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– El rumor de un tesoro escondido podría ser beneficioso para el negocio -respondí, encaminándome a recepción. El dinero seguía sobre el mostrador-. Podría atraer a la gente a manadas.

– ¿Y qué sucedería cuando no encontraran nada? Piense en ello. Las cosas podrían ponerse muy feas. No sería la primera vez.

Asentí. No puedo decir que no me tentara su dinero, pero no quería tener nada que ver con el oro salido de la boca de nadie. Arrastré los billetes hacia él.

– Cave cuanto quiera. Y haga lo que le salga de las narices con lo que encuentre. Pero sepa que no me gusta el olor de su dinero. Me parece una parte del botín, y si en su momento ya no quise saber nada, ahora mucho menos.

– Vaya, vaya. ¿No es sorprendente? Un cabeza cuadrada con principios. Creí que Adolf Hitler había terminado con todos ustedes.

– Son tres marcos por noche. Cada uno y por anticipado. Tiene a su disposición el agua caliente que necesite, noche y día, pero si desea algo más que una taza de té o de café, eso va aparte. La comida está racionada, y es para los alemanes.

– Me parece bien. Y si sirve de algo, deje que le diga que lo siento. Estaba equivocado con respecto a usted.

– Si sirve de algo, yo también lo siento -dije, sirviéndome otro vaso de su whisky-. Cada vez que miro esa franja de árboles me viene a la cabeza lo que sucedió al otro lado.

2

El hombre del coche era de estatura media, tenía el pelo oscuro, las orejas prominentes y la mirada sombría. Llevaba un grueso traje de lana y una camisa blanca sin corbata, sin duda para evitar que se colgara. No me habló y yo no le hablé. Entró en el hotel con la cabeza enterrada entre sus estrechos hombros, como si (no se me ocurre ninguna otra explicación) cargara con el peso de una enorme vergüenza. Aunque tal vez me pueda la imaginación. El hecho es que sentí lástima por él. Si las cartas se hubieran jugado de manera distinta, podría haber sido yo el que se encontrara en ese Buick.

Había otra razón por la que me dio lástima. Parecía enfermo, febril. Ni de lejos en las mejores condiciones para empezar a cavar un hoyo en mi jardín. Así lo comenté con el americano mientras éste buscaba herramientas en las profundidades del maletero de su Buick.

– Por su aspecto debería estar en el hospital.

– Y ahí es donde lo llevaré una vez haya terminado con esto -respondió el americano-. Si encuentra la caja, tendrá su penicilina. -Se encogió de hombros-. No creo que colaborara si no hubiéramos llegado a ese acuerdo.

– Vaya, y yo que creía que los yanquis prestaban atención a las Convenciones de Ginebra…

– Oh, lo hacemos, lo hacemos -respondió-. Pero estos tipos no son soldados convencionales, son criminales de guerra. Algunos de ellos han asesinado a miles de personas. Ellos mismos se han colocado fuera del ámbito de protección de Ginebra.

Seguimos a Wolf hasta el jardín y una vez allí el americano soltó las herramientas en el césped y le ordenó que se pusiera a ello. Era un día caluroso. Demasiado para hurgar en ningún otro lugar que no fuera los bolsillos. Wolf se apoyó en un árbol durante unos segundos para tomar fuerzas y soltó un suspiro.

– Creo que éste es el sitio, justo aquí -susurró-. ¿Podría traerme un vaso de agua? -preguntó.

Le temblaban las manos y tenía la frente cubierta de sudor.

– Tráigale un vaso de agua, ¿quiere, Gunther? -ordenó el americano.

Fui a por el agua y cuando regresé encontré a Wolf pico en mano. Hizo un intento de clavarlo en el suelo y a punto estuvo de desfallecer. Lo agarré por el hombro y lo ayudé a sentarse. El americano encendió un cigarrillo con aparente desinterés.

– Tómate tu tiempo, Wolf, amigo. No hay prisa. Por eso reservé dos noches. ¿Lo ve? Tuve en cuenta que no estaría en forma para hacer trabajos de jardinería.

– Este hombre no está en condiciones de hacer ningún tipo de trabajo físico -respondí-. Fíjese en él, apenas se sostiene en pie.

El americano lanzó la cerilla hacia Wolf y escupió con desdén:

– ¿Acaso cree que él le dijo eso a alguna de las personas que estuvieron en Dachau? Y un carajo. Lo más probable es que les pegara un tiro en la cabeza nada más caer al suelo. Lo cual tampoco es mala idea. Me evitaría tener que llevarlo al hospital de la cárcel después de esto.

– Ya. Pero ése no es el objetivo de esta aventura, ¿no? Creí que sólo le interesaba conseguir lo que hay enterrado por aquí.

– Así es. Pero no seré yo quien cave. Estos son zapatos Florsheim.

Le arrebaté el pico de la mano con mala gana y añadí:

– Si tiene que servir para que pueda librarme de usted antes de esta noche, lo haré yo mismo.

Hundí la punta del pico en el césped como si estuviera clavándola en la cabeza del americano.

– Nadie le ha dado vela en este entierro, Gunther.

– No, pero nos tocará celebrar uno a menos que sea yo quien se ocupe de esto.

– Gracias, compañero -musitó Wolf, que fue a sentarse debajo del árbol, se recostó y entrecerró los ojos.

– Hay que ver estos cabezas cuadradas… -El americano sonrió-. Siempre unidos, ¿eh?

– Esto no tiene nada que ver con ser alemán -respondí-. Es probable que hubiera hecho lo mismo por alguien que no me cayera demasiado bien, incluso por usted.

Estuve trabajando durante una hora con el pico y después con la pala hasta que, aproximadamente a un metro de profundidad, di con algo duro. Sonó como si hubiera golpeado un ataúd. El americano corrió al borde delagujero y miró en su interior con ojos ávidos. Seguí cavando y por fin encontré una caja del tamaño de una maleta pequeña que levanté y coloqué sobre la hierba, junto a sus pies. Era pesada. Cuando alcé la vista me di cuenta de que el americano tenía una treinta y ocho en la mano. Cañón corto, pistola de policía.

– Nada personal -comentó-, pero un hombre que cava para encontrar un tesoro puede llegar a pensar que le corresponde una parte. Sobre todo un hombre lo bastante noble como para rechazar cien marcos.

– Lo que pienso es que la idea de destrozarle la cabeza con la pala me resulta muy atractiva -respondí.

El americano levantó la pistola.

– Entonces será mejor que se deshaga de ella, sólo por si acaso.

Me agaché, recogí la pala y la lancé en el parterre. Metí la mano en el bolsillo y, viendo que se tensaba, solté una carcajada.

– Vaya, el tipo duro se pone nervioso, ¿no? -Saqué un paquete de Lucky y encendí un cigarrillo-. Supongo que esos cabezas cuadradas que aún están recogiendo las piezas que les saltaron de la boca no cuidaban mucho su dentadura. Eso o es usted un cuentista.

– Bien, quiero que haga lo siguiente. Salga del hoyo, agarre la caja y llévela al coche.

– Usted y su manicura.

– Eso es, yo y mi manicura -respondió.

Salí del agujero, lo miré a los ojos y después bajé la vista a la caja, en el suelo.

– Es un cabrón, eso está claro. Pero en mi época conocí a muchos cabrones, a algunos de los mayores cabrones, mucho más cabrones que usted, y sé de qué estoy hablando. Hay muchas razones para disparar a un tipo a sangre fría, pero negarse a cargar con una caja hasta un coche no es una de ellas. Así que voy a entrar en casa a lavarme, a beber cerveza, y usted puede irse al infierno.

Di media vuelta y caminé hacia la casa. No apretó el gatillo.

Transcurridos unos cinco minutos, eché un vistazo por la ventana del baño y vi a Wolf caminando despaciohacia el Buick con la caja en brazos. Aún con la pistola en la mano y mirando las ventanas del hotel con expresión nerviosa, como si temiera que estuviera apuntándole con un rifle, el americano abrió el maletero y Wolf soltó la caja. Después ambos subieron al Buick y partieron a toda prisa. Regresé al piso de abajo, me dirigí al bar a por una cerveza y cerré la puerta de entrada con llave. El americano tenía razón en uno de sus comentarios. Era un pésimo encargado de hotel y ya iba siendo hora de admitirlo y hacer algo al respecto. Agarré un pedazo de papel y escribí «cerrado hasta nuevo aviso» en grandes letras rojas. Lo pegué en el cristal de la puerta y regresé al bar.