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M únich, 1949

Estábamos a un tiro de piedra de lo que alguna vez había sido un campo de concentración, aunque cuando dábamos indicaciones para llegar tratábamos de no mencionarlo a menos que fuera absolutamente necesario. El hotel, situado al este de la ciudad medieval de Dachau, se encontraba al final de una carretera secundaria pavimentada, flanqueada por álamos, y separada del antiguo KZ (en la actualidad un asentamiento para refugiados alemanes y checos huidos del comunismo) por el canal del río Würm. Era un lugar con entramado de madera, una típica casa de las afueras, de tres pisos, con tejado a dos aguas cubierto por tejas de color naranja y un jardín rebosante de geranios rojos. La clase de lugar que había conocido tiempos mejores. Después de que los nazis y más tarde los prisioneros de guerra alemanes abandonaran Dachau, dejó de llegar gente al hotel, salvo por la visita ocasional de algún ingeniero de construcción que venía a supervisar la degradación de un KZ en el que, en el verano de 1936, tuve ocasión de pasar algunas de las semanas más desagradables de mi vida. Los representantes elegidos por los bávaros no consideraban necesario conservar lo que quedaba del campo a fin de que pudiera ser visitado. Sin embargo, la mayoría de los habitantes de la zona, yo entre ellos, éramos de la opinión de que el campo constituía la única oportunidad para que entrara algo de dinero en Dachau. Algo poco probable, teniendo en cuenta que el templo conmemorativo seguía sin construirse y de que la fosa común, en la que habían enterradas más de cinco mil personas, no estaba señalizada. Los visitantes no llegaban y, pese a mis esfuerzos con los geranios, el hotel comenzó a morir. Así las cosas, el día que un Buick Roadmaster de dos puertas se detuvo frente a nuestra pequeña entrada me dije que lo más probable fuera que aquellos hombres se hubieran perdido y quisieran preguntarme cómo se llegaba a los barracones del Tercer Ejército de Estados Unidos, aunque resultaba difícil pasar de largo sin verlos.

El conductor se apeó del Buick, se desperezó como un niño y alzó los ojos al cielo, como si le sorprendiera que los pájaros pudieran cantar en un lugar como Dachau. A menudo yo pensaba lo mismo. Su acompañante permaneció en el coche, mirando al frente, tal vez deseando estar en cualquier otro lugar. Sentí lástima por él y pensé que, de ser yo quien se encontrara en aquel automóvil de color verde brillante, sin lugar a dudas tomaría el volante y huiría de allí. Ninguno de los dos llevaba uniforme, pero el conductor iba mejor vestido que su acompañante. Mejor vestido, mejor alimentado y en un estado de salud mucho mejor, o al menos eso me pareció. Subió con decisión los escalones de piedra de la entrada y cruzó la puerta como si fuera el dueño del lugar, así que pronto me vi saludando con la cabeza a aquel hombre bronceado, con gafas y sin sombrero, con gesto de maestro de ajedrez que hubiera considerado todos los movimientos posibles. No parecía que se hubiera perdido.

– ¿Es usted el propietario? -preguntó nada más entrar por la puerta, sin esforzarse demasiado por demostrar un buen acento alemán y sin apenas dirigirme la mirada.

Echó un rápido vistazo a la decoración del hotel, que pretendía hacer que los visitantes se sintieran como en casa, aunque para ello era necesario que estuvieran acostumbrados a compartir habitación con vacas. Había cencerros, ruecas, rastros, rastrillos, piedras de afilar y un enorme tonel de madera sobre el que descansaba un ejemplar de Süddeutsche Zeitung de hacía dos días, y uno de Münchener Stadtanzeiger mucho más antiguo. Las paredes estaban adornadas con acuarelas que representaban escenas rurales de la época en que pintores mejores que Hitler habían llegado a Dachau atraídos por el peculiar encanto del río Amper y del Dachauer Moos (una extensa zona pantanosa casi seca que había sido convertida en tierra de labranza). El conjunto resultaba tanhortera como un reloj de cuco con ribetes dorados.

– Podría decirse que soy el propietario, sí. Al menos mientras mi mujer siga indispuesta. Está en el hospital, en Munich.

