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Dos horas y el doble de cervezas más tarde tomé uno de los nuevos trenes eléctricos con destino a la estación central de Munich. Una vez allí recorrí las calles del centro, dañadas por el impacto de las bombas, y seguí hasta la esquina con Ludwigstrasse donde, frente a los restos chamuscados del Leuchtenberg Palais y del Odeon, en su día las dos mejores salas de conciertos de la ciudad, tomé un tranvía hacia el norte, rumbo a Schwabing. Allí casi todos los edificios me recordaban a mí; la fachada era lo único que permanecía en pie, de modo que aunque la imagen de la calle no se veía afectada, en realidad todo estaba dañado y no quedaban sino cenizas. Había llegado el momento de reconstruir, aunque no sabía cómo si seguía haciendo lo que llevaba haciendo hasta entonces. Habiendo trabajado como detective para los Adlon a principios de los treinta, algo sabía sobre el funcionamiento de un gran hotel, pero de poco me sirvió para hacerme cargo de uno pequeño. El americano tenía razón. Debía retomar lo que mejor se me daba. Iba a decirle a Kirsten que pretendía poner el hotel en venta y dedicarme de nuevo a la investigación privada. Por supuesto, una cosa era decírselo y otra muy distinta esperar que ella diera la menor señal de haberlo comprendido. Pues aunque yo al menos conservaba la fachada, Kirsten no era más que una ruina de lo que alguna vez fue.

En el extremo norte de Schwabing se encontraba el hospital estatal más importante de la ciudad. Los americanos lo utilizaban como hospital militar, por lo que los alemanes tenían que ir a otro lugar. Todos salvo los locos, que eran enviados al Instituto de Psiquiatría Max Planck, a la vuelta de la esquina del edificio principal, en Kraepelinstrasse. La visitaba tan a menudo como me era posible habida cuenta de que debía hacerme cargo del hotel, por lo que en los últimos tiempos había ido hasta allí en contadas ocasiones.

La habitación de Kirsten ofrecía una vista sobre el Prinz Luitpold Park y se extendía hasta el sureste de la ciudad pero no por ello era confortable. Las ventanas estaban aseguradas con barrotes y las tres mujeres con las que compartía habitación padecían trastornos severos. El lugar apestaba a orina y, de vez en cuando, una de las mujeres gritaba a todo pulmón, soltaba una carcajada histérica o me dirigía improperios indescifrables. Además, las camas estaban infestadas de chinches. Kirsten tenía señales en los brazos y en los muslos y una vez a mí también me picaron. No era fácil reconocer en Kirsten a la mujer con la que me había casado. En los diez meses que habían pasado desde que salimos de Berlín, había envejecido diez años. Tenía el pelo largo, canoso y sucio. Los ojos parecían dos bombillas fundidas. Se sentaba en el borde del armazón metálico de la cama y se quedaba mirando el suelo verde de linóleo como si no hubiera visto nada tan fascinante en toda su vida. Parecía un pobre animal disecado de la colección antropológica que había en el museo de Richard-Wagner-Strasse.

Tras la muerte de su padre, Kirsten había caído en un estado de depresión generalizada y comenzado a beber mucho y a hablar sola. Al principio creí que daba por hecho que yo la estaba escuchando, pero pronto me di cuenta, no sin pesar, de que ése no era el caso. Así que cuando dejó de hacerlo me sentí aliviado. El problema entonces fue que dejó de hablar por completo, y cuando ya era evidente que se había encerrado en sí misma,llamé al médico y éste recomendó su hospitalización.

– Sufre esquizofrenia catatónica aguda -me había dicho el doctor Bublitz, el psiquiatra que trataba a Kirsten, a la semana de su ingreso en el hospital-. No es tan raro. Después de lo sucedido en Alemania, ¿a quién le extraña? Diría que una quinta parte de nuestros pacientes padecen algún tipo de catatonia. Nijinski, el bailarín y coreógrafo, sufrió la misma enfermedad que frau Handlöser.

Como su médico de familia llevaba tratándola desde que era niña, la había ingresado en el Max Planck con su nombre de soltera. (Por mucho que me fastidiara, no daba la impresión de que pudiera hacer nada por rectificar el error, así que dejé de corregir al médico cada vez que la llamaba frau Handlöser.)

– ¿Se pondrá mejor? -le había preguntado al doctor Bublitz.

– Es difícil de saber.

– Bueno, ¿cómo está Nijinski ahora?

