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– Sí -respondí, en inglés.

– El testigo no habla muy bien alemán, creo, así que su inglés le será útil para conocerlo un poco mejor. Para ganarse su confianza, tal vez. Los americanos no son grandes lingüistas. Tienen mentalidad insular, como los británicos. Cuando se deciden a aprenderlo, los ingleses hablan bien alemán. Pero los americanos consideran que aprender otro idioma es una absoluta pérdida de tiempo. Algo así como jugar al fútbol, cuando en realidad ellos juegan una variedad del mismo deporte, aunque un tanto extraña.

– Ivanov parece un nombre ruso. Puede que hable ruso. Yo lo hablo perfectamente, lo aprendí en el campo.

– Usted fue uno de los afortunados -dijo-. Es decir, al menos volvió a casa. -Me miró fijamente durante unos segundos-. Sí, ha tenido suerte.

– Por supuesto -respondí-. Tengo buena salud, aunque recibí mi dosis de metralla en la pierna. Y hace un par de años me descubrí un bulto en la cabeza que de vez en cuando me pica. Por lo general, cuando algo no tiene sentido. Como ahora, por ejemplo.

– ¡Vaya! ¿Qué es lo que no tiene sentido?

– El hecho de que a un judío le preocupe lo que pueda ocurrirle a un hatajo de criminales de guerra.

– Es razonable -concedió-. Sí, soy judío. Pero eso no significa que me interese tomarme la revancha, herrGunther.

Se levantó de la silla, caminó hacia la ventana y me llamó a su lado con un gesto perentorio.

Mientras me acercaba me fijé en una foto de Kaufmann con el uniforme de soldado alemán durante la primera guerra mundial y en un doctorado enmarcado de la Uni versidad de Halle. De pie junto a él me di cuenta de que su traje gris de raya diplomática era aún mejor de lo que lo había juzgado. La tela emitió un suave crujido cuando se quitó las gafas con montura de carey y las frotó enérgicamente con un pañuelo blanco tan inmaculado como el cuello de su camisa. Me llamaba más la atención aquel hombre que las impresionantes vistas sobre Karlsplatz que ofrecía la ventana de su oficina. Me sentí como Esaú, de pie junto a su sosegado hermano Jacob.

– Eso es el Palacio de Justicia y el Nuevo Tribunal de Justicia -comentó-. En un año o dos, o tal vez menos, si Dios quiere, porque el ruido me está volviendo loco, tendrán el mismo aspecto que antes. La gente podrá entrar y presenciar un juicio sin necesidad de saber que el edificio fue destrozado por las bombas de los Aliados. Y eso está bien para un edificio. Pero la ley es algo distinto. Nace del pueblo, herr Gunther. Si anteponemos el perdón a la justicia, y conseguimos la amnistía para todos los criminales de guerra, lograremos un nuevo comienzo para Alemania.

– ¿Eso incluye a criminales de guerra como Otto Ohlendorf?

– Incluye a todos los prisioneros. Yo soy sólo uno de los muchos, entre ellos los judíos, que creen que la purga política que nos han impuesto las autoridades de ocupación ha sido injusta en todos los sentidos, además de un fracaso estrepitoso. La persecución de los que llaman «fugitivos» debe terminar cuanto antes, y los que aún siguen presos deben ser liberados a fin de que podamos dejar atrás los tristes acontecimientos de una épocadesgraciada. Un grupo de abogados, líderes religiosos de la misma opinión y yo vamos a presentar una petición al Alto Comisionado americano con relación a los prisioneros de Landsberg. Y la obtención de pruebas que demuestren cualquier indicio de maltrato a los prisioneros constituye un paso previo fundamental. El hecho de que sea judío no tiene absolutamente ninguna relación con nada de esto. ¿Me he expresado con claridad?

Me gustó que se molestara en darme una breve lección sobre la joven República Federal. Hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por mi educación. Además, nuestra relación profesional estaba en una etapa demasiado temprana para hacerme el gracioso con él. El hombre era abogado y, a veces, cuando te haces el gracioso con un abogado, te acusan de desacato y te meten en la cárcel.

Así que fui a Landsberg, hablé con el soldado del ejército Ivanov y volví a encontrarme con Kaufmann, momento en que tuve ocasión de hacer todos los comentarios graciosos que se me pasaron por la cabeza. No le quedó más remedio que quedarse sentado y aguantar, porque eso es lo que los detectives privados llamamos un informe y, saliendo de mí, un informe puede sonar a desacato, sobre todo si no estás acostumbrado a mi estilo. Además, no podía decirle nada de lo que él quería oír. Al menos no si lo que pretendía era ahorrarle la horca a tipejos del estilo de Otto Ohlendorf. Ivanov era un mentiroso y un estafador y, peor aún, un tarugo. Una bestia inútil que lo único que pretendía era saldar cuentas con el ejército de Estados Unidos y de paso sacar algo de dinero.

– Para empezar, no estoy seguro de que haya trabajado alguna vez en Landsberg -dije-. No sabía que Hitler había estado encerrado allí en 1924. Ni que el castillo fue construido hace relativamente poco, en 1910. No tenía ni idea de que los siete hombres que fueron colgados en Landsberg en junio de 1948 fueran médicosnazis. Además, me dijo que el verdugo es un tipo llamado Joe Malta, y Malta dejó el ejército en 1947. Landsberg tiene ahora un nuevo verdugo cuya identidad permanece en secreto. También dijo que la horca está dentro del edificio, cuando en realidad está fuera, cerca del tejado. Si trabajara allí, sabría todo esto. Yