Phillip llevaba mucho tiempo fuera; podía oírlo en el aparcamiento.
Sonó el teléfono.
– ¿Sí? -dije abruptamente por el auricular.
– Roe, soy Sally Allison.
– Qué…
– ¿Has visto a Perry?
– ¿Cómo? ¡No!
– ¿Te ha… estado siguiendo más?
– No…, al menos no me he dado cuenta si así ha sido.
– Él… -Sally no pudo seguir.
– ¡Venga, Sally! ¿Qué ha pasado? -pregunté sin paños calientes. Observé por la ventana de la cocina, deseando ver el destello de la linterna parpadeante a través de las rejillas de la valla del patio. Recordé la noche que había visto a Perry al otro lado de la calle, aguardando en la oscuridad a que Robin me trajera a casa. Estaba aterrada.
– Hoy no se ha tomado la medicación. No ha ido al trabajo. No sé dónde está. Creo que ha tomado más de esas pastillas.
– Entonces llama a la policía. ¡Consigue que se pongan a buscarlo, Sally! ¿Qué pasa si está aquí? ¡Mi hermano pequeño acaba de salir solo en la oscuridad! -Colgué el teléfono con un golpe histérico. Aferré mi enorme llavero con la idea de coger el coche y registrar los alrededores de la manzana y saqué otra linterna que también guardaba.
Era culpa mía. Alguien en la oscuridad se había llevado a mi hermano pequeño, un niño de seis años, y era culpa mía. Oh, Dios bendito, Señor de los cielos, protégelo.
Dejé la puerta de atrás abierta de par en par, la luz del interior atravesando la honda penumbra de fuera. La puerta del patio estaba abierta; Phillip nunca se acordaba de cerrarla. Su bate estaba apoyado a un lado, tal como lo había dejado para venir a cenar.
– ¡Phillip! -aullé. Entonces pensé que quizá sería mejor guardar silencio y optar por el sigilo. Presa del frenesí, apunté con la linterna de un lado a otro. A pocos metros, un coche encendió el motor y abandonó su lugar de aparcamiento. A medida que avanzaba, vi que se trataba de Melanie en el coche de Bankston. Ella sonrió y me saludó con la mano. Abrí la boca para decir algo, pero no me salieron las palabras. ¿Cómo era posible que no me oyera gritar?
Pero no podía razonar en ese momento. Seguí avanzando y barriendo el suelo con el haz de luz sin ver nada, nada en absoluto.
– ¿Qué te pasa, Roe? ¡Iba de camino a tu casa! -me abordó Robin desde la oscuridad.
– ¡Phillip ha desaparecido, alguien se lo ha llevado! ¡Salió a buscar su pelota de béisbol en la oscuridad y no ha vuelto!
– Voy a por una linterna -dijo Robin inmediatamente. Se volvió para dirigirse hacia su teléfono. Sin dejar de moverse, me habló por encima del hombro-: Oye, no será de los que se divierten escondiéndose, ¿no?
– No lo creo -contesté. Me hubiera encantado pensar que Phillip estaba riéndose de nosotros detrás de un arbusto, pero estaba segura de que no era así. No sería capaz de estar escondido durante tanto tiempo en la oscuridad. Habría saltado de su escondite mucho antes para darnos el susto, iluminando su cara con una sonrisa de triunfo-. Escucha, Robin, pregunta a los Crandall si han visto al niño y llama a la policía. La madre de Perry Allison acaba de llamar para decirme que su hijo anda suelto por alguna parte. No creo que ella llame a la policía. Voy a buscar en el jardín delantero.
– Vale -asintió Robin brevemente antes de desaparecer en su casa.
Avancé rápidamente por la oscuridad (que ya era absoluta), únicamente precedida por el haz de luz de la linterna. De vez en cuando me detenía, hacía un barrido con la linterna y seguía avanzando. Pasé por la verja de los Crandall y no encontré nada. Abrí la puerta exterior de Bankston. La luz delató algo en el patio.
La pelota de Phillip.
Oh, Dios, había estado allí todo el tiempo, no era de extrañar que Phillip no la encontrase. Probablemente Bankston la había cogido en el aparcamiento para devolvérsela a Phillip a la mañana siguiente.
Levanté la mano para llamar a la puerta trasera de Bankston y la detuve a medio camino. Pensé en Melanie saliendo del aparcamiento de forma tan extraña. No cabía duda: tenía que haber escuchado el grito.
