Выбрать главу

Algunas preguntas afloraron en mi mente, pero decidí que no sería educado formularlas. Sería como preguntarle a un médico por tus síntomas durante una fiesta.

– ¿Qué asusta tanto a Jack Burns? -pregunté abruptamente-. ¿Por qué se esfuerza en intimidarte? ¿Adónde quiere llegar?

Al menos Arthur no tenía que preguntarme qué quería decir. Sabía perfectamente cómo era Jack Burns.

– A Jack no le importa caer bien a la gente o no -dijo Arthur sencillamente-. Es una gran ventaja, especialmente para un poli. Ni siquiera le importa caer bien a sus compañeros. Solo quiere que los casos se resuelvan lo antes posible, que los testigos le digan todo lo que saben y que se castigue a los culpables. Quiere que el mundo baile a su ritmo y le da igual lo que tenga que hacer para que eso pase.

Daba miedo.

– Al menos lo tienes enfilado -afirmé sin mucha convicción. Arthur admitió dándolo por sentado.

– Cuéntame todo lo que sepas sobre el caso Wallace -me pidió.

– Bueno, la verdad es que estoy bastante informada, ya que debía tratar el tema anoche -expliqué-. Me pregunto si, quienquiera que matase a Mamie, lo imitó por eso mismo.

En cierto modo me alegraba de poder, al fin, realizar el discurso que tanto me había preparado. Y no solo a un compañero de afición, sino a un profesional del medio.

– Es el misterio del asesinato definitivo, según varios investigadores criminales eminentes -empecé-. William Herbert Wallace, un vendedor de seguros de Liverpool -levanté un dedo para señalar la primera similitud-, casado y sin hijos. -Alcé otro dedo. Entonces pensé que Arthur podría sobrevivir sin que le dijera cómo hacer su trabajo-. Wallace y su esposa, Julia, eran de mediana edad y no tenían mucho dinero, pero sí disfrutaban de un capital intelectual. Interpretaban duetos juntos por las noches. No se distraían demasiado ni tenían demasiados amigos. Tampoco eran conocidos por pelearse.

»Wallace tenía un programa regular para cobrar los pagos al seguro de los clientes suscritos a su empresa particular y llevaba el dinero a casa siempre la misma noche, los martes. También jugaba al ajedrez y participó en un torneo de un club local. Había una tabla eliminatoria que indicaba cuándo le tocaría jugar colgada de una de las paredes del club. Todos los que iban podían verla. -Arqueé las cejas para asegurarme de que Arthur tuviese claro que era un punto importante. Asintió-. Vale. Wallace no tenía teléfono en casa. Un día recibió una llamada en el club de ajedrez antes de llegar. Otro miembro cogió el mensaje. El que llamaba se identificó como Qualtrough. Dijo que quería contratar una póliza a nombre de su hija y solicitó que pidieran a Wallace que pasara por su casa la noche siguiente, que caía en martes.

»Lo malo de la llamada, desde el punto de vista de Wallace -expliqué, imprimiendo un poco de emoción al tema-, era que se produjo cuando él no estaba en el club. Y había una cabina telefónica cerca de su casa que podría haber utilizado en caso de que él mismo hubiese hecho la llamada a Qualtrough.

Arthur tomaba notas en un cuadernillo de cuero que se había sacado de alguna parte.

– Bien. Wallace llega poco después de que Qualtrough llamase al club. Habla del mensaje con otros jugadores de ajedrez. ¿Será que quiere imprimirlo en su memoria? O es el asesino y está preparando su coartada o el verdadero asesino se está asegurando de que Wallace no esté en casa la noche del martes. Y es esta doble posibilidad, que casi da con Wallace en la horca, la que nunca ha dejado de sobrevolar el caso. -¿Era algún escritor capaz de imaginarse algo tan interesante como eso? Sentía ganas de formular esa pregunta. Pero, en vez de ello, seguí con mi exposición-. Así pues, en la noche acordada, Wallace sale a buscar a ese hombre que se hace llamar Qualtrough y desea contratar una póliza de seguros. Vale, era un hombre que necesitaba cerrar todos los negocios potenciales que se le presentasen, y vale, sabemos cómo son los vendedores de seguros incluso hoy en día, pero aun así Wallace se desplazó una enorme distancia para entrevistarse con un cliente potencial. La dirección que Qualtrough dejó en el club de ajedrez estaba en Menlove Gardens Este. Hay Menlove Gardens Norte, Sur y Oeste, pero no Este; así que era una dirección falsa plausible. Wallace pregunta a todo el que se cruza con él, ¡incluso a un policía!, si le pueden ayudar a encontrar la dirección. Puede que sea testarudez o determinación para imprimir el recuerdo de su presencia en el mayor número de personas posible. Como esa dirección simplemente no existe, volvió a casa.

Hice una pausa para tomar un sorbo de mi café tibio.

– ¿Ella ya estaba muerta? -preguntó Arthur sagazmente.

– Eso es, ese es el quid de la cuestión. Si Wallace la mató, debió de hacerlo antes de salir a esa búsqueda inútil, y, de ser así, todo lo que te voy a contar ahora fue puro teatro.

»Llega a casa e intenta abrir la puerta delantera, según declara más tarde. La llave no funciona. Piensa que Julia ha echado el cerrojo por alguna razón y no le oye llamar a la puerta. En cualquier caso, una pareja que vive al lado sale de casa y ve a Wallace en su puerta, aparentemente angustiado. O su actitud es genuina o ha estado esperando en la oscuridad a que alguien pueda ser testigo de su entrada.

La cabellera rubia de Arthur se agitaba de un lado a otro lentamente a medida que asimilaba los giros y los quiebros de ese clásico. Me imaginé a los policías de Liverpool en 1931 actuando exactamente de la misma manera. O quizá no; desde el principio estuvieron convencidos de que habían arrestado al culpable.

– ¿Se llevaba Wallace bien con los vecinos? -preguntó.

– No especialmente. Tenían buena relación, aunque impersonal.

– Así que podía contar con ellos como testigos imparciales -observó Arthur.

– Así lo hizo. Casualmente, la consecuencia del incidente de la puerta, que Wallace se empeñaba en que se resistía a su llave, resultó ser un aspecto capital del juicio, aunque el testimonio resultó un tanto turbio. Igual de dudoso resultó el testimonio de un muchacho que llamó a la puerta para dejar la leche del día, un periódico o algo por lo que la señora Wallace había abierto la puerta, viva y sana; y si se hubiera podido demostrar que en ese momento su marido ya había salido, el asunto se habría acabado. Pero no pudo ser. -Tomé una bocanada de aire. Llegábamos a la escena crucial-. Sea como sea, Wallace y la pareja entran en la casa, ven algo de desorden en la cocina y otra habitación, creo, pero ningún indicio de saqueo concienzudo. Alguien había desvalijado la caja donde Wallace guardaba el dinero de las pólizas. Por supuesto, todo ocurrió el martes, momento en el que debía de estar llena.

»Para entonces, los vecinos están atemorizados. Wallace los llama desde el salón delantero, una estancia raramente utilizada.

»Allí está Julia Wallace, tumbada frente a la estufa de gas, sobre una gabardina. La gabardina, parcialmente quemada, no es suya. La han apaleado hasta matarla, con extrema brutalidad y fuerza innecesaria. No la han violado. -Me detuve de repente-. Doy por sentado que Mamie tampoco fue violada -dije débilmente, temiendo la respuesta.

– Hasta donde sabemos, parece que no -contestó Arthur, ausente, sin dejar de tomar apuntes.

Resoplé.

– Bueno, Wallace teoriza que Qualtrough, quien ha de ser el asesino si Wallace es inocente, llamó a la casa cuando él se marchó. Era alguien que evidentemente Julia no conocía bien, o puede que fuese un desconocido total, porque lo llevó al salón de los invitados. -Lo mismo que haría yo con un vendedor de seguros, pensé-. La gabardina, una vieja prenda de Wallace, quizá la utilizó ella para echársela sobre los hombros, ya que en el impoluto salón hacía frío hasta que la estufa, que aparentemente encendió, pudo paliarlo. El dinero robado no fue demasiado, ya que Wallace había estado enfermo esa semana y no había podido recaudar la cantidad habitual. Pero es de presumir que nadie más lo sabía.