hijos ya se han ido de casa. Lo que menos necesita es una vivienda tan grande donde deambular -explicó mi madre.
– Pues tú te divorciaste hace doce años, tu hija se ha ido de casa y tampoco necesitas un sitio tan grande por el que merodear -señalé. Me preguntaba por qué mi madre se empeñaba en mantener esa casa con «cuatro dormitorios, de dos plantas de ladrillo visto, chimenea y tres cuartos de baño» en la que había crecido.
– Bueno, es posible que John encuentre pronto otro sitio donde vivir -contestó mi madre con un aire demasiado casual-. A lo mejor nos casamos.
¡Dios, todo el mundo pasaba por el altar!
Me rearmé como pude y adopté una actitud de felicidad por la suerte de mi madre. Me las arreglé para decir lo que se suele esperar en casos como ese, con sinceridad, y ella parecía contenta.
¿Qué demonios les iba a regalar?
– Como parece que John no quiere hablar de su implicación en Real Murders ahora mismo -me pidió mi madre de repente-, ¿por qué no me cuentas tú algo de ese club?
– John es un experto en Lizzie Borden -le expliqué-. Si quieres saber cuáles son sus mayores intereses, aparte del golf y de ti, es Lizzie. Deberías leer A Private Disgrace, de Victoria Lincoln. Es uno de los mejores libros sobre el caso Borden que haya leído nunca.
– Eh…, Aurora…, ¿quién era Lizzie Borden?
Me quedé con la boca abierta.
– Eso es como preguntarle a un aficionado al béisbol quién era Mickey Mantle -dije finalmente-. No sabía que alguien pudiese no saber quién era Lizzie Borden. Tú pregúntaselo a John y te dejará la oreja frita. Pero le hará ilusión que hayas leído los libros antes.
Mi madre apuntó el título en su cuadernillo. Iba muy en serio con John Queensland, tenía muy claro lo del matrimonio. Yo no era capaz de decidir qué sentía; solo tenía claro cómo debía hacerlo. Al menos la interpretación hizo feliz a mi madre.
– En serio, Aurora, quiero que me hables del club en general, aunque me gustaría comentar los intereses particulares de John inteligentemente, por supuesto. Ahora que vosotros dos estáis relacionados con ese horrible asesinato y que a las dos nos han enviado los bombones, quiero conocer el trasfondo de esos asesinatos.
– Mamá, no recuerdo cuándo se estableció Real Murders. Hará unos tres años, supongo. Hubo una firma de libros en Thy Sting, la tienda de libros de misterio de la ciudad. Todos los que ahora estamos en el club fuimos al evento, que se celebraba a propósito de un libro basado en un asesinato auténtico. Fue una coincidencia de lo más curiosa, todos allí presentes, de Lawrenceton e interesados en las mismas cosas. Así que decidimos llamarnos entre nosotros para organizar alguna cosa en común en nuestra propia ciudad. Decidimos celebrar una reunión mensual, y el formato fue evolucionando con el tiempo: una lectura y debate sobre un asesinato auténtico la mayoría de las veces y asuntos relacionados, otras. -Me encogí de hombros. Empezaba a cansarme de explicar lo que era Real Murders. Esperaba que mi madre cambiase de tema, como siempre había hecho anteriormente cada vez que intentaba hablar de mi interés en el club.
– Antes me comentaste que creías que el asesinato de Mamie Wright era una imitación de otro real -insistió, sin embargo-. Y dijiste también que Jane Engle está convencida de que los bombones que nos mandaron fueron otra imitación. ¿Lo está cotejando?
Asentí.
– Corres peligro -dijo mi madre con un hilo de voz-. Quiero que abandones Lawrenceton hasta que pase todo esto. No te salpicará todo esto, como a la pobre Melanie con todo ese embrollo del bolso escondido en su coche, si estás fuera de la ciudad.
– Eso sería genial, mamá, pero da la casualidad de que tengo un trabajo. ¿Se supone que debería ir a mi jefe y decirle que mi madre teme que me pueda pasar algo, y que por ello tengo que salir de la ciudad durante un periodo indefinido? ¿Que el señor Clerrick me reserve la plaza?
– ¿Es que no tienes miedo? -me preguntó, furiosa.
– ¡Claro que sí! ¡Si hubieses visto de lo que es capaz el asesino, si hubieses visto la cabeza de Mamie Wright, o lo que quedaba de ella, tú también lo tendrías! Pero ¡no puedo irme! ¡Tengo una vida!
Mi madre no dijo nada, pero su respuesta natural, manifestada por sus increíbles cejas, era: «¿Desde cuándo?».
Volví a casa con un plato lleno de sobras para cenar, como de costumbre, y decidí pasar un final de domingo lleno de autocompasión. Las tardes de domingo son ideales para eso. Me quité mi bonito vestido (diga lo que diga Amina, tengo ropa muy bonita y favorecedora) y me puse lo más cómodo e informal que encontré. Me quité el maquillaje y me revolví el pelo.
Lo que más odiaba era limpiar las ventanas, así que decidí que era el día perfecto para hacerlo. El cielo se había despejado un poco y ya no esperaba que lloviese, así que me armé con toda la parafernalia de limpieza de ventanas y me puse con las de abajo, rociando con un producto de limpieza y frotando de mala gana para luego repetir todo el proceso. Llevaba conmigo mi escabel, con el que apenas llegaba a lo más alto de los cristales. Cuando estuvieron brillantes, subí a paso lento las escaleras, paño y botella de limpiador en mano, y seguí la tarea en el cuarto de invitados. Desde allí se dominaba el aparcamiento. Tenía una inmejorable vista de la pareja de ancianos de la casa de al lado, los Crandall, que volvían de su paseo dominical. Quizá habían ido a comer a casa de alguno de sus hijos casados. Tenían varios hijos en la ciudad, y recordaba a Teentsy Crandall mencionar que también tenían al menos ocho nietos. Teentsy y su marido, Jed, reían juntos y él le daba palmadas en el hombro mientras abría la verja. Tan pronto como entraron en la casa, el coche azul de Bankston penetró en su parcela y de él salieron Bankston y Melanie cogidos de la mano. Hasta para mí, que no era ninguna experta en la materia, me resultaba evidente que no veían la hora de cerrar la puerta de casa tras de sí.
Algo inigualable como broche final a una tarde de autocompasión. ¿Cuáles eran mis expectativas inmediatas?, me pregunté retóricamente. «Sesenta minutos», y puse a calentar las sobras de asado.
Decidí aceptar el consejo de Amina. Iría a la tienda de su madre a las diez de la mañana, en cuanto abriese. Con un poco de suerte y mi tarjeta de crédito, estaría lista para mi viaje a la gran ciudad para comer con Robin Crusoe.
Al final decidí que, después de todo, sí que podía invertir el resto de la tarde en algo útil. Cogí mi agenda de números y empecé a hacer llamadas.
Capítulo 8
A las ocho ya estaban todos allí. Mi casa estaba atestada. Jane, Gerald y Sally ocupaban los mejores asientos, mientras que los demás estaban en unas sillas del comedor pequeño o sentados en el suelo, como los tortolitos de Melanie y Bankston. Decidí no llamar a Robin, ya que solo había estado en Real Murders una vez; y qué vez. LeMaster Cane estaba sentado alejado de los demás, no hablaba con nadie y su expresión era deliberadamente neutra. Gifford se había traído a Reynaldo y los dos estaban hechos un ovillo con la espalda apoyada en la pared irradiando un aire hosco. Gerald aún parecía afectado, su rostro redondeado algo tenso. Benjamin Greer intentaba entablar amistad con Perry Allison, que sonreía abiertamente. Sally procuraba no mirar a su hijo al tiempo que mantenía una conversación esporádica con Arthur, que mostraba un aspecto agotado. La cabeza pálida de John estaba inclinada hacia Jane, quien hablaba en voz baja.
Incluso en aquellas circunstancias, me sentí tentada de levantarme y decir: «Supongo que os preguntaréis por qué os he pedido que vinierais», pero me faltó el valor. Además, ellos ya lo sabían.
Di por hecho que John tomaría la batuta, ya que era nuestro presidente. Pero se limitó a mirarme con expectación, y me di cuenta de que me correspondía a mí arrancar la reunión.