Ese recordatorio no le hizo ganar puntos a ojos de la detective.
– ¿De quién fue la idea de dar un paseo por este callejón? -contraatacó Lynn.
Robin y yo nos miramos.
– Bueno -empecé-. Me preguntaba cómo habría entrado el asesino en casa de los Buckley sin ser visto.
– Pero fui yo quien insistió en venir hasta aquí y pasar por detrás de la casa de los Buckley -interrumpió Robin noblemente.
– Escuchadme los dos -dijo la detective con calma forzada-; no parece que entendáis cómo funciona el mundo de verdad.
Esa acusación tuvo poco efecto en Robin y en mí. Sentí que se ponía rígido y levanté la mirada con ojos entrecerrados.
– Nosotros somos la policía y nos pagan una miseria para investigar asesinatos, pero es nuestro trabajo. No nos sentamos a leer sobre ellos, sino que los resolvemos. Encontramos pistas, investigamos indicios y llamamos a las puertas. -Hizo una pausa para respirar hondo. Hasta el momento había encontrado varios fallos en su discurso, pero no estaba por la labor de señalarle que Arthur leía mucho sobre asesinatos y que, hasta el momento, la policía no había resuelto mucho y que el hacha seguiría en una boca de alcantarilla si Robin y yo no la hubiéramos recuperado.
Mi sentido de autoconservación estaba lo bastante alerta como para impedir que dijera todo eso. Cuando Robin carraspeó para disponerse a hablar, lo interrumpí.
Lamenté haberlo detenido un instante después, cuando Lynn lo sometió a un verdadero tercer grado. Yo no habría aguantado tan bien como él el interrogatorio, y tuve que admirar su compostura. También debía admitir que todo aquello resultaba de lo más peculiar: nada más llegar Robin a la ciudad, empiezan los asesinatos. Pero yo sabía que el asesinato de Mamie Wright había sido planeado antes de que Robin se mudase a Lawrenceton, y los bombones habían sido enviados incluso antes. La detective señaló, no obstante, que Robin había estado presente en el descubrimiento del cuerpo de Mamie Wright, habiendo sido invitado a una reunión de Real Murders en su primera noche en la ciudad. Y había estado en mi casa cuando recibí la caja de bombones.
Ciertamente Lynn no era la única detective que hallaba sospechosa la presencia de Robin en tantos escenarios criminales. Y puede que yo no estuviera tan libre de sospechas como Arthur me había asegurado, porque cuando Jack Burns asumió el interrogatorio no dejó de dedicarnos significativas miradas a Robin y a mí. Parecía pensar que estaba ante alguien lo bastante corpulento como para ayudar a una mujer tan menuda como yo a lidiar con el cadáver de Pettigrue en el cuarto de baño.
– He de estar en el trabajo dentro de hora y media -le dije en voz baja, alcanzado mi tope de tolerancia.
Se interrumpió a media frase.
– Claro -contestó, de repente exhausto-. No pasa nada. -Al parecer, su combustible había sido la exasperación con sus propios hombres al pasárseles el hacha, y se había quedado seco. De repente me caía mucho mejor.
Cuando Burns la relevó en el papel de azote de sospechosos, Lynn inició una ronda de interrogatorios puerta a puerta. Al final llegó al apartamento de la mujer que me había dejado usar el teléfono. La joven, ahora ataviada con una camiseta y unos vaqueros (seguramente había visto que la policía llamaba a todas las puertas), abrió enseguida. Lynn siguió la rutina de su lista de preguntas, pero me di cuenta de que, allá por la tercera, se quedó tiesa como un sabueso. La joven debía de haber dicho algo que captó todo su interés.
– Jack -gritó la detective-, ven aquí.
– Váyanse a casa -nos dijo Jack sin más ceremonia-. Sabemos dónde encontrarlos si los necesitamos. -Y se fue corriendo hacia Lynn.
Robin y yo resoplamos de alivio a la vez y casi salimos del callejón a hurtadillas, procurando con todas nuestras fuerzas atraer la menor atención policial posible. Al salir a la calle, Robin voló hacia casa agarrándome de la mano.
Solo nos detuvimos a respirar cuando llegamos a nuestro aparcamiento. Robin me abrazó y me dio un fugaz beso en la frente, al parecer la ubicación más conveniente en su opinión.
– Ha sido una experiencia muy interesante -comentó, y me eché a reír hasta que me dolieron las entrañas. Robin arqueó sus cejas rojizas y las gafas se le deslizaron nariz abajo antes de dejarse contagiar por mis carcajadas. Miré el reloj mientras pensaba cuándo fue la última vez que reí con tanta intensidad. Al ver la hora que era, dije a Robin que tenía que ir a cambiarme. Al menos durante unas horas, había olvidado el temor que me inspiraba trabajar sola en la biblioteca aquella noche.
Nadie se dio cuenta hasta el último momento de que no se había buscado sustituto para el señor Buckley esa noche. Ninguno de los bibliotecarios titulares aceptaría prescindir de una noche libre, y los demás voluntarios estaban asignados a otras noches.
Le conté todo eso a Robin apresuradamente y él dijo:
– Estoy seguro de que la policía ha intensificado sus patrullas, pero a lo mejor me paso por allí esta noche. Llámame si me necesitas. Iré enseguida. -Él se fue hacia su puerta y yo hacia la mía.
Mientras me ponía la misma ropa que esa mañana, intenté no pensar en el hacha. Había sido horrible. Mientras conducía hacia el trabajo, albergué la esperanza de que la biblioteca estuviera llena de clientes que me impidiesen encerrarme en mis pensamientos.
Relevaría en el mostrador de préstamos a Jane Engle, que había sustituido a una compañera cuyo hijo se había puesto enfermo. Jane parecía la misma de siempre, con su impecable pelo gris, sus impolutas gafas de alambre y su discreto traje gris. Pero sabía que por dentro ya no era la testigo curiosa y sofisticada de los asesinatos de Lawrenceton, sino una mujer aterrada. Y se alegraba de poder salir finalmente de la biblioteca.
– Los demás se han ido a las cinco. Ni un cliente desde entonces -me dijo con voz temblorosa-. Y sinceramente, Aurora, ha sido ideal. Ya no me gusta estar a solas con otra persona, por muy bien que piense de ella.
Le di unas torpes palmadas en el brazo. Si bien a veces almorzábamos juntas, sobre todo después de una reunión del club para hablar sobre el programa, nuestra relación había sido amistosa, pero no íntima.
– Es la primera vez que otras personas se interesan por nuestro club -prosiguió Jane-, y he tenido que responder a un montón de preguntas que nadie se había molestado en formular hasta hora. Muchos piensan que soy un poco rara por haber pertenecido a Real Murders. -Sin duda, Jane era una de esas mujeres que odiaban que se las considerase «bichos raros».
– Bueno -dije algo insegura-, solo por tener una afición un poco diferente. -Bien pensado, sí que éramos un poco raros, todos nosotros, los Asesinos Reales, como nos llamábamos entre bromas.
Jo, jo.
– Uno de nosotros es un asesino, ya lo sabes -continuó Jane con tono misterioso. Sentí que mis pensamientos se hacían visibles en un bocadillo sobre mi cabeza-. Ha ido más allá del interés académico en la muerte, la truculencia y la psicología. Pude sentirlo la última noche que nos reunimos en tu apartamento.
– ¿Quién crees que sea, Jane? -le pregunté impulsivamente, mientras se ataba el pañuelo y se sacaba las llaves del bolso.
– Estoy segura de que es alguien del club, por supuesto, o puede que en íntima relación con uno de los socios. No sé si siempre ha sido un perturbado, o si acaba de decidir gastarles una serie de bromas intolerables a sus compañeros. O quizá haya más de un asesino y estén trabajando juntos.
– No tiene por qué ser nadie de Real Murders, Jane. Bastaría con que nuestro club no le gustase o quisiera causarnos problemas. -Jane ya estaba delante de la puerta principal, y yo deseaba que se quedase tanto como ella marcharse.
Se encogió de hombros, dándose por vencida.
– A mí me pone los pelos de punta -me dijo en un susurro- imaginar en qué caso encajaría. No paro de repasar libros, de comprobar casos, en busca de alguna mujer mayor que viva sola y a la que me pueda parecer.