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Nos despedimos con un leve apretón de manos y me senté para perderme un poco en mis pensamientos. Había llegado el momento de sentir menos y pensar más. Había coleccionado más sentimientos en la última semana que en todo el año.

El cabello que encontró la policía era probablemente marrón, ya que, si como cabía esperar era de Lizanne, su pelo era de un rico castaño. ¿Quién más podría haber dejado un cabello así?

Bueno, era una de las socias de Real Murders con un tono de pelo similar. Afortunadamente para mí, había pasado toda la mañana arreglando libros con Lillian Schmidt. Melanie Clark tenía una melena corta y rala marrón, y Sally, a pesar de que el suyo era más corto y liviano, también podía ser una candidata. ¿No sería curioso que Sally hubiese cometido todos esos asesinatos para poder hacerse eco de ellos como periodista? Una idea descabellada. Me obligué a no perderme más en el hilo de mis elucubraciones. El pelo de Jane Engle era gris. Entonces pensé en Gifford Doakes, que tenía el pelo largo y suelto, aunque a veces se lo recogía en una coleta, para disgusto de John Queensland. Gifford daba miedo y le interesaban mucho las masacres…, y su amigo, Rey- naldo, haría seguramente todo lo que Gifford le pidiera.

Pero alguien debería haber visto entrar en la casa de los Buckley a alguien tan extravagante como Gifford.

Bueno, descartando la posible pista del cabello por el momento, ¿cómo se las había arreglado el asesino para entrar y salir? Una vecina había visto entrar a Lizanne, muy poco antes de mi llegada como para hacerles a los Buckley lo que les hicieron. Así que alguien había estado en posición de ver la fachada de la casa familiar al menos durante una parte de la mañana. Sopesé otros enfoques e intenté imaginar una vista aérea de la parcela, pero la geografía no se me da nada bien, y mucho menos la aérea.

Seguí sentada un rato, dándole más vueltas al asunto, y me sorprendí varias veces yendo con paso automático hasta la puerta del patio para comprobar si Robin había vuelto de la universidad. El cielo amenazaba con lluvia y la temperatura refrescaba por momentos. Las nubes habían formado una barrera gris uniforme.

Me puse la chaqueta y salí justo en el momento en el que llegaba su coche. Robin emergió de él con un montón de papeles. ¿Por qué no llevaba un maletín?, me pregunté.

– Oye, cámbiate de calzado y ven conmigo -sugerí.

Apuntó hacia los míos con su ganchuda nariz.

– Vale -consintió agradablemente-. Permite que deje estos papeles dentro. Alguien me ha robado el maletín -me dijo por encima del hombro.

Lo seguí, dándole unas palmadas.

– ¿Aquí? -pregunté, atónita.

– Bueno, desde que me mudé a Lawrenceton, y estoy bastante seguro de que fue aquí, en el aparcamiento -dijo mientras abría la puerta trasera de su casa.

Lo seguí adentro. Había cajas por todas partes, y lo único que había ordenado era la mesa del ordenador, con un equipo encima, con unas unidades de disco y una impresora al lado. Robin dejó de golpe los papeles y se perdió por las escaleras, para volver segundos más tarde con unas zapatillas deportivas.

– ¿Qué tienes en mente? -preguntó mientras se las ataba.

– He estado pensando. ¿Cómo pudo entrar el asesino en la casa de los Buckley? Las cerraduras no estaban forzadas, ¿verdad? Al menos los periódicos de esta mañana no mencionaban nada. Así que puede que los Buckley dejaran la puerta abierta y el asesino los sorprendió dentro, o quizá llamó al timbre y lo dejaron entrar, o a ella. Pero, en fin, ¿cómo abordó la casa el asesino? Lo que pretendo es volver allí y echar un vistazo. Apuesto a que entró por detrás.

– Entonces ¿vamos a ver si podemos hacerlo nosotros?

– Eso había pensado. -Pero mientras abandonábamos la casa de Robin, empecé a sentir mis dudas-. Oh, quizá no deberíamos. ¿Y si alguien nos ve y llama a la policía?

