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– ¿Sabe? Me gustaría recordar de qué me suena su cara.

No le presté demasiada atención. Aquél era un comentario que sólo un americano o un europeo podrían haber hecho. En Alemania, hoy en día, nadie desea recordar nada ni a nadie. El privilegio de la derrota.

– Ya me vendrá a la cabeza -dijo, mientras asentía-. Nunca olvido una cara. Pero bueno, no tiene importancia.

Dio un trago de su vaso y lo dejó a un lado. Yo probé el mío. No me había equivocado. Era bueno, y así se lo dije.

– Verá, resulta que su hotel se ajusta a la perfección a mis necesidades. Como ya le he dicho, necesito dos habitaciones para pasar una o dos noches, depende. Y tengo dinero. Dinero en efectivo. -Sacó un fajo de marcos de su bolsillo trasero, retiró el pasador de plata y dejó sobre la mesa cinco billetes de veinte que fue contando frente a mí. Unas cinco veces el precio de dos habitaciones durante dos noches-. Dinero tímido, no le gustan las preguntas.

Me terminé el vaso y dirigí la mirada al hombre que permanecía sentado fuera, en el Buick, y como mi vista ya no era la de antaño, entorné los ojos para verlo mejor. El americano se dio cuenta enseguida.

– Se pregunta quién es mi amigo -dijo-. A qué viene esa expresión avinagrada, tal vez. -Rellenó de nuevo los vasos y dibujó una sonrisa-. No se preocupe. No somos amigos del alma, si es eso lo que se estaba preguntando. Todo lo contrario, en realidad. Si le pregunta su opinión sobre mí lo más probable es que le diga que me odia con todas sus fuerzas, el muy cabrón.

– El compañero de viaje ideal -respondí-. Lo que yo digo, que un viaje compartido aporta recuerdos el doble de felices.

Me terminé el segundo vaso de whisky pero seguí sin tocar los cien marcos, al menos con la mano. Sinembargo, de vez en cuando atraían mi mirada, lo cual no pasó inadvertido para el americano.

– Adelante. Tome el dinero. Ambos sabemos que lo necesita. Este hotel no ha visto entrar un huésped desde que mi gobierno pusiera fin a la persecución de criminales de guerra en Dachau, el agosto pasado. De eso hace casi un año, ¿no? No me extraña que su suegro se suicidara. -No respondí, pero comencé a oler algo sospechoso-. Debe de haber sido duro -prosiguió-. Muy duro. Ahora que los juicios ya han terminado, ¿quién va a querer venir de vacaciones aquí? Es decir, no es que Dachau sea Coney Island, ¿me entiende? Aunque claro, aún podría tener suerte y acoger a unos cuantos judíos dispuestos a darse un paseo por la avenida del recuerdo.

– Vaya al grano -ordené.

– Está bien. -Se terminó la bebida y se sacó una pitillera de oro del otro bolsillo-. Herr Kommissar Gunther.

Acepté el cigarrillo que me ofreció y dejé que me lo encendiera con una cerilla a la que infundió vida con la uña del pulgar justo antes de acercármela a la cara.

– Debería tener cuidado al hacer eso -le dije-. Podría estropearse la manicura.

– O podría estropeármela usted, ¿no?

– Quizás.

Soltó una carcajada.

– No se haga el duro conmigo, amigo -advirtió-. Ya hay quien lo ha intentado. Los cabezas cuadradas que lo intentaron aún están recogiendo las piezas que les saltaron de la boca.

– No sé yo. A mí no me parece un tipo tan duro. ¿O es éste el aspecto de tipo duro que prima esta temporada?

– Lo que usted sepa o deje de saber tiene importancia secundaria, Bernie, muchacho. Deje que le diga lo que yo sé, será un minuto. Sé mucho. Sé que usted y su mujer llegaron aquí desde Berlín el otoño pasado para ayudar al padre de ella a llevar este hotel. Sé que él se mató justo antes de Navidad y que eso la dejó muy tocada. Sé que usted era Kriminal Kommissar en Alex, en Berlín. Un poli. Igual que yo.

– No tiene pinta de poli.

– Gracias, lo tomaré como un cumplido, herr Kommissar.

– De eso hace diez años -respondí-. Además, sólo era inspector. O detective privado.

El americano volvió la cabeza hacia la ventana.

– El tipo del coche está esposado al volante. Es un criminal de guerra. Lo que sus periódicos alemanes llamarían un camisa parda. Durante la guerra estuvo destinado aquí, en Dachau. Trabajó en el crematorio, quemando cuerpos, por lo que lo condenaron a una pena de veinte años. Si quiere saber mi opinión, yo creo que deberían haberlo colgado. Como a todos los demás. Pero claro, si lo hubieran colgado ahora no estaría ahí, ayudándome con mis pesquisas. Y no hubiera tenido el placer de conocerle a usted.

Sopló una bocanada de humo hacia el techo de madera tallada y después se quitó una brizna de tabaco de su elocuente lengua rosa. Le podría haber dado un gancho directo y se la habría dejado sin punta. Estaba con el tipo del coche, el que odiaba a muerte al americano. No me gustaban las formas del yanqui ni la ventaja que creía tener sobre mí. Pero no merecía la pena darle un puñetazo, al fin y al cabo estaba en zona americana y ambos sabíamos que podían hacérmelas pasar canutas. No quería problemas con los americanos, sobre todo después de los problemas que ya había tenido con los Ivanes. Así que mantuve los brazos pegados al cuerpo. Además, estaba el asunto de los cien marcos. Y cien marcos eran cien marcos.

– Al parecer, el hombre del coche era amigo del padre de su esposa -dijo el americano. Dio media vuelta y se dirigió al bar del hotel-. Imagino que tanto él como sus colegas de las SS estuvieron en este lugar un buen número de veces. -Me fijé en cómo miraba los vasos sucios que había sobre la barra, los ceniceros a rebosar, las manchas de cerveza del suelo. Todo obra mía. Aquel bar era el único sitio del hotel en el que me sentía como en casa-. Supongo que aquéllos fueron días mejores, ¿no? -Se rió-. ¿Sabe? Creo que debería volver a lapolicía, Gunther. Usted no tiene alma de hotelero, de eso no hay duda. Por favor, si he visto bolsas para transportar cadáveres más acogedoras que este lugar.

– Nadie le obliga a quedarse y confraternizar -respondí.

– ¿Confraternizar? -Volvió a reír-. ¿Es eso lo que usted hace? No, no lo creo. Confraternizar implica un trato como de hermanos. Y yo no podría tenerlo con nadie que fuera capaz de quedarse en una ciudad como ésta, amigo.

– No se sienta mal por ello -respondí-. Soy hijo único, tampoco me va mucho el trato fraternal. A decir verdad, prefiero vaciar ceniceros que seguir hablando con usted.

– Wolf, el tipo del coche -dijo el americano-, era un tipo de lo más emprendedor. Antes de quemar cuerpos se dedicaba a arrancar dientes de oro con unas tenazas. Tenía unas tijeras de podar con las que cortaba los dedos en los que había una alianza. Tenía incluso unas tenacillas que utilizaba para inspeccionar las partes íntimas de los cadáveres en busca de fajos de billetes, joyas o monedas de oro. Es sorprendente lo mucho que encontraba. Suficiente para llenar una caja de vino vacía que enterró en el jardín de su suegro antes de que el campo fuera liberado.

– Y usted pretende desenterrarla.

– Yo no voy a desenterrar nada. -Señaló la puerta con el pulgar-. Lo hará él, si sabe lo que le conviene.

– ¿Qué le hace pensar que la caja sigue allí? -pregunté.

Se encogió de hombros.

– Me atrevería a apostar que su suegro, herr Handlöser, no la encontró. De haberlo hecho, este lugar estaría en mejor estado y es probable que no hubiera acabado con la cabeza entre las vías de Altomünster, a lo Ana Karenina. Aunque estoy seguro de que no tuvo que esperar tanto como ella. Eso es algo que a los cabezas cuadradas se les da de maravilla. Los trenes. Las cosas como son. En este maldito país todo funciona como un reloj.

– ¿Y para qué serían los cien marcos? ¿Para mantener la boca cerrada?

– Eso es. Pero no como usted piensa. Verá, le estoy haciendo un favor. A usted y al resto de gente que vive aquí. Mire, si la gente se enterara de que alguien encontró una caja llena de oro y joyas en su jardín, Gunther, se armaría un revuelo tremendo y todo el mundo comenzaría a buscar tesoros. Los refugiados, los soldados británicos y americanos, los alemanes desesperados, los Ivanes avariciosos, todo el mundo. Por eso debe permanecer en secreto. Así de simple.