Mientras Arthur murmuraba unas palabras por el auricular, yo mantuve los ojos pegados a la puerta de la sala más grande del otro lado del pasillo, donde John Queensland debía de estar deseando dar comienzo a la reunión. Pensé en lo que acababa de ver. No pensaba en que Mamie estuviese muerta, sobre la realidad y la finalidad de su muerte. Pensaba en la escena que se había montado, cuyo protagonista era el cadáver de Mamie Wright. El reparto era deliberado, pero el papel del descubridor del cadáver había recaído casualmente en mí. Alguien había preparado deliberadamente esa escena, y de repente supe qué me había estado picando bajo el manto del horror.
Pensé más deprisa que nunca. Ya no me sentía tan mal.
Arthur cruzó el pasillo hasta la puerta de la sala grande y la abrió apenas lo suficiente para introducir su cabeza por el hueco. Oí cómo se dirigía a los miembros del club.
– Eh, amigos, ¿amigos? -Las voces callaron-. Ha habido un accidente -dijo enfáticamente-. Voy a tener que pediros que os quedéis en esta sala un rato, hasta que podamos tener las cosas controladas aquí fuera.
Hasta donde yo podía ver, la situación ya estaba completamente controlada.
– ¿Dónde está Roe Teagarden? -reclamó la voz de John Queensland.
El bueno de John. Tendría que decírselo a mi madre; se emocionaría.
– Está bien. Vuelvo dentro de un momento.
– ¿Dónde está mi mujer, señor Smith? -dijo la fina voz de Gerald Wright.
– Volveré dentro de unos minutos -repitió el policía firmemente y cerró la puerta. Se quedó sumido en sus pensamientos. Me pregunté si no sería la primera vez que llegaba el primero a la escena de un crimen. Parecía estar marcando los pasos mentalmente a tenor de la forma que tenía de agitar los dedos mientras miraba al vacío.
Aguardé. Entonces sentí que las piernas me volvían a temblar y temí volver a caerme.
– Arthur -le llamé secamente-. Detective Smith.
Dio un respingo. Se había olvidado de mí. Me tomó del brazo solícitamente.
Le di un golpe con la mano libre por puro agravio.
– ¡No quiero que me ayudes, sino ayudarte yo a ti en lo que sea!
Me dejó sobre una silla de la sala de conferencias pequeña y me miró como si esperase a que terminase mi ofrecimiento.
– Esta noche iba a hacer una presentación del caso Wallace, ¿recuerdas? ¿William Herbert Wallace y su mujer, Julia, Inglaterra, 1931?
Asintió con su cabeza de pelo rizado pálido y supe que estaba a miles de kilómetros de allí. Me dieron ganas de volver a abofetearlo. Sabía que sonaba como una idiota, pero ya llegaba al fondo del asunto.
– No sé lo que recuerdas del caso Wallace; si no recuerdas algo, te puedo poner en antecedentes más tarde. -Agité las manos para indicar que eso era lo de menos, que allá iba lo importante-: Lo que quiero decirte, lo importante, es que Mamie Wright ha sido asesinada exactamente igual que Julia Wallace. La han preparado.
¡Bingo! Su mirada azul de repente era casi amedrentadora. Me sentía como un bicho empalado en un alfiler. La sutileza no era lo suyo.
– Ponme algunos ejemplos antes de que lleguen los de la científica para que les hagan unas fotos.
Resoplé, aliviada.
– La gabardina que tenía debajo. Hace días que no llueve. Encontraron una gabardina debajo de Julia Wallace. Y han colocado a Mamie junto a un horno pequeño. Encontraron a la señora Wallace cerca de un hornillo de gas. Se desangró hasta morir, al igual que Mamie, creo. Wallace era vendedor de seguros, al igual que Gerald Wright. Estoy segura de que se me escapan más cosas. Mamie tenía la misma edad que Julia Wallace.
Había tantos paralelismos que estaba segura de que no había dado con todos.
Arthur se me quedó mirando pensativo durante unos segundos interminables.
– ¿Hay fotografías del escenario del crimen de los Wallace? -preguntó.
Las fotocopias me habrían venido muy bien en ese momento, pensé.
– Sí, yo he visto una, pero puede que haya más.
– ¿Arrestaron al marido?
– Sí, y lo condenaron. Pero más tarde conmutaron la sentencia y quedó en libertad.
– Vale. Ven conmigo.
– Una cosa más -dije con urgencia-. Esta noche, cuando he llegado, ha sonado el teléfono. Alguien preguntaba por la señora Julia Wallace.
Capítulo 3
El silencioso pasillo ya no lo era tanto. Los policías entraban por la puerta de atrás mientras nosotros abandonábamos la sala de conferencias. Les representaba un hombre robusto con chaqueta a cuadros, más alto y mayor que Arthur, acompañado por dos agentes de uniforme. Mientras yo permanecía apoyada en una pared, olvidada por un momento, Arthur los llevó por el pasillo y abrió la puerta de la cocina. Se asomaron para mirar dentro. Todos permanecieron en silencio durante un momento. El agente de uniforme más joven hizo una mueca y luego recuperó la expresión. El otro agente meneó la cabeza una vez y se quedó mirando a Mamie con expresión de disgusto. Me pregunté qué le disgustaba. ¿El desastre que habían acometido con el cuerpo de un ser humano? ¿La pérdida de una vida? ¿El hecho de que un vecino al que supuestamente debían proteger cometiera un acto tan terrible?
Deduje que el hombre de la chaqueta de cuadros era un sargento de detectives; vi su foto en los periódicos cuando arrestaron a un traficante de drogas. Frunció los labios un momento.
– Dios -dijo con una expresión fugaz.
Arthur empezó a contarles los pormenores, rápidamente y en voz baja. Supe a qué punto del relato había llegado cuando todas las cabezas se volvieron hacia mí simultáneamente. No sabía si asentir o qué. Simplemente me los quedé mirando y sentí el peso de mil años sobre los hombros. Sus caras se volvieron hacia Arthur mientras continuaba con el informe.
Los dos agentes de uniforme abandonaron el edificio mientras Arthur y el sargento continuaban con su conversación. Arthur parecía estar enumerando cosas mientras el sargento asentía con aprobación y, de vez en cuando, solapaba algún comentario. Arthur sacó un pequeño cuaderno de notas y se puso a garabatear algo mientras hablaba.
Otro recuerdo del sargento me vino a la cabeza.
Se llamaba Jack Burns. Le compró la casa a mi madre. Estaba casado con una maestra de escuela y tenía dos hijos en la universidad. En ese momento, Jack Burns dirigió un gesto seco con la cabeza a Arthur, como si desenfundase un arma. Arthur se dirigió a la puerta de la sala de conferencias y la abrió.
– Señor Wright, ¿podría acompañarme un momento, por favor? -le pidió el detective Arthur Smith con una voz tan desnuda de expresión que era un aviso en sí misma.
Gerald Wright salió al pasillo, titubeante. A esas alturas, todos los ocupantes de la sala sabían que había ocurrido algo terrible, y yo no podía evitar preguntarme por dónde iban sus comentarios. Gerald dio un paso hacia mí, pero Arthur lo asió del brazo con bastante firmeza y lo guio hasta la sala de conferencias pequeña. Sabía que estaba a punto de contarle que su mujer había muerto y me pregunté cómo se lo tomaría Gerald. Entonces sentí vergüenza.
A ratos, comprendía desde la decencia humana lo que le había pasado a una mujer que conocía, pero en otros momentos no podía evitar pensar en su muerte como en uno de los casos de nuestro club.
– Señorita Teagarden -dijo Jack Burns con un tono arrastrado-. Usted debe de ser la hija de Aida Teagarden.
Bueno, también tenía un padre, pero había cometido el pecado capital de inmigrar desde el extranjero (Texas) para trabajar en el periódico local de Georgia, casarse con mi madre, concebirme, para luego marcharse y divorciarse de la muy local Aida Brattle Teagarden.
– Sí -le dije.
– Lamento profundamente que haya tenido que presenciar algo como esto -señaló Jack Burns meneando la cabeza en un gesto de pena.
Era más bien una parodia, de pura exageración. ¿Sería sarcasmo? Bajé la mirada y no dije nada. Era lo último que necesitaba en ese momento. Estaba traumatizada y confusa.