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Mientras él hojeaba dos biografías serias de gente famosa, comentó que alguien había irrumpido en su garaje en las últimas tres semanas.

– Ya no lo uso. Aparco detrás de la casa. El garaje está lleno de los cacharros de los chicos. No consigo que decidan qué hacer con todos esos trastos. -Sonaba más a padre feliz que a queja-. Pero, bueno, fui a buscar mis viejos palos de golf porque había pensado echar unos hoyos con Bankston, ahora que empieza a mejorar el tiempo, pero alguien se ha colado y me los ha robado.

Dado que John formaba parte de Real Murders, estaba segura de que había hallado un significado a ese robo. Le comenté lo de Gifford Doakes y su hachuela (por sorprendente que parezca, no tenía noticia del asunto) y dejé que sacase sus propias conclusiones.

– Sé que Benjamin Greer ha confesado -le dije-, pero es una prueba que la policía podría necesitar. Creo que con una confesión no basta.

– Creo que me pasaré por la comisaría cuando vuelva a la oficina -aseguró John, pensativo-. Será mejor que informe sobre los palos. Se llevaron toda la bolsa, y es un conjunto de los que no pasan desapercibidos. Siempre que mis hijos viajaban a alguna parte le pegaban una pegatina de donde hubiesen estado. Una broma familiar. -Y, sumido en su abstracción, John salió de la biblioteca. Pensé en Arthur y lancé un suspiro. Me preguntaba cómo se tomaría este otro imprevisto.

Palos de golf. Quizá ya los habían utilizado. Quizá los habían usado con Mamie. Jamás se halló el arma de ese crimen, al menos que yo supiera. Puede que Benjamin pudiera contarle a la policía dónde estaban.

Me dejé rondar por la idea hasta llegar a casa y ver el coche de mi padre aguardando frente al apartamento. Mientras saludaba a mi padre y daba un abrazo a mi hermanastro, me conjuré para no pensar en los asesinatos durante un par de días. Me apetecía disfrutar de la compañía de Phillip.

Phillip está en primero y puede ser tan divertido como exasperante. Es capaz de comerse cinco cosas con entusiasmo, cinco cosas nutritivas, quiero decir. (Cualquier alimento sin valor nutritivo es perfectamente válido para él). Afortunadamente para mí, unas de esas cosas son la salsa de espaguetis y la tarta de nueces, aunque tampoco se puede decir que ninguno de los dos sean alimentos precisamente saludables.

– ¡Roe! ¿Vamos a cenar espaguetis esta noche? -preguntó, entusiasta.

– Claro -dije con una sonrisa. Me incliné y le di un beso antes de que pudiera añadir: «¡Puaj! ¡No me beses!».

Me devolvió un besito fugaz y se fue corriendo a por su maleta y, lo más importante, una bolsa de basura llena de sus juguetes esenciales.

– Los pondré en mi habitación -le dijo a mi padre, que sonreía con indisimulado orgullo paterno.

– Hijo, me tengo que ir -contestó mi padre-. Mamá está como loca por llegar donde tenemos que ir. Pórtate bien con tu hermana mayor y haz lo que te mande sin causar problemas.

Phillip, que escuchaba a medias, farfulló un «Vale, papá» y fue a colocar sus cosas.

– Bueno, muñequita, eres un cielo por hacer esto -me dijo mi padre cuando desapareció Phillip.

– Él me gusta -confesé honestamente-. Me encanta pasar unos días con él.

– Aquí tienes los números donde podrás localizarnos -advirtió sacándose una hoja de bloc de notas del bolsillo-. Si surge un problema, cualquier cosa, llámanos inmediatamente.

– Vale, vale -lo tranquilicé-. No te preocupes. Pasadlo bien. Nos vemos el domingo por la noche.

– Eso es. Deberíamos llegar alrededor de las cinco o las seis. Si vemos que vamos a tardar, te llamo. No te olvides recordarle sus oraciones. Oh… Si le da fiebre o algo, aquí tienes una caja de aspirina infantil masticable. Debería tomarse tres. Y hay que ponerle un vaso de agua en la mesilla por la noche.

– Me acordaré. -Nos abrazamos y se metió en su coche con una sonrisa asimétrica y un saludo descuidado que difícilmente podría olvidar cualquier mujer. Observé cómo salía del aparcamiento y oí a Phillip que gritaba desde el interior:

– ¡Roe! ¿Tienes galletas?

Le hice un par de sándwiches de galleta horribles que decía que eran sus favoritos. Satisfecho, salió con su bolsa de juguetes, dejando los de «interior» en mi cocina comedor.

– Seguro que quieres ponerte a cocinar, así que me salgo a jugar fuera -dijo seriamente.

Pillé la indirecta y me puse manos a la obra con la salsa de espaguetis.

La siguiente vez que miré por la ventana para vigilar, vi a través de mi patio abierto que Phillip ya se había incautado de Bankston para que jugase con él al béisbol en el aparcamiento. Phillip despreciaba abiertamente mi habilidad con ese deporte, pero Bankston gozaba de su aprobación. Este se había desprendido de la chaqueta del traje y la corbata a la primera de cambio, y no parecía en absoluto tan estirado mientras lanzaba la pelota hacia el bate de Phillip. Ya habían jugado durante otras visitas de mi hermanastro, y Bankston nunca lo consideró una imposición.

Cuando Robin llegó a casa, también fue reclutado para el juego, e hizo de cácher para Phillip hasta que llamé desde la ventana de la cocina que daba al patio para anunciar que la cena estaba lista.

– ¡Yuju! -gritó Phillip, dejando su bate apoyado contra la pared del patio. Me encogí de hombros hacia sus abandonados compañeros de juego y le susurré a Phillip:

– Da las gracias a Bankston y a Robin por la partida.

– Gracias -dijo Phillip, obediente, antes de sentarse corriendo en mi pequeña mesa de cocina. Atisbé la coronilla de Melanie cuando Bankston entró en casa.

– Luego nos vemos para probar esa tarta de nueces. Me encanta tu hermano pequeño -indicó Robin mientras entraba por la puerta de su patio. Me sentí feliz y orgullosa por tener un hermano tan encantador, aunque también tuvo que ver la sonrisa de Robin, que sin duda iba por un lado más personal.

Durante los siguientes veinte minutos estuve ocupada asegurándome de que Phillip usara la servilleta, pronunciara sus oraciones y comiera al menos un poco de verdura. Contemplé con cariño un cabello marrón claro en eterna rebelión y sus observadores ojos azules, tan diferentes de los míos. Entre bocados de espaguetis y pan de ajo, Phillip me contó una larga e intrincada historia sobre una pelea en el patio del colegio entre un chico que sabía karate y otro que tenía toda la colección de vehículos de los G. I. Joe. Le escuché con una oreja, permitiendo que el resto de mi mente se centrara cada vez más en la molesta sensación de que algo se me escapaba. Me estaba olvidando de algo. ¿O es que había visto algo? Fuese lo que fuese ese «algo», necesitaba recordarlo.

– ¡Mi pelota de béisbol! -gritó Phillip de repente.

Había captado toda mi atención. El grito, emanado de su garganta sin previo aviso mientras me contaba las medidas que había tomado el director con los dos contrincantes del patio escolar, me había puesto el corazón en la garganta.

– Pero, Phillip, ya ha oscurecido -protesté cuando salió disparado de su silla hacia la puerta. Traté de recordar si alguna vez lo había visto caminar sin más, y decidí que ocurrió una vez, cuando apenas tenía doce meses-. Toma, al menos llévate la linterna.

Logré encajarla en su mano únicamente porque le encantaban las linternas e hizo la pausa indispensable para que la cogiera de uno de los armarios de la cocina.

– ¡Y trata de recordar dónde la viste la última vez! -grité tras él.

Había terminado de cenar mientras Phillip me relataba su interminable historia, así que limpié el plato y lo dejé en el lavavajillas (Robin llegaría en poco tiempo y quería adecentar el lugar). Los platos de postre ya estaban fuera, todo estaba listo, así que, mientras aguardaba el triunfal regreso de Phillip con su pelota, me quedé mirando distraídamente las estanterías, recolocando algunos libros que estaban desordenados. Contemplé los títulos de todos esos volúmenes que trataban sobre personas malas, locas o enloquecidas, hombres y mujeres cuyas vidas habían sobrepasado la delgada línea que separa a los que pueden pero no lo hacen de los que pueden y lo hacen.