Me la quedé mirando boquiabierta. Me sobrecogía darme cuenta de todo por lo que debía de haber pasado por culpa de su mente, tan activa y precisa.
En ese momento, una madre que arrastraba a dos criaturas reacias a seguirle el paso atravesó la puerta y Jane aprovechó para irse a casa a seguir hojeando libros en busca de un patrón en el que encajar.
Gracias a Dios que había gente en la biblioteca cuando Gifford Doakes llegó, o habría salido corriendo. Gifford, el entusiasta de las masacres, siempre había hecho saltar las alarmas mentales que me inducían a escoger muy cuidadosamente mis palabras. Aunque no lo conocía muy bien, siempre había mantenido la distancia y limitado mi relación con él a la cortesía más básica.
Convenía ser cordial con Gifford. No serlo daba un poco de miedo.
No tenía la menor idea de lo que hacía para ganarse la vida, pero vestía como un capo de la droga de Corrupción en Miami, con su ropa llamativa y su melena marrón cuidadosamente peinada. No me habría sorprendido encontrarle una pistolera bajo la chaqueta.
A lo mejor sí que era un capo de la droga.
Y aquí venía, deslizándose hasta el mostrador de préstamos. Miré alrededor. La dinámica pareja compuesta por Melanie Clark y Bankston Waites había llegado minutos antes, muy abrazados y sonrientes. Bankston estaba en el piso de arriba, en la sección de biografías, mientras Melanie hojeaba un ejemplar de La buena ama de casa, en la zona de revistas de la planta baja. Seguramente estaba buscando una nueva receta de pastel de carne. Bendita sea; estaba a tiro de llamada.
Gifford estaba justo al otro lado del mostrador, frente a mí, y aferré lo primero que tenía a mano, que resultó ser la grapadora. Un elemento disuasorio de lo más eficaz, me dije con amargura. Le acompañaba su sombra, Reynaldo, que se había quedado al otro lado de las puertas dobles de cristal, paseando envuelto en la semioscuridad del aparcamiento. Atravesó una bolsa de luz de una de las lámparas de arco que, en teoría, aportaban cierta seguridad al aparcamiento y se desvaneció en la penumbra para reaparecer al cabo de los segundos.
– ¿Cómo te va, Roe? -me preguntó Gifford con desgana.
– Eh…, bien.
– Escucha, he oído que tú y el escritor habéis encontrado hoy el arma homicida de los Buckley.
¿El caso Buckley? Tuve una repentina visión de una antología de relatos de los asesinatos más famosos de la década en la que vi incluida la matanza de los padres de Lizanne. La gente leería sobre sus muertes y especularía, del mismo modo que yo lo había hecho con otros casos. ¿Podría haber sido su hija? ¿O el policía que también formaba parte de su club? Me di cuenta de que esos asesinatos acabarían en un libro…, quizá escrito por Joe McGuinniss, Joan Barthel o el propio Robin si recuperaba el gusto por el relato. Y yo figuraría en él por el tema de los bombones. Puede que justo «cuando los bombones llegaron a la casa de Aurora, la hija de la señora Teagarden».
Por un momento me sentí muy confusa. ¿Acaso me encontraba en un libro sobre viejos asesinatos o me estaba pasando realmente? Sería maravilloso contar con la distancia que aportan los libros con respecto a los hechos. Pero el solitario pendiente de Gifford era demasiado real, y el deambular felino de Reynaldo (¡en el prosaico aparcamiento de una biblioteca!) también rezumaba toneladas de «aquí y ahora».
– Háblame del hacha -me decía Gifford.
– Era más bien una hachuela, Gifford. Un hacha normal no habría cabido en el maletín. -De repente me enfadé conmigo misma por contradecir a un tipo tan aterrador como Gifford, pero entonces reparé en lo que mi subconsciente no había notado. Gifford Doakes era un hombre con una misión, y le importaban un bledo los detalles secundarios.
– ¿Así de larga? -indicó con las manos.
– Sí, más o menos. -Era de un tamaño estándar.
– ¿Con el mango de madera y envuelto en cinta aislante negra?
– Sí -convine. Había olvidado la cinta aislante hasta que la mencionó.
– Joder -siseó antes de murmurar algo más entre dientes. Sus ojos parpadearon a toda velocidad. Gifford Doakes era un hombre asustado a la par que furioso. Yo también estaba asustada, no solo por el asesino, sino por la reacción de Gifford. Puede que él fuese el asesino.
Apreté aún más la grapadora y me sentí como una estúpida, planeando enfrentarme a un loco con una herramienta de oficina que, según recordé súbitamente, ni siquiera estaba cargada de grapas. Bueno, una línea de defensa menos.
– Tengo que ir a la comisaría -dijo Gifford inesperadamente-. La hachuela es mía, estoy seguro. Reynaldo descubrió que había desaparecido ayer.
Dejé la grapadora sobre el escritorio con mucha suavidad, alcé la vista y vi que Bankston observaba desde la planta superior, asomado por el pretil. Arqueó una ceja en muda interrogación. Meneé la cabeza. No creía que fuese a necesitar su ayuda. Pensé que Gifford estaba simplemente tan nervioso como todos los demás, y por una buena razón. En ese momento, el tipo cuyo peinado y ropa no pegaban ni con cola se mordía la uña del pulgar como un crío de cinco años que afrontaba las dificultades del mundo.
– Será mejor que vayas a la policía ya -le dije con delicadeza. Salió por la puerta antes de que pudiera recuperar el aliento.
El hacha de Gifford y el maletín de Robin. Los que no encajaban en el papel de víctimas entraban en el de asesinos, para mayor diversión del verdadero asesino.
Me pregunté en qué categoría entraba yo. Me sobraba con ser la que encontraba los cadáveres.
Aún le daba vueltas a ese y otros pensamientos de- sagradables media hora más tarde, cuando entró Perry Allison. Apenas podía creer mi suerte de ver a Gifford y a Perry en la misma noche. Dos tipos grandes. Al menos, mientras Gifford estuvo, hubo otras personas alrededor, pero en la siguiente media hora Bankston y Melanie, junto a otros dos clientes, ya se habían ido.
En esta ocasión abrí discretamente el cajón y cogí unas tijeras. Comprobé el reloj; solo quedaba un cuarto de hora para el cierre.
– ¡Roe! -balbuceó- ¿Qué pasa? [13] -Puso sobre el mostrador una mano con un tatuaje digno de un maníaco.
Sentí un punzante temor. Este ni siquiera era el habitual y desagradable Perry, que quizá se había saltado alguna de las medicaciones prescritas. Perry estaba colocado con alguna droga que ningún médico le había dado. El concepto de «drogas recreativas» me había eludido por completo, pero es que yo era muy ingenua para esas cosas.
– Poca cosa, Perry -respondí cautelosamente.
– ¿Cómo puedes decir eso? Aquí las cosas flipan -me dijo, arqueando las cejas hasta acaparar casi todo su estrecho rostro-. Casi un asesinato al día. Tu novio, el poli, vino a casa esta tarde. Me hizo preguntas. Insinuaciones. ¡Sobre mí! ¡Si no sería capaz de matar una mosca!
Se echó a reír y rodeó el mostrador en unos pocos pasos.
– ¿Tijeras? -saltó-. ¿Tijeeeeraaaas? -expresó con un siseo. Estaba tan aturdida con la rapidez de sus movimientos y agitaciones de cabeza, tan impropios del Perry con el que solía trabajar, que me pilló desprevenida cuando me agarró de la muñeca del brazo que sostenía las tijeras. La aferró con fuerza maníaca.
– Me haces daño, Perry -le espeté-. Suéltame.
Pero Perry no paraba de reír, sin relajar la presa un solo momento. Sabía que acabaría soltando las tijeras, y no podía imaginar lo que ocurriría después.
De repente montó en ira.
– Ibas a apuñalarme -restalló con furia-. ¡Ninguno de vosotros quiere que me recupere! ¡Ninguno de vosotros sabe cómo era el hospital!
Tenía razón, y en otras circunstancias le habría escuchado con cierta simpatía, pero me estaba haciendo daño y estaba aterrorizada.
Lo único que sentía era el frágil tacto de las tijeras en mis dedos, cada vez más entumecidos.