– Entonces les diremos sencillamente lo que estábamos haciendo -dijo Robin razonablemente, consiguiendo que sonara muy fácil. Claro que su madre no era la promotora inmobiliaria más renombrada de la ciudad y, por si fuera poco, una líder social, reflexioné.

Pero tenía que hacerlo. Había sido idea mía.

Así que salimos del aparcamiento, Robin por delante y yo siguiéndolo, hasta que miró hacia atrás y redujo el paso. El aparcamiento daba a una calle que discurría junto al apartamento de Robin. Giró a la derecha y yo lo seguí, y en la esquina doblamos hacia el norte para recorrer las dos manzanas por Parson, hasta la casa de los Buckley. Quizá, mientras pasaba por allí conduciendo, de camino al almuerzo el día anterior, los estuvieran asesinando. Me puse a la altura de Robin en la siguiente esquina, estremeciéndome en el interior de mi liviana chaqueta. La casa estaba en la siguiente manzana.

Robin miró la calle, pensativo. Yo observé la bocacalle cercana. Ninguna casa daba a la carretera.

– Por supuesto, el callejón de la basura -dije, disgustada conmigo misma.

– ¿Qué?

– Esta es una de las zonas viejas, y hace años que no se reforma esta manzana -expliqué-. Hay un callejón entre las casas que dan a Parson Road y las que dan a Chestnut que discurre en paralelo a Parson. Lo mismo pasa con este bloque de al lado. Pero si vas al sur, hacia nuestra manzana, verás que lo han reformado, con nuestros apartamentos por un lado y la recogida de la basura en la misma calle.

Bajo el cielo gris cruzamos la bocacalle y llegamos a la entrada del callejón. El día anterior me había sentido tan visible y perseguida que resultaba espectral lo invisible que me sentía en ese momento. Ninguna casa daba a ese callejón, poco tráfico. Al avanzar por el callejón de grava, resultó evidente cómo el asesino había entrado en la casa sin ser visto.

– Y casi todo el recorrido está vallado, lo que bloquea la visión del callejón -constató Robin- y del patio trasero de los Buckley.

El patio de los Buckley era uno de los pocos que no estaban vallados. Las casas adyacentes contaban con vallas de metro y medio. Nos detuvimos justo detrás del patio, junto a los cubos de basura, con una vista clara sobre la puerta trasera. Había camelias y rosas por todas partes. Eran las favoritas de la señora Buckley y ella misma las había plantado. En su cubo de basura -qué pensamiento más escalofriante- probablemente estaba el algodón con el que se quitaba la pintura de labios, restos del café que bebieron esa mañana, desechos de vidas que ya no existían.

Sí, su basura seguía allí. La basura de todo Parson se recogía el lunes. Los mataron el miércoles. Me estremecí.

– Vámonos -dije. Mi humor había cambiado. Se me habían pasado las ganas de jugar a los detectives.

Robin se giró lentamente.

– ¿Y qué harías? -preguntó-. Si no quisieras ser observada, ¿dónde aparcarías el coche? ¿Dónde? ¿Por dónde entramos al callejón?

– No. Es una calle estrecha, y alguien podría recordar haber tenido que maniobrar para sortear el coche aparcado.

– ¿Y qué hay del extremo norte del callejón?

– No, hay una gasolinera justo enfrente, muy concurrida.

– Entonces -dijo Robin, avanzando con paso resuelto- habría que ir por aquí. Si tuvieses un hacha, ¿dónde la pondrías?

– Oh, Robin -exclamé, nerviosa-. Vámonos ya, por favor.

Salimos del callejón tan inadvertidos como habíamos entrado, al menos que yo supiera, y me felicité por ello.

– Yo -prosiguió Robin- la habría dejado en uno de esos cubos de basura a la espera de ser vaciados.

Por eso Robin era tan buen escritor de misterio.

– Estoy segura de que la policía los ha registrado -dije con firmeza-. No pienso quedarme aquí a hurgar en todos los cubos de basura. Entonces sí que alguien llamaría a la policía. -¿Lo harían? Hasta el momento, nadie se había percatado de nuestra presencia.

Alcanzamos el extremo del callejón, el lugar por el que habíamos entrado.