De repente sentí que una oleada de alegría me invadía.
– Pues creo que soy tu arrendadora -señalé, pero después de comentar la coincidencia una mirada al reloj me perturbó. John Queensland me estaba lanzando una mirada de lo más elocuente sobre el hombro de Arthur Smith. Él era el encargado de abrir la reunión en su calidad de presidente, y ya estaba listo.
Miré a mi alrededor, contando las cabezas. Jane Engle y LeMaster Cane habían llegado por su propio pie y charlaban mientras se preparaban sendas tazas de café. Jane era una bibliotecaria escolar jubilada que realizaba sustituciones tanto en la biblioteca del colegio como en la pública, una solterona sorprendentemente sofisticada especializada en asesinatos victorianos. Lucía su pelo gris en un moño y jamás se vestía con pantalones. Parecía dulce y frágil, como el encaje entrado en años, pero después de treinta años de experiencia con estudiantes, era tan dura como un sargento de marina. Su ídolo era Madeleine Smith, la sensual joven envenenadora escocesa que algunas veces me suscitaba preguntas acerca de su pasado. LeMaster era nuestro único socio afroamericano, un corpulento hombre de mediana edad con barba y enormes ojos marrones que regentaba un negocio de limpieza en seco. LeMaster estaba muy interesado en los asesinatos con motivaciones raciales de la década de los sesenta y principios de los setenta, los asesinatos de Zebra en San Francisco y el tiroteo de Jones-Piagentini en Nueva York, por ejemplo.
Perry Allison, el hijo de Sally, también había venido y había tomado asiento sin hablar con nadie. Lo cierto es que no formaba parte de Real Murders, pero, para disgusto mío, había acudido a las dos últimas reuniones. Ya lo veía bastante en el trabajo. Perry hacía gala de un molesto conocimiento sobre asesinos en serie, como los estranguladores de Hillside y el asesino de Green River, cuyas motivaciones eran claramente sexuales.
Gifford Doakes se encontraba solo. Era algo habitual a menos que trajese con él a su amigo Reynaldo. Su interés estaba en las masacres (el Día de San Valentín, el Holocausto…, poco le importaba la diferencia a Gifford Doakes). Le encantaban los cadáveres apilados. La mayoría de nosotros estábamos metidos en Real Murders por razones de mucho peso, pero, vaya, ¿quién no leía los artículos de asesinatos en los periódicos? Pero Gifford era harina de otro costal. Quizá se había apuntado en la creencia de que intercambiábamos algún tipo de enfermiza pornografía sangrienta y seguía con nosotros con la esperanza de que algún día confiásemos lo suficientemente en él como para compartir nuestros secretos. Cuando se traía a Reynaldo, no sabíamos cómo tratar con él. ¿Era un invitado o una cita? Había una diferencia, y era de las que nos ponía un poco nerviosos, sobre todo a John Queensland, que consideraba su deber como presidente hablar con todos los presentes.
Y Mamie Wright sin aparecer por ninguna parte.
Si había tenido tiempo de ordenar las sillas y preparar el café, y si su coche estaba aparcado fuera, debía de estar en alguna parte. Aunque no me agradaba mucho, su ausencia me resultó tan extraña que me sentí en la obligación de investigar.
Justo cuando estaba llegando a la puerta, el marido de Mamie, Gerald, entró por ella. Llevaba un maletín bajo el brazo y parecía enfadado. Dados sus malos humos, y porque me sentía estúpida con mi propia incomodidad, hice algo extraño: a pesar de ir en busca de su mujer, le dejé pasar sin decir nada.
El pasillo estaba muy silencioso cuando se cerró la puerta detrás de mí. El linóleo blanco con motas y la pintura beis casi brillaban con su limpieza bajo el duro destello de las lámparas fluorescentes. Rezaba por que el teléfono no sonase otra vez mientras observaba las cuatro puertas del otro lado del pasillo. Con una fugaz y absurda sensación salida directamente de ¿La dama o el tigre? [5], fui a la derecha para abrir la puerta de la sala de conferencias pequeña. Sally me dijo que ya había estado allí, solo para dejar la bandeja de galletas, así que registré la estancia con cuidado. Dado que apenas había nada que registrar, aparte de una mesa y unas sillas, me llevó unos segundos.
Abrí la siguiente puerta del pasillo, los servicios de mujeres, a pesar de que Sally también había estado allí. Había solo dos apartados, así que estaba segura de que Mamie tampoco estaba allí. Aun así, me incliné para otear bajo las puertas. Vacío. Abrí las puertas. Nada.
Me faltó valor para comprobar el servicio de hombres, pero como Arthur Smith entró mientras yo dudaba, imaginé que no tardaría en saber si estaba Mamie dentro.
Seguí adelante. En los deslumbrantes tonos del pasillo, reparé en algo distinto que me hizo bajar la mirada hacia la base de la puerta y vi una mancha. Era marrón rojiza.
Los diferentes motivos de mi inquietud se condensaron de repente en puro horror. Contuve el aliento mientras extendía la mano para abrir la última puerta, la de la pequeña cocina que se usaba para preparar los refrigerios…, y vi un pequeño zapato turquesa tirado junto a la puerta.
Y entonces reparé en la sangre rociada por todas partes sobre el brillante esmalte beis del fogón y la nevera.
Y la gabardina.
Finalmente me obligué a mirar a Mamie. Estaba muerta. Tenía la cabeza con una inclinación imposible. Su pelo teñido de negro estaba salpicado de coágulos de sangre. Pensé que se suponía que el cuerpo está formado de un noventa por ciento de agua, no de sangre. Entonces me zumbaron los oídos y empecé a sentirme débil, y a pesar de saber que estaba sola en ese pasillo, sentí la presencia de algo horrible en esa cocina, algo temible. Y no era la pobre Mamie Wright.
Oí que una puerta se cerraba en el pasillo. Oí la voz de Arthur Smith que decía:
– ¿Ocurre algo, señorita Teagarden?
– Es Mamie -susurré, aunque intentaba que mi voz sonase con normalidad-. Es la señora Wright. -Arruiné todo ese esfuerzo por mantener las formas derrumbándome sobre el suelo. Mis rodillas parecían haberse convertido en goznes defectuosos.
Se puso detrás de mí al instante. Medio abrió la puerta para ayudarme, pero se quedó petrificado por lo que vio por encima de mi cabeza.
– ¿Estás segura de que es Mamie Wright? -preguntó.
La parte que funcionaba de mi mente me dijo que Arthur Smith tenía motivos para preguntar. Quizá, si hubiese estado en su lugar, yo también habría tenido dudas. Su ojo… Oh, Dios mío, su ojo.
– No aparecía en la sala grande, pero su coche está aparcado fuera y ese es su zapato -conseguí decir con los dedos apretados sobre la boca.
La primera vez que le vi esos zapatos puestos, pensé que eran los más horribles que había visto jamás. Odio el turquesa. Intenté aliviarme con ese pensamiento. Era mucho más agradable que pensar en lo que tenía justo delante.
El policía me sorteó con mucho cuidado y se acuclilló con más cuidado si cabe junto al cuerpo. Le puso los dedos en el cuello. Sentí que la bilis ascendía hasta mi garganta. No tenía pulso, por supuesto. ¡Qué ridiculez! Mamie estaba muerta.
– ¿Puedes levantarte? -me preguntó al cabo de un momento. Se limpió las manos mientras se incorporaba.
– Si me echas una mano.
Sin más ceremonias, Arthur Smith me puso en pie y me sacó por la puerta en un solo movimiento. Era muy fuerte. No dejó de rodearme con el brazo mientras cerraba la puerta y me dejó apoyada en ella. Sus ojos azules me miraban pensativamente.
– Eres muy ligera -dijo-. Estarás bien si te dejo un momento. Voy a ese teléfono de la pared.
– Vale. -Mi propia voz me pareció extraña, ligera, metálica. Siempre me había preguntado si sería capaz de mantener la compostura si me encontrase con un cadáver, y allí estaba, manteniéndola, me dije locamente mientras observaba cómo se alejaba para hacer una llamada por el teléfono público. Me aliviaba no perderle de vista. Puede que no estuviese tan entera si me hubiese tenido que quedar sola en ese pasillo, con un cadáver a mis espaldas.