– Corría el rumor de que había muerto. Pero era falso. Sigue vivo, aunque en tratamiento psiquiátrico.

– Supongo que eso responde a mi pregunta.

– ¿Sobre Nijinski?

– Sobre mi mujer.

Ya apenas veía al doctor Bublitz. Me limitaba a sentarme junto a Kirsten y a cepillarle la melena o a encenderle un cigarrillo que le colocaba en la comisura de los labios, donde permanecía hasta consumirse, sin que hubiera dado ni una sola calada. A veces el humo la obligaba a pestañear, la única señal de que seguía con vida y la única razón por la que yo seguía haciéndolo. En ocasiones le leía el periódico o un libro y una o dos veces, como tenía un aliento tan apestoso, le lavé los dientes. En aquella ocasión en particular decidí contarle lo que planeaba hacer con el hotel y con mi vida.

– Tengo que hacer algo. No puedo quedarme en el hotel más tiempo. Si no lo hago, yo también terminaré aquí. Hoy mismo, cuando me vaya, iré a ver a tu abogado y pondré el hotel en venta. Después iré a ver a herr Kohl, en el Wechselbank, y le pediré un anticipo para poder montar una pequeña empresa. Como detectiveprivado, claro. No valgo para hacerme cargo de un hotel. El trabajo policial es lo único que se me da bien. Alquilaré una oficina y un pequeño apartamento aquí, en Schwabing, para estar cerca de ti. Ya sabes que esta parte de Munich me recuerda un poco a Berlín y además, por culpa de los bombardeos, es barata. Algo cerca de Wagmullerstrasse, hacia el extremo sur de Englischerstrasse, sería genial. La Cruz Ro ja de Baviera tiene allí sus oficinas, y es el primer lugar al que acude la gente que busca a una persona desaparecida. Creo que, si me especializo en esa rama, tengo posibilidades de ganarme bastante bien la vida.

No esperaba que Kirsten dijera nada y evidentemente no me decepcionó. Se quedó mirando el suelo como si aquellas noticias fueran lo más deprimente que hubiera oído jamás. Como si poner en venta un hotel condenado al fracaso fuera la peor decisión empresarial que se pudiera tomar. Guardé silencio, me llevé su cigarrillo a los labios y di una larga calada antes de apagarlo en la suela de mi zapato y guardarme la colilla en el bolsillo de la chaqueta. (La habitación estaba ya bastante sucia como para contribuir con mi cigarrillo a la montaña de mugre.)

– Sigue habiendo muchos desaparecidos en Alemania. Tantos como cuando los nazis estaban en el poder. -Negué con la cabeza-. No puedo seguir en Dachau. No sin ti. Ha sido suficiente, no puedo más. Tal y como me siento ahora mismo, debería ser yo y no tú quien estuviera aquí encerrado.

Me llevé un susto de muerte cuando una de las mujeres soltó una carcajada y me acerqué a la pared en la que Kirsten había permanecido durante el tiempo que pasé allí, meciéndose como un viejo rabino. Tal vez supiera algo que a mí se me escapaba. Hay quien dice que la locura es tan sólo la capacidad de prever el futuro, y que si supiéramos en el presente lo que sabremos dentro de un tiempo, es probable que eso bastara para hacernos gritar. En esta vida, el truco consiste en mantener los dos períodos apartados durante el mayor tiempo posible.

3

Tuve que obtener un certificado de desnazificación del Ministerio del Interior, en Prinzregentenstrasse, lo cual, como nunca fui miembro del Partido Nazi, no presentó mayores dificultades. De hecho, el Presidium de la Po licía de Ettstrasse (donde tenían que refrendar el certificado) estaba lleno de matones que, al igual que yo, habían trabajado para las SS, por no mencionar los que habían pertenecido a la Ges tapo y al SD. Por suerte para mí, las autoridades de ocupación no eran de la opinión que los traslados ex officio de la KRI PO, la policía criminal, o de la OR PO, la policía uniformada, a estas organizaciones de la policía nazi bastaran para que a un hombre le fuera negado un puesto de policía en la incipiente República Federal de Alemania. Sólo aquellos jóvenes que habían comenzado sus carreras en las SS, la Ges tapo o el SD se toparon con dificultades reales. Y aun en esos casos hubo formas de eludir la Ley de Liberación de 1946 que, de haber sido aplicada con la rigidez que se pretendía, hubiera dejado a Alemania sin fuerza policial. Un buen poli sigue siendo un buen poli, aunque haya sido un nazi hijo de perra.