– Me parece algo extraño que una mujer tan dulce como usted acuda a un club como este -continuó Jack Burns lentamente con un tono que expresaba asombro y perplejidad-. ¿Podría aclararme cuál es el propósito de esta… organización?
Tenía que responder a una pregunta directa. Pero ¿por qué me la hacía a mí? Su propio detective pertenecía al mismo club. Ojalá ese hombre de mediana edad, con su traje a cuadros y sus botas de vaquero, desapareciese como por arte de magia. Por poco que conociese a Arthur, deseaba que volviese. Ese hombre me asustaba. Empujé mis gafas sobre la nariz con dedos temblorosos.
– Nos reunimos una vez al mes -dije con voz accidentada- para hablar de un caso famoso de asesinato, normalmente uno antiguo.
El sargento parecía estar meditándolo profundamente.
– ¿Hablar? -inquirió amablemente.
– Eh…, a veces sencillamente lo reseñamos, quién murió y a manos de quién. Nuestros socios tienen intereses muy variados. -A mí me interesaba más la víctima-. Otras veces -proseguí con torpeza-, dependiendo del caso, decidimos si la policía arrestó a la persona correcta. O, si el asesinato quedó sin resolver, discutimos sobre quién podría haber sido el culpable. A veces solo ponemos una película.
– ¿Una película? -El sargento arqueó las cejas, acompañando con un leve gesto de la cabeza para que desarrollase ese punto.
– Como La delgada línea azul, o alguna basada en un caso auténtico. A sangre fría…
– Pero nunca -preguntó con delicadeza- una snuff movie [6], ¿verdad?
– Por Dios -dije con disgusto-. Por Dios, no. ¿Cómo puede siquiera pensarlo? -interrogué desde mi ingenuidad.
– Bueno, señorita Teagarden, estamos ante un asesinato de verdad, y tenemos que hacer preguntas de verdad -sentenció con una expresión para nada agradable. Nuestro club había ofendido en algo la sensibilidad de Jack Burns. ¿Qué pensaría de Arthur, un oficial de policía y miembro del mismo? Pero, al parecer, no iba a estar exento de trabajar en la investigación hasta cierta medida-. Bien, señorita Teagarden -prosiguió Jack Burns, colocándose de nuevo la máscara y con la voz tan cremosa como un buñuelo-. Voy a dirigir esta investigación y mis dos detectives de homicidios intervendrán en ella. Arthur Smith nos ayudará, ya que les conoce a todos. Sé que colaborará al máximo con él. Me ha dicho que sabe un poco más de todo esto que los demás, que recibió una llamada telefónica y descubrió el cadáver. Puede que tengamos que volver a hablar de esto en más de una ocasión, así que le ruego que tenga paciencia. -Y, por su cara, supe que tendría que presentarme cada vez que se me requiriese sin perder un minuto.
Visto lo visto, sentía que Arthur Smith era como un amigo de toda la vida, aunque solo fuese por lo tranquila que me sentía a su lado, en comparación con ese gélido hombre y sus terribles preguntas. Precisamente emergió por detrás de su sargento, la expresión neutra y la mirada cauta. Había escuchado al menos una parte de nuestra conversación, que habría parecido rutinaria de no ser por los modales amenazadores de Burns.
– Señorita Teagarden -dijo Arthur con brusquedad-, ¿te gustaría unirte a los demás en la sala de conferencias? Te ruego que no hables con ellos acerca de lo que ha pasado aquí. Y gracias por todo.
Con Gerald probablemente lamentándose en la sala pequeña y Mamie muerta, no me quedaba más remedio que unirme a los demás, salvo que quisiera que me quedase en el servicio.
Con un retortijón de emociones, de entre las que predominaba el alivio, abrí la puerta y sentí una mano en el brazo.
– Lo siento -murmuró Arthur. Por encima de su hombro vi la chaqueta a cuadros del sargento dándome la espalda mientras mantenía la puerta de acceso abierta para dar paso a agentes uniformados cargados con material-. Si no te importa, pasaré a verte mañana por la mañana para hablar del asunto Wallace. ¿Irás a trabajar?
– Mañana libro -respondí-. Estaré en casa.
– ¿A las nueve sería muy temprano?
– No, estará bien.
Cuando accedí a la sala más amplia, donde mis compañeros de club estaban encerrados en un mar de ansia, me dio por pensar en la inteligencia a la que se enfrentaba Arthur Smith. Alguien se había esmerado artísticamente en una especie de arte vil. Alguien había lanzado un desafío a cualquiera que estuviese dispuesto a recogerlo. «Averiguad quién soy si podéis, estudiantes aficionados del crimen. Yo me he graduado en la vida real. Esta es mi obra».
Sentí la urgencia instintiva de ocultar mis pensamientos. Despejé la mente de mis malos pensamientos y traté de mirar a los ojos a mis compañeros, que me aguardaban tensamente en la sala. Pero Sally Allison era una profesional a la hora de captar miradas esquivas, y vi cómo entreabría la boca al encontrarse con la mía. Sabía, sin lugar a dudas, que me iba a preguntar si había encontrado a Mamie Wright. No era ninguna tonta. Negué firmemente con la cabeza y ella no se acercó.
– ¿Estás bien, pequeña? -preguntó John Queensland, avanzando con la dignidad que era la piedra angular de su carácter-. Tu madre se va a molestar mucho cuando sepa… -Pero como John, que era un pomposillo, por así decirlo, no tenía ni idea de lo que iba a oír mi madre, tuvo que callarse. Me interrogó con la mirada.
– Lo siento -dije con un leve graznido. Agité la cabeza con irritación-. Lo siento -repetí con más fuerza-. No creo que el detective Smith quiera que diga nada antes de que habléis con él. -Lancé a John una ligera sonrisa y fui a sentarme en una silla junto a la cafetera, procurando ignorar las miradas indignadas y los murmullos de disconformidad que se disparaban en mi dirección. Gifford Doakes no paraba de caminar de acá para allá, como una fiera enjaulada. Los policías de fuera parecían estar poniéndole muy nervioso. El novelista Robin Crusoe parecía más bien anhelante y curioso; Lizanne sencillamente destilaba aburrimiento. LeMaster Cane, Melanie y Bankston, al igual que Jane Engle, hablaban entre sí en susurros. Por primera vez, me di cuenta de que otro socio del club, Benjamin Greer, no había venido. Su asistencia era errática, como su vida en general, así que no le di especial importancia. Sally estaba sentada junto a su hijo, Perry, cuya fina línea de la boca estaba retorcida en una sonrisa muy particular. El ascensor de Perry no paraba en todos los pisos.
Me puse una taza de café lamentando que no fuese un trago de bourbon. Pensé en Mamie llegando temprano a la reunión, disponiéndolo todo, preparando cada café para no tener que bebernos el horrible brebaje de Sally… Estallé en lágrimas y derramé el café en mi jersey amarillo.
Esos horribles zapatos turquesa. Seguía sin poder quitarme de la cabeza ese zapato derecho sobre el suelo.
Oí un dulce murmullo que me alivió y supe que Lizanne Buckley había venido en mi ayuda. Me tapó generosamente de las miradas del resto de la sala con su propio cuerpo. Oí el arrastrar de una silla y vi un par de largas y delgadas piernas enfundadas en unos pantalones. Su acompañante, el novelista pelirrojo, la estaba ayudando y luego tuvo el tacto de alejarse. Lizanne se posó sobre la silla y se acercó a mí. Su mano, con la manicura hecha, depositó un pañuelo en el amasijo nervioso que era la mía.
– Pensemos en otra cosa -dijo Lizanne en voz baja, aunque firme. Parecía muy segura de que yo fuese capaz de algo así-. Tonta de mí -continuó ella, encantadora-. No consigo interesarme en las cosas que le gustan a Robin Crusoe, como los asesinatos. Así que si a ti te gusta más, tienes vía libre. Creo que os entenderíais muy bien. Él no tiene ningún problema -añadió apresuradamente, por si me daba por pensar que me estaba ofreciendo mercancía dañada-. Pienso que sería más feliz contigo, ¿no crees? -preguntó persuasivamente. Estaba convencida de que lo que me hacía falta para sentirme mejor era un hombre.