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Esa noche llovió. Me despertaron las gotas que no dejaban de repiquetear en la ventana. Veía los destellos de los relámpagos filtrarse a través de las cortinas.

Bajé las escaleras y comprobé que estaban los cerrojos echados. Escuché y solo oí la lluvia. Miré por las ventanas y solo vi lluvia. Frente a la casa, donde estaba la farola, vi cómo el agua discurría rápidamente por la leve pendiente de la calle hasta el desagüe del otro extremo de la manzana. Nada más se movía.

Capítulo 11

Levantarme para ir al trabajo la mañana siguiente no fue tarea fácil. Me sorprendí tarareando en la ducha y me puse más sombra en los ojos de lo habitual, pero la falda vaquera, la blusa a rayas y el pelo recogido me sentaron como un uniforme reconfortante. Lillian y yo nos pasamos toda la mañana enmendando libros en un cuarto sin ventanas. Conseguimos que fuese llevadero intercambiando recetas o debatiendo sobre la proeza académica de su criatura de siete años. Si bien mi parte de la conversación se limitó a varias exclamaciones de aprobación y admiración en los momentos apropiados, no me vino mal. Puede que un día tuviera mis propios hijos, ¿quizá unos rubios regordetes? ¿O gigantes narigudos con el pelo de fuego? Y seguramente le diría a todo el que se me cruzase lo maravillosos que eran.

Me agradó levantarme de la mesa de trabajo y estirarme antes de irme a casa para almorzar. Me había costado tanto levantarme y había tomado un desayuno tan frugal que tenía mucha hambre e intentaba visualizar el contenido de mi nevera mientras giraba la llave de la cerradura de casa. No me sobresaltó escuchar una voz procedente de mis espaldas, sino que me fastidió el no poder hincarle el diente a algo inmediatamente.

– ¡Roe! ¡Teentsy dijo que estarías a punto de volver! Oye, tenemos un problemilla en casa -decía el viejo señor Crandall.

Me volví, resignada a posponer mi almuerzo.

– ¿Y qué problemilla es ese, señor Crandall?

El hombre no era elocuente para nada, a excepción de las armas, así que acabé por comprender que, si quería enterarme del problema que tenía Teentsy con la lavadora, tendría que acompañarlo.

No era justo que me sintiese utilizada según la conveniencia de los demás; al fin y al cabo era mi deber. Pero llevaba la mañana deseando irme a comer sin la voz de Lillian martilleándome los oídos. Además, al ser miércoles, debía de haber un nuevo ejemplar del Times en mi buzón. Suspiré en silencio y crucé el pequeño patio a la zaga del señor Crandall.

La lavadora y la secadora de los Crandall se encontraban en el sótano, por supuesto, como ocurría en las cuatro viviendas adosadas. Se llegaba mediante un empinado tramo de escaleras rectas, abierto al vacío por un lado de no ser por el discreto pasamano. Bajé las escaleras con Teentsy justo detrás relatándome la catástrofe de la lavadora con precisión milimétrica. Al llegar abajo, vi que se había formado un charco de agua. Me invadió una profunda desazón. Supe en ese momento que tendría que pasar mi hora del almuerzo buscando un fontanero.

A pesar de que tenía todas las probabilidades en contra, di con uno a la primera llamada. Los Crandall contemplaban admirados cómo arreglaba una cita para que Ace Plumbing les hiciese una visita en la siguiente hora. Como Ace era una de las empresas de fontanería que mi madre empleaba para todos los trabajos de sus propiedades, quizá no fuera tan extraña su buena disposición, pero conseguir que se pasaran inmediatamente, ¡eso sí que era asombroso! Cuando colgué el teléfono y vi cómo Teentsy ponía ante mí un filete acompañado de patatas y judías verdes, vi el lado alegre de ser la administradora de la propiedad.

– Oh, no es necesario -dije sin mucha convicción, pero cedí. Las calorías y el colesterol no contaban en la cocina de Teentsy, así que sus platos eran absolutamente deliciosos, sazonados con ese plus de culpabilidad.

Teentsy y Jed Crandall parecían encantados por contar con una visita. Menuda pareja, ella con su abundante pecho, voz infantil y rizos canosos, y Jed con su expresión dura como una piedra.

Mientras comía, Teentsy se puso a garrapiñar un dulce y el señor Crandall (no era capaz de llamarlo Jed) hablaba de la granja que había vendido el año anterior y lo acertado que había sido para ellos vivir en la ciudad, a tiro de piedra de todos sus médicos, allegados y nietos. Aunque no parecía muy convencido, y pude notar que se moría por tener algo que hacer.

– Vaya muchacho apuesto el que te acompañaba la otra noche -dijo Teentsy pícaramente-. ¿Os lo pasasteis bien?

Estaba dispuesta a apostar que Teentsy sabía exactamente a qué hora me trajo Robin a casa.

– Oh, sí, muy bien -contesté con tono evasivo. Paseé la mirada por su cocina-comedor. El mío estaba forrado de libros, mientras que el de los Crandall, con pistolas. Yo prácticamente no sabía nada de armas y me alegraba fervientemente de que así fuera, pero hasta yo sabía que eran de diferentes tipos y épocas. Empecé a preguntarme por su valor y enseguida me vi preocupándome por la cobertura del seguro de mi madre sobre artículos de ese tipo. ¿De quién sería la responsabilidad en caso de robo, por ejemplo? Aunque el ladrón que estuviese dispuesto a robarle a Jed Crandall tendría que estar hecho de una pasta muy dura.

Y pensando en riesgos y seguridad en general, mis pensamientos fueron derivando en otra dirección. Observé la puerta trasera de los Crandall. Habían añadido dos cerrojos extra.

Posé el tenedor sobre la mesa.

– Señor Jed, tenemos que hablar de esos cerrojos nuevos -dije amablemente.

Efectivamente, había leído el contrato de alquiler con mucho cuidado. Su dura expresión entrada en años adquirió un tono avergonzado al instante.

– Oh, Jed -le riñó Teentsy-. Te dije que tenías que hablar con Roe de esos cerrojos.

– Bien, Roe -dijo su marido-, ya ves que esta colección de armas necesita más protección de la que puede dar un solo cerrojo en la puerta de atrás.

– Entiendo cómo te sientes e incluso estoy de acuerdo -respondí con tacto-, pero sabes que, si decides poner más cerrojos, tienes que darme la llave. Y si decides mudarte, sabes que los cerrojos se quedan con las llaves. Por supuesto, espero que eso nunca ocurra, pero deberías darme las llaves ahora.

Mientras el señor Crandall refunfuñaba algo sobre que la casa de un hombre es su castillo y que eso iba en contra de darle las llaves a otra persona -incluida una chica tan maja como yo-, Teentsy se levantó y se puso a hurgar en uno de los armarios de la cocina. Encontró enseguida un puñado de llaves y se puso a repasarlas con preocupación.

– Siempre me digo que tengo que repasar estas llaves y tirar las viejas que ya no necesitamos, y como estamos jubilados no debería faltarme el tiempo, pero aún no me he puesto -me explicó-. Bien, seguro que estas dos son las copias de los cerrojos nuevos… Toma, Jed, pruébalas para asegurarnos.

Mientras su marido las probaba en los cerrojos, ella recorrió el manojo con dedos impotentes.

– Esta parece la llave de esa vieja camioneta. Esta no sé de qué es… Ya sabes, Roe, ahora que lo pienso, una de estas es de ese apartamento de al lado que tiene alquilado ahora el señor Waites. Seguro que te acuerdas de Edith Warnstein, la anterior inquilina. Nos dio una copia porque decía que siempre se le olvidaban las llaves cuando salía y tú estabas en el trabajo.

– Bueno, tráemela cuando la encuentres, no hay prisa -dije. El señor Crandall me entregó las copias, que resultaron ser buenas, y agradecí a Teentsy el maravilloso almuerzo, sintiéndome un poco culpable por «invadir su castillo» después de que me dieran de comer. A veces es muy duro ser tan concienzuda. Me sentí mucho mejor al comprobar que mi partida coincidía con la llegada del fontanero. A juzgar únicamente por su aspecto -barba de dos días, un pañuelo de colores vivos cubriendo unos rizos de pelo negro y mono de mecánico Day-Glo-, yo no le habría confiado mi lavadora, pero llevaba su maleta de herramientas con tanta seguridad, y tuvo el gesto de apuntar concienzudamente los gastos a la cuenta de mi madre, que me fui sintiendo que había hecho un buen servicio.