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Encontré una pequeña oficina en Galeriestrasse, al oeste de Wagmullerstrasse. Parecía justo lo que andaba buscando. Se encontraba delante de una oficina de correos y justo encima de una librería de viejo. Estaba en la misma planta que la consulta de un dentista y una casa de compraventa de monedas. Me sentía tan respetable como me podía sentir en un edificio que todavía mantenía la pintura de camuflaje para evitar los ataques aéreos de los Aliados. El edificio se había utilizado como delegación menor de la Ofi cina de Guerra de Ludwigstrasse y en un viejo armario encontré algunas viejas fotografías de Hitler y Göring, un portagranadas vacío, una bandolera de rifle y un casco M42 que resultó ser de mi talla (sesenta y ocho).

Frente al edificio había una parada de taxis y un quiosco que vendía periódicos y tabaco. Tenía mi nombregrabado en una placa de metal y un buzón en la pared de la entrada. Todo listo.

Me paseé por el centro de Múnich y dejé tarjetas en oficinas y lugares que creí podrían contribuir al negocio. La Cruz Ro ja, la Agen cia Alemana de Información de Sonnenstrasse, el Instituto Cultural de Israel en Herzog- Max-Strasse, la Ame rican Express Company en Brienner Strasse y la Ofi cina de Objetos Perdidos de la Po licía. Incluso acudí a antiguos compañeros. Uno de ellos era un ex poli llamado Korsch que trabajaba como reportero del Die Neue Zeitung, un periodico americano, y otro era un antiguo secretario que tuve, un tal Dagmarr, que me ayudó a echar un vistazo a los archivos de la ciudad, en Winzererstrasse. Pero sobre todo me dediqué a visitar las oficinas que los muchos abogados de Múnich tenían en los alrededores del Palacio de Justicia. Si había un grupo al que le iban bien las cosas bajo la ocupación americana, ése era el de los abogados. Aunque se acabara el mundo, seguiría habiendo abogados para hacerse cargo de la documentación.

Mi primer caso en Múnich me llegó a través de un abogado y, por una extraña casualidad, tuvo relación con los camisas pardas de Landsberg. Al igual que el segundo caso, en realidad, aunque no creo que fuera ninguna casualidad. Es probable que lo mismo sucediera con el tercero. Cualquiera de aquellos casos podría haberse llevado mi vida por delante, pero sólo uno lo hizo. Aún hoy me cuesta decir que no estuvieron relacionados.

Erich Kaufmann era abogado, neoconservador y miembro del así llamado Círculo Heidelberg de Juristas, el órgano central encargado de coordinar la liberación de los prisioneros de Landsberg. El 21 de septiembre de 1949 fui a la enmoquetada oficina de Kaufmann, cercana al Palacio de Justicia de Karlsplatz, otro de los edificios públicos que estaban siendo reformados. El sonido de las hormigoneras, martillos, sierras y de loscontenedores elevados al chocar contra el suelo convertía a Karlsplatz en un lugar tan ruidoso como cualquier campo de batalla. Recuerdo la fecha porque fue el día que siguió a la comparecencia del populista de derechas Alfred Loritz en el Parlamento, en la que exigió la amnistía inmediata y generalizada para todos los criminales de guerra, con la única excepción de los más sangrientos, término con el que se refería a los que ya estaban muertos o a los fugitivos. Estaba leyendo la noticia en el Süddeutsche Zeitung cuando la secretaria de Kaufmann, una joven con aspecto de ninfa, vino a buscarme a la suite palaciega que, con toda modestia, él llamaba su oficina. No sé qué me sorprendió más: la oficina, la noticia del periódico o la secretaria; quedaba muy lejana la última vez que alguien tan atractivo como aquella pequeña fräulein me había acariciado con sus tupidas pestañas. Atribuí el gesto al traje nuevo que me había comprado en Oberpollinger. Me quedaba como un guante. Aunque el traje de Kaufmann era mejor. Le quedaba como un traje.

Supuse que tendría unos sesenta años. Y no me hicieron falta muchas suposiciones para darme cuenta de que era judío. Para empezar, junto a la puerta había una pequeña placa con algo escrito en hebreo. Me alegré de ello, pues era señal de que por fin las cosas estaban volviendo a la normalidad en Alemania. Era agradable no ver más estrellas de David pintarrajeadas en las ventanas. No tenía ni idea de qué había sido de él en el tiempo de los nazis, y tampoco era algo que pudiera preguntarse. Pero era evidente que, en los años que llevábamos sin ellos, las cosas le habían ido muy bien. No sólo su traje era mejor que el mío, sino todo en general. Sus zapatos parecían hechos a mano, llevaba las uñas cuidadas y lucía un alfiler de corbata que parecía un regalo de cumpleaños de la reina de Saba. Incluso su dentadura era mejor que la mía. Sostenía mi tarjeta entre los dedosrechonchos y fue directo al grano, sin perder el tiempo en el tipo de cortesías que suelen infestar los asuntos de negocios en Múnich. No me importó en absoluto. No me van las cortesías. Al menos no después de la temporada que me tocó pasar en un campo ruso de prisioneros de guerra. Además, tenía prisa por comenzar a trabajar.

– Quiero que interrogue a un soldado americano -dijo Kaufmann-. Un soldado raso del Tercer Ejército de Estados Unidos. Se llama John Ivanov. Es guardia de la Pri sión de Criminales de Guerra Número Uno. ¿Sabe dónde está?

– En Landsberg, supongo.

– En efecto. Precisamente allí. En Landsberg. Obsérvelo, herr Gunther. Descubra qué clase de persona es. Si es de fiar o no. Si es honesto o deshonesto. Si es un oportunista o dice la verdad. Doy por hecho que mantiene la confidencialidad de sus clientes, ¿no?

– Por supuesto -respondí-. Se me da mejor que a Rudolf Hess mantener la boca cerrada.

– Entonces, de manera confidencial, deje que le diga que el soldado del ejército Ivanov ha hecho una serie de declaraciones sobre el tratamiento que reciben los camisas pardas. También asegura que las ejecuciones de los supuestos criminales de guerra llevadas a cabo en junio del año pasado fueron una chapuza, que el verdugo manipuló lo que hizo falta para que los condenados tardaran más tiempo en morir. Le daré la dirección en la que puede encontrarse con Ivanov. -Desenroscó el tapón de una estilográfica de oro y comenzó a escribir en un pedazo de papel-. Por cierto, a propósito de su comentario sobre Hess, deje que le diga que no me queda ningún sentido del humor, herr Gunther. Los nazis me lo robaron a golpes. Literalmente, créame.

– A decir verdad, mi sentido del humor tampoco está demasiado desarrollado. A mí me lo robaron los rusos.Pero bueno, así sabrá que hablo en serio cuando le diga que mis honorarios son de diez marcos al día, más gastos. Dos días por anticipado.

Kaufmann no pestañeó. Mi ocurrencia no consiguió impactarlo. Es probable que por culpa de los nazis. A ellos sí que se les daban bien los impactos. Pero me di cuenta de que tal vez hubiera establecido un precio demasiado bajo. Cuando estaba en Berlín prefería que la gente se quejara un poco de mis honorarios. De ese modo me ahorraba la clientela que me mandaba a hacer excursiones de pesca. Arrancó la hoja del bloc y me la dio.

– En su tarjeta dice que habla algo de inglés, herr Gunther. ¿Es así? ¿Habla inglés?