– Espero que no sea nada grave -respondió el americano, aún sin mirarme.

Parecía bastante más interesado en las acuarelas que en la salud de mi esposa.

– Supongo que busca los barracones del ejército de Estados Unidos en el antiguo KZ -dije-. Ha torcido por la carretera cuando debería haber cruzado el puente, por encima del canal. Está a menos de cien metros de aquí. Al otro lado de esos árboles.

Entonces me miró y me di cuenta de que sus ojos tenían un brillo travieso, como el de la mirada de un gato.

– Son álamos, ¿no? -Se agachó y miró por la ventana en dirección al campo-. Seguro que está orgulloso de ellos. Es decir, nadie diría que allí detrás está el campo. Muy útiles.

Sin prestar atención al tono de acusación velada que había utilizado, me acerqué a la ventana.

– Y yo que creía que se había perdido.

– No, no -respondió el americano-. No me he perdido. Éste es el lugar que andaba buscando. Siempre y cuando esto sea el hotel Schröderbrau.

– Es el hotel Schröderbrau.

– Entonces estoy en el lugar correcto.

– El americano mediría un metro setenta y cinco y tenía las manos y los pies más bien pequeños. Llevaba la camisa, corbata, pantalones y zapatos conjuntados en distintos tonos de marrón, pero la chaqueta era de un color más claro, de tweed, y de corte elegante. Su Rolex de oro me decía que en el garaje de su casa en Estados Unidos debía de tener un coche mejor que aquel Buick.

Necesito dos habitaciones, durante dos noches. Para mí y para mi amigo, que está en el coche.

– Siento comunicarle que éste no es un hotel para americanos -respondí-. Podría perder mi licencia.

– No lo sabrá nadie si usted no se lo dice.

– Por favor, no crea que pretendo ser desagradable -comenté, poniendo a prueba el inglés que había estadoestudiando por mi cuenta-, pero a decir verdad estamos a punto de cerrarlo. Este hotel perteneció a mi suegro hasta que murió. A mi mujer y a mí no nos ha ido muy bien el negocio, por razones evidentes. Y ahora que está enferma… -Me encogí de hombros-. No soy un buen cocinero, ¿sabe, caballero? Y se nota que usted es un hombre acostumbrado a las comodidades. Estaría mejor en cualquier otro hotel. Tal vez en el Zieglerbrau, o en el Hörhammer, que están al otro lado de la ciudad. Tanto en uno como en otro los americanos son bienvenidos. Y ambos ofrecen excelente comida, sobre todo el Zieglerbrau.

– ¿Debo entender entonces que no hay ningún otro huésped en este hotel? -preguntó, ignorando mis objeciones y mis esfuerzos por hablar su idioma.

Su alemán podía carecer de acento, pero el tipo hacía un buen uso de la gramática y el vocabulario.

– No -respondí-. Está vacío. Como ya le he dicho, estamos a punto de cerrar.

– Se lo pregunto porque no deja de hablar en plural. Su suegro está muerto y, según me ha dicho, su mujer está en el hospital. Aun así, sigue refiriéndose a un «nosotros». Como si hubiera aquí alguien más.

– Costumbre de hotelero. Yo y mi impecable sentido de la atención.

El americano se sacó una botella de whisky del bolsillo y la sostuvo en alto para que pudiera ver la etiqueta.

– ¿Sería posible que, movido por ese impecable sentido de la atención, trajera un par de vasos?

– ¿Un par de vasos? Por supuesto. -No tenía ni idea de qué quería aquel tipo. Desde luego, no parecía estar buscando habitación. Y si había gato encerrado, yo todavía no era capaz de olerlo. Además, por la etiqueta, el whisky parecía de calidad-. ¿Y qué me dice de su amigo? ¿No tomará un trago con nosotros?

– ¿El? Oh, no, él no bebe.

Me dirigí a la oficina y regresé con los dos vasos. Antes de que pudiera preguntarle si quería el suyo conagua, el americano ya había llenado ambos vasos hasta arriba. Contempló el whisky a contraluz y, muy despacio, dijo: