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Casi choco literalmente con Bankston cuando salía del patio de los Crandall. Llevaba su bolsa de golf y parecía recién duchado. Saltaba a la vista que había estado haciendo unos hoyos en el club de campo. Pareció sorprenderse al verme.

– ¿Problemas de fontanería con los Crandall? -preguntó, indicando con la cabeza la furgoneta del fontanero.

– Sí -dije distraídamente tras echar un vistazo al reloj-. ¿Tu lavadora secadora funciona bien?

– Oh, claro. Oye, ¿cómo llevas los problemas de los últimos días?

Bankston intentaba ser amable, pero yo no tenía ni el tiempo ni las ganas de charlar.

– Bastante bien, gracias. Me he alegrado cuando supe que Melanie y tú os casáis -añadí, recordando que le debía un poco de cortesía-. No tuve la oportunidad de decirte nada la otra noche, cuando nos reunimos en mi casa. Enhorabuena.

– Gracias, Roe -dijo con su típica actitud intencionada-. Tuvimos la suerte de llegar a conocernos de verdad. -Sus ojos azules lanzaban destellos, y tenía claro que eran el reflejo de los fuertes sentimientos de Melanie. Estaba un poco celosa, a decir verdad, y la peor parte de mí misma se preguntaba qué era lo que tenían que llegar a «conocer de verdad» mutuamente dos personas tan apáticas. Se hacía tarde.

– Enhorabuena -repetí alegremente, y el sentimiento era sincero en su mayor parte-. Tengo un poco de prisa.

Corrí a mi casa para dejar las llaves de los Crandall en mi llavero «oficial» y, a pesar de que me quedaba poco tiempo para llegar a la biblioteca, me tomé un instante para etiquetarlas.

Llegaría tarde de todos modos.

Conduje hacia el norte por Parson Road, de regreso a la biblioteca. La casa de los Buckley me pillaba de camino, a la izquierda.

Por pura coincidencia, Lizanne salía por la puerta justo cuando pasaba yo por delante con mi coche. Yo miraba a la izquierda para admirar las flores que decoraban el jardín delantero de la familia. En ese momento se abrió la puerta y una figura salió trastabillando. Supe que era Lizanne por el color de su pelo y la silueta, además de que era la casa de sus padres. Pero nada en su postura o actitud delataba a la Lizanne que yo conocía. Se desplomó en el umbral de la puerta, aferrándose como podía a la barandilla de hierro forjado negro que descendía junto a los peldaños de ladrillo rojo.

Que Dios me perdone, pero una mitad de mi ser deseaba seguir conduciendo para llegar al trabajo, víctima de la ignorancia del momento, pero la otra mitad que pensaba que una amiga podía necesitar ayuda era la que controlaba el coche. Aparqué el coche enfrente y crucé la calle y el césped temiendo llegar hasta ella y descubrir por qué tenía el rostro contorsionado y tenía las medias manchadas, especialmente a la altura de las rodillas.

Ni se dio cuenta de mi presencia. Sus largos dedos, con las uñas delicadamente arregladas, se aferraban a su falda y el aire entraba y salía de sus pulmones produciendo un terrible sonido. Tenía la cara manchada de lágrimas, aunque ya no lloraba. A tenor del olor, había vomitado recientemente. Su lánguida, dulce y casual belleza se había evaporado.

La rodeé con el brazo y traté de olvidar el amargo olor, pero mi estómago también empezó a revolverse. El delicioso almuerzo de los Crandall amenazaba con deshacer camino. Cerré los ojos un instante. Cuando los abrí, ella me estaba mirando, los dedos tensos como garras.

– Los han matado, Roe -dijo con una terrible claridad-. Papá y mamá están muertos. Me arrodillé para asegurarme y tengo la ropa manchada de la sangre de papá.

Guardó silencio y perdió la mirada en su falda. A sabiendas de mi impotencia en esa espantosa situación, dejé que mis pensamientos derivasen hacia lo que de verdad se me daba bien: hallar el patrón, el terrible e impersonal patrón en el que alguien estaba intentando encajar a las víctimas por la fuerza. En esta ocasión teníamos a Lizanne, un padre y una madrastra muertos de forma sangrienta y a plena luz del día.

Me preguntaba dónde estaría el hacha.

– Acababa de entrar por la puerta de atrás para almorzar con ellos, como todos los días -dijo de repente-. Cuando cerré la puerta y no respondían, abrí la delantera. Toma, esta es la única llave que tengo. Ellos…, había sangre por todas las paredes.

– ¿Las paredes? -murmuré estúpidamente, inconsciente de lo que iba a decir hasta que hubo salido por mi boca.

– Sí -dijo seriamente, defendiendo una horrible verdad-. Las paredes. Papá está en el sofá, Roe, el que usa para ver la televisión, y está, está… Y mamá está arriba, en el cuarto de invitados, en el suelo, junto a la cama.

La estreché con todas mis fuerzas y ella se arrebujó en mí.

– No debí verlos así -susurró.

– No.

Y luego se sumergió en otro silencio.

Tenía que llamar a la policía.

Me incorporé como una anciana (me sentía como una anciana). Me volví para mirar la puerta que Lizanne acababa de cerrar y extendí la mano, como presa de un trance, para abrirla.

Había sangre por todas partes, rociada a salpicones por la pared. Lizanne tenía razón: sangre en las paredes. Y en el techo, y en el televisor.

Podía ver a Arnie Buckley desde mi posición, que quedaba justo frente al comedor. Suponía que era Arnie. Era de un tamaño similar y yacía en su casa, bueno, en su sillón. Le habían desintegrado la cara.

Quise gritar hasta que alguien me noqueara. Nada en el mundo haría que pusiera otro pie en esa casa. Lo que más deseaba en el mundo era retroceder hacia la calle, meterme en mi coche y salir corriendo sin mirar atrás. Al parecer tenía una horrible facilidad para abrir puertas y encontrarme muertos, mutilados y apaleados al otro lado. Conseguí cerrar la puerta, esa puerta tan blanca y residencial con aldaba de bronce. Mientras trataba de avanzar por el césped de los Buckley en busca de ayuda, no pude dejar de mirar mi Chevette con anhelo.

No sé si llamé yo, ni lo que le dije a la señora de la puerta de al lado. Solo sé que volví tambaleándome para sentarme en un peldaño, junto a Lizanne.

Habló una vez, preguntándome, para mi desconcierto, por qué habían asesinado a sus padres. Le dije honestamente que los había matado la misma persona que asesinó a Mamie Wright. Deseaba que no me preguntase por qué tenía que tocarles a sus padres. Los habían escogido porque ella se llamaba Elizabeth, porque no estaba casada y porque su madre no lo era realmente. Eran los rasgos de la vida de Lizanne que encajaban remotamente con los asesinatos de Fall River, Massachussetts, cometidos en 1893, en un sórdido y tenso hogar de un barrio de clase media, seguramente a manos de la hija menor del señor Andrew Borden, llamada Lizzie.

Pero no creía que Lizanne hubiese oído hablar jamás de ese caso, y me alegraba. Mantuve mi brazo sobre su hombro para que no dejara de notar un poco de calor humano, pero el olor seguía provocándome náuseas. Seguí así porque era todo lo que podía hacer.

Jack Burns salió del coche patrulla que apareció en el jardín privado. Le acompañaba un médico, un cirujano local, y más tarde descubrí que estaban almorzando juntos cuando recibió la llamada. El médico miró a Lizanne, luego a mí y titubeó, pero Jack Burns nos rodeó e hizo un gesto a su amigo hacia la casa. El sargento de detectives echó un vistazo al interior y luego me miró con ojos encendidos. Yo no era el objeto de su mirada, sino un mero obstáculo. Sin embargo, fue a mí a quien calcinó la furia de su mirada.

– ¡No toques nada! ¡Cuidado por donde caminas! -le indicó al médico.

– Bueno, está claro que está muerto, pero si quieres que lo certifique, no tengo inconveniente -dijo la voz del médico.