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– Dios mío -dijo Lillian de manera triunfal mientras se inclinaba para recogerlo-. ¿Qué mosca te ha picado, eh?

Mis labios pronunciaron otra cosa aparte de «demonios», pero no lo articulé con la voz.

Solía disfrutar de mis turnos de recepción. Tenía que estar en el gran escritorio del lateral de la entrada. Respondía a las preguntas y recibía los libros, cobraba la tarifa si los devolvían pasado el plazo, les volvía a colocar la respectiva tarjeta y los depositaba en los carros para luego volver a colocarlos en sus respectivas estanterías. También administraba la salida de los volúmenes de la biblioteca. Y si el trabajo se acumulaba, me ponían un ayudante.

Hoy era un día tranquilo, y menos mal, porque mi mente no se centraba en el trabajo y discurría por sus propios caminos. Qué cerca había estado mi madre de comerse ese bombón. Cómo me había mirado la cara de Mamie desde esa posición imposible, de espaldas. Cómo me alegraba de no haber visto la parte delantera. Cómo la importancia de ser el descubridor de un cadáver le había dado a Benjamin un nuevo pretexto para la vida tras la muerte de sus ambiciones políticas. Cómo me alegraba de salir con Robin esa noche. Cómo me gustaban los ojos azules de Arthur Smith.

Arranqué mis pensamientos de ese torrente agridulce y me dispuse a intercambiar una conversación banal con el voluntario que compartía puesto conmigo en el mostrador: Arnie, el padre de Lizanne Buckley, un jubilado de pelo blanco y sesenta y seis años a la espalda y una mente como una correa de acero. Una vez que el señor Buckley se interesaba en un tema, leía todo lo que podía encontrar sobre el mismo y no olvidaba apenas nada. Cuando daba por concluido su interés, lo hacía del todo, pero se convertía en una especie de autoridad en ello. En esa tranquila y cálida tarde, el señor Buckley confesó que empezaba a tener dificultades para encontrar otro tema en el que interesarse. Le pregunté cómo daba con ellos en otras ocasiones y él me respondió que surgían de forma casual.

– Por ejemplo, cuando veo una abeja sobre mis rosas. Entonces me digo: «¡Caramba! ¿No es esa abeja más pequeña que la que sobrevuela la otra rosa? ¿Serán de la misma especie? ¿Acaso esta especie solo recoge polen de las rosas? ¿Cómo es que no crecen más rosas en estado salvaje si las abejas transportan el polen?». Así que me da por leer sobre abejas, y puede que sobre rosas también. Pero últimamente, no sé, no parece surgir nada.

Simpaticé con su perspectiva y le dije que, ahora que empezaba a mejorar el tiempo y podría dar más paseos, los temas no tardarían en aflorar.

– A la vista de lo que ha estado pasando en esta ciudad últimamente -comentó el señor Buckley-, he pensado que podría ser interesante investigar sobre asesinatos.

Le lancé una mirada afilada, pero vi que no se refería a la relación de los socios de Real Murders en una serie de crímenes.

– No es mala idea -dije al cabo de un rato.

– Pero se han llevado todos los libros -comentó.

– ¿Qué?

– Se han llevado casi toda la bibliografía sobre asesinos y asesinatos -explicó pacientemente.

Bien pensado, tampoco era muy de extrañar. Todos los socios de Real Murders -bueno, los antiguos miembros- sin duda se estaban preparando para lo que quiera que pudiese ocurrir.

Pero cabía la posibilidad de que alguien estuviese preparando el terreno para que eso mismo ocurriese precisamente.

Era enfermizo. Pensé en ello un momento y luego tuve que apartar mis ideas. No alcanzaba a visualizar, no me atrevía, a algún conocido mío hurgando en esos libros en busca de ese viejo asesinato para realizar su siguiente imitación, su retorcida recreación en el cuerpo de alguno de sus conocidos.

Perry se acercó al mostrador para relevarme y que pudiera asistir a la reunión, que se me antojaba tan irrelevante que casi cogí mi jersey y salí por la puerta principal. Además, tenía una cita esa noche. De repente, mis expectativas por esa cita se disolvieron. Al menos parte de mi bajón podía atribuirse a Perry; definitivamente se encontraba en una de sus fases de angustia. Sus labios estaban apretados en una línea hosca, y esto redoblada la profundidad de sus arrugas buconasales.

De repente sentí lástima por Perry, y le dije:

– Eh, nos vemos luego. -Lo hice con el tono más amable que pude sacar mientras pasaba junto a él de camino a la sala de conferencias. Lo lamenté cuando él sonrió de vuelta. Ojalá hubiese mantenido la seriedad. Su sonrisa era depravada y engañosa como la de un tiburón. Podía imaginarlo como el fantoche victoriano de Neal Cream, que daba píldoras envenenadas a las prostitutas y se quedaba mirando, deseando ver cómo se las tragaban.

– Ve a la reunión -dijo con voz desagradable.

Me fui aliviada al tiempo que Arnie Buckley emprendía la batalla perdida de mantener una conversación con Perry.

Sin ningún entusiasmo, me dejé caer sobre una horrible silla metálica de la sala de conferencias de la biblioteca y escuché las novedades que ya conocía. El señor Clerrick, con su habitual eficiencia y falta de conocimiento sobre la especie humana, ya había preparado los nuevos cuadrantes de horarios y los estaba distribuyendo, en vez de dar a todos la oportunidad de digerir y debatir el nuevo horario.

Me tocaba el jueves, de seis a nueve, con el señor Buckley apuntado provisionalmente como voluntario. A los voluntarios aún no les habían preguntado individualmente si estaban dispuestos a trabajar por las noches, si bien su presidente había accedido, al menos en principio. El señor Clerrick iba a poner un anuncio en el periódico para compartir con la clientela las emocionantes noticias (de hecho, esas fueron sus palabras).

– ¿Vas a salir con nuestro nuevo escritor residente esta noche? -preguntó Perry con tono sedoso cuando regresé al mostrador.

Me pilló por sorpresa; por una vez, tenía la mente muy centrada en el trabajo.

– Sí -dije llanamente, sin pensarlo-. ¿Por qué?

Había dejado entrever mi desagrado; un error. Tenía que haber mantenido la superficie amistosa.

– Oh, por nada -contestó Perry alegremente, pero empezó a sonreír, una sonrisa tan falsa y desagradable que, por primera vez, me hizo sentir un poco de miedo.

– Ya me encargo yo del mostrador -le dije-. Puedes volver a tu trabajo. -No sonreí y mantuve la voz plana; ya era demasiado tarde para disimulos. Por un terrible instante, pensé que no se iría nunca, que la terrible lobreguez que proyectaba la mente de Perry lo volvía tan imprudente como para mantener juntos los retazos superficiales de su vida.

– Hasta luego -se despidió Perry tras borrar completamente su sonrisa.

Observé cómo se marchaba con piel de gallina.

– ¿Te ha dicho algo desagradable, Roe? -me preguntó el señor Buckley. Tenía todo el aspecto belicoso que un anciano de pelo blanco podría desplegar.

– No, la verdad. Es cómo lo ha dicho -repuse, deseosa de ser sincera, pero procurando no alterar al padre de Lizanne.

– Ese chico tiene una mente venenosa -declaró el señor Buckley.

– Es verdad. Bueno, hablando de los nuevos horarios…

No tardamos en volver a ocuparnos y las cosas volvieron a su cauce, al menos en la superficie; pero estaba más convencida que nunca de que la mente de Perry Allison era retorcida como una serpiente y que las frecuentes visitas de su madre a la biblioteca eran mecanismos de control. Sally Allison era consciente de las serpientes que poblaban su mente y temía que pudieran colarse por los crecientes huecos del estado mental de Perry.

El señor Buckley y yo estuvimos muy ocupados hasta la hora del cierre, atendiendo a un aluvión de clientes de todas las edades, que venían a hacer trabajos escolares o a devolver libros después del trabajo. Tanto trabajo me devolvió a mi ser, como si tener un objetivo a corto plazo me sirviese de bálsamo.

Arthur Smith me estaba esperando junto a mi coche. Tenía tanta prisa por llegar a casa y prepararme que no pude evitar lamentar verlo allí delante en un primer momento.