– ¡Roe, lo siento! Creí que me habías oído llegar.
Negué con la cabeza. Procuré no apoyarme en el carro con demasiada obviedad.
– ¿Cordelia qué? -conseguí articular finalmente.
– Botkin. Es lo que más se le acerca. En realidad no encaja del todo, pero sí lo suficiente. Fue tan chapucero que creo que resultó de la improvisación. O puede incluso que debiera ocurrir antes de la muerte de Mamie Wright.
– Puede que tengas razón, Jane. La caja de bombones tardó seis días en llegar y la enviaron desde la capital, así que quienquiera que lo hizo pensó que llegaría al cabo de dos o tres días.
Miré alrededor para comprobar que no había nadie escuchando. Lillian Schmidt, otra bibliotecaria, estaba colocando libros varias estanterías más allá, pero no lo bastante cerca como para poder escucharnos.
– ¿Y cómo encaja, Jane?
Jane abrió la libreta que siempre parecía acompañarla.
– Cordelia Botkin vivía en San Francisco. Fue la amante de John Dunning, jefe de departamento de Associated Press. Él había dejado a su mujer en… -Jane repasó sus notas- Dover, Delaware. Botkin escribió a la mujer varias cartas anónimas antes. ¿Recibió tu madre alguna?
Asentí. Con un labio superior más rígido que el mármol, mi madre le había contado a Lynn Liggett algo que jamás pensó que sería lo bastante significativo como para decírmelo a mí: había recibido una larga, incomprensible y desagradable nota anónima en el buzón pocos días antes de que llegasen los bombones. Pensó que el episodio era tan desagradable e irrelevante que no quería «molestarme» con ello. La tiró a la basura, por supuesto, pero la habían escrito a máquina.
Estaba dispuesta a apostar a que la habían escrito con la misma máquina que se utilizó para escribir la dirección de envío de los bombones.
– En fin -dijo Jane después de repasar de nuevo sus notas-, Cordelia decidió finalmente que Dunning iba a volver con su mujer, así que envenenó algunos bombones y se los mandó a la señora. Ella y una amiga suya murieron.
– Murieron -repetí lentamente.
Jane asintió, manteniendo la mirada discretamente en sus notas.
– Tu padre sigue en el sector de la prensa, ¿no es así, Roe?
– Sí, pero no es periodista, sino que está en el departamento de publicidad.
– Y está viviendo con su nueva esposa, que podría representar a la «otra mujer».
– Bueno, sí.
– Entonces es evidente que el asesino vio una similitud remota y aprovechó la oportunidad.
– ¿Le has contado algo de esto a Arthur Smith?
– Pensé que debería hacerlo -dijo Jane con un amplio gesto de asentimiento.
– ¿Y qué ha dicho? -pregunté.
– Quiso saber de qué libro saqué la información, lo apuntó, me dio las gracias, diría que algo abrumado, y se despidió. Tengo la impresión de que ha tenido dificultades para convencer a sus superiores de la relevancia de estos asesinatos. ¿Sabes ya lo que había en los bombones?
– No, se llevaron la caja al laboratorio estatal para analizarla. Arthur nos advirtió que algunas de las pruebas llevan su tiempo.
Lillian estaba cada vez más cerca y parecía sentir curiosidad, algo crónico en ella. Pero lo cierto era que últimamente todos mis compañeros sentían un interés extraordinario hacia mí. Una tranquila bibliotecaria encuentra un cadáver una noche de viernes cuando se reúne en un club de lo más extraño, recibe una caja de bombones alterados el sábado y aparece vestida con ropa completamente nueva e inusual el lunes, para mantener una conversación susurrada con una mujer nerviosa al día siguiente.
– Será mejor que me vaya. Te estoy entreteniendo -murmuró Jane. Conocía bastante bien a Lillian-. Pero es que me emocioné tanto al descubrir el patrón que no pude evitar venir corriendo a contártelo. Por otro lado, es evidente que la muerte de ese comunista fue una imitación del asesinato de Marat. ¡Pobre Benjamin Greer! Las noticias dicen que él encontró el cuerpo.
– Jane, te agradezco la labor de investigación -le susurré de vuelta-. La semana que viene te invito a almorzar en agradecimiento. -Lo último de lo que me apetecía hablar era del asesinato de Morrison Pettigrue.
– Oh, por Dios, no es necesario. Me has dado algo con lo que entretenerme. Hacer sustituciones en la escuela y aquí es divertido, pero nada en comparación con identificar el patrón de un asesinato. Aun así, sospecho que tendré que buscarme una afición nueva. Todas esas muertes, ese miedo. Empieza a ser demasiado para mí. -Y Jane suspiró, aunque no estaba muy segura de si se debía a las muertes de Mamie Wright y Morrison Pettigrue o porque tendría que buscarse una afición nueva.
Me encontraba en la segunda planta de la biblioteca, que es una amplia galería que se extiende por tres paredes y domina la planta baja, donde están los libros infantiles, las publicaciones periódicas y el mostrador de préstamo. Estaba observando a Jane dirigirse hacia la puerta de salida y pensando en Cordelia Botkin cuando me percaté de que otra persona abandonaba el edificio. Era la detective Lynn Liggett. El director de la biblioteca, Sam Clerrick, la acompañaba hasta la puerta. Fue una desagradable sorpresa para mí. Solo podía imaginar que había estado allí para hacer preguntas sobre mí. ¿Sería para conocer mis horarios? ¿Querría saber más sobre mi personalidad? ¿Cuánto había trabajado el día del asesinato?
Llena de incómodas dudas, doblé la esquina de la siguiente fila de estanterías. Reanudé la colocación de libros con el piloto automático puesto, incapaz de dejar de pensar en la visita de la detective Liggett. Sam Clerrick no tenía nada malo que contarle acerca de mí, razoné. Era una empleada muy meticulosa. Siempre era puntual y casi nunca me ponía enferma. Nunca me había enfrentado con ningún cliente, por muy tentada que me hubiese sentido, especialmente a los padres que dejaban a sus hijos en la biblioteca durante el verano con instrucciones de pasárselo bien durante un par de horas mientras mamá y papá se iban de compras.
Entonces ¿de qué me preocupaba? Me solté un sermón. Me afectaba demasiado formar parte de una investigación criminal. Era prácticamente mi deber cívico no molestarme por ser objeto del escrutinio policial.
Me pregunté si existía una posibilidad razonable de considerarme sospechosa del asesinato de Mamie. Pude haberlo hecho, claro que sí. Había estado en casa sin testigos de ello durante más de una hora antes de salir hacia la reunión. Quizá alguno de los vecinos podría declarar que mi coche estaba en su sitio habitual, aunque eso no constituiría una prueba concluyente. Es de suponer que si hubiese encontrado un lugar donde se vendiesen los bombones Mrs. See’s, pude habérmelos enviado a mí misma. Pude haber escrito la dirección con una de las máquinas de escribir de la biblioteca. ¡A lo mejor la detective Liggett había tomado muestras de todas las que teníamos! Aunque, si alguna de ellas encajaba, eso no demostraría que yo hubiese escrito nada. Y si no encajaba ninguna, pude haber usado otra… Quizá la del despacho de mi madre.
Pero el asesinato de Morrison Pettigrue era un asunto completamente distinto. Jamás lo conocí, y desde luego que nunca podría hacerlo. Ni siquiera sabía dónde vivía hasta que me lo dijo otra bibliotecaria, pero, bien pensado, eran estas cosas lo que no podía demostrar. La ignorancia es algo muy difícil de demostrar. Además, si lo asesinaron a última hora del domingo, tras la infructuosa última reunión de Real Murders, no tenía ninguna coartada. Me había quedado sola, en casa, compadeciéndome de mí misma.
Aun así, si por algún milagro se demostrase que el asesinato tuvo lugar en las horas que estuvimos reunidos, ¡todos estaríamos libres de sospecha! Sería demasiado bueno para ser verdad.
Estaba tan ocupada tratando de imaginar todos los pros y los contras de arrestarme que me di de bruces con Sally Allison. Estaba mirando los libros de costura, que abundaban en nuestra biblioteca. Lawrenceton era como una capital del bordado.