Y le había dicho a Phillip que pensase dónde había visto la pelota por última vez. Claro, la había visto en la mano de Bankston.
¿Estaba Bankston tumbado y escondido en su coche? ¿Estaba encima de Phillip para no delatar su presencia?
Se había encontrado un largo cabello marrón en casa de los Buckley. Benjamin no tenía el pelo largo y marrón. El suyo era ralo y rubio. Como el de Bankston. Era de mediana altura, como Bankston, y su cara era redonda. Como la de Bankston. Era a Bankston a quien había visto la joven madre del callejón, no a Benjamin Greer.
Melanie tenía el pelo largo y marrón. Juntos. Habían cometido los asesinatos juntos.
Y en ese momento recordé el pensamiento que me había estado importunando todo ese tiempo. Cuando John Queensland había descrito su bolsa de golf, dijo que tenía pegatinas por todas partes. La misma bolsa de palos de golf que llevaba Bankston a su casa el miércoles, tan tarde después de la hora del almuerzo que no esperaba encontrarse conmigo, y mucho menos saliendo por la puerta de los Crandall. Bankston se la había robado a John Queensland.
¿Había estado Phillip en la casa de Bankston? Apunté la linterna hacia la cerradura. «Esto no puede considerarse allanamiento», me dije, histérica. Tenía una llave. Era la casera. La metí en la cerradura, abrí la puerta con mucho sigilo y entré.
No llamé. Dejé la puerta trasera abierta.
La luz de la cocina estaba encendida y el conjunto que formaba con el salón estaba hecho un desastre. En la encimera había un libro de la biblioteca abierto, uno que yo misma tenía en mi colección personaclass="underline" Beyond Belief, de Emlyn Williams. Me mareé y tuve que inclinarme para leerlo.
En esta ocasión habían decidido seguir el patrón de Myra Hindley y Ian Brady, los «Asesinos del páramo». Iban a matar a un niño. Iban a matar a mi hermano. El monstruo no estaba metido en una celda de la cárcel de Lawrenceton. Los monstruos vivían aquí mismo.
Hindley y Brady torturaban a los niños durante varias horas, así que cabía la posibilidad de que Phillip siguiera con vida. Si estaba en el coche, si lo estaban llevando a casa de Melanie, estuviese donde estuviese (vale, la misma calle donde vivía Jane Engle), quizá hubiera dejado algún rastro.
Dejando de lado el sigilo, subí corriendo las escaleras. No había nadie. En el dormitorio más grande había una cama de matrimonio y un rollo de cuerda al lado. Sobre el tocador habían dejado una cámara.
Hindley y Brady, dos oficinistas de bajo nivel que se conocieron en el trabajo, habían grabado en cinta y fotografiado a sus víctimas.
El otro dormitorio estaba lleno de material para hacer ejercicio, el origen de la mejora muscular de Bankston. Había una caja archivadora con la tapa deslizada hacia atrás y la llave aún puesta en la cerradura. Deseaba ver cualquier cosa que guardase bajo llave. La abrí del todo y las revistas de su interior se derramaron como un chorro de lodo. Miré horrorizada la que estaba abierta. No sabía que se pudieran comprar fotos de mujeres tratadas de ese modo. Cuando supe del movimiento antipornográfico, pensé en mujeres que, al menos aparentemente, estaban dispuestas, cobraban y seguían sanas después de la sesión fotográfica.
Bajé corriendo por las escaleras, eché un vistazo al salón y abrí los armarios. Nada. Abrí la puerta del sótano. La luz estaba apagada, así que la escalera se sumía en la oscuridad en su medio tramo final. Pero había algo blanco en uno de los peldaños inferiores, apenas visible gracias a la poca luz que se colaba desde la cocina.
Bajé los peldaños y me agaché para recogerlo. Era un cromo de béisbol.
Oí un ruido ahogado y tuve tiempo para pensar: «¡Phillip!», pero entonces sentí un punzante dolor por el hombro y el cuello. Caí de frente, los brazos y las piernas enmarañados, dando con la cara en el borde de las escaleras. Lo siguiente que supe era que estaba tumbada en el suelo del sótano, contemplando el rostro de Bankston que se cernía sobre mí, más impasible que nunca bajo la tenue luz, aunque sonriente como una gárgola. Tenía un palo de golf en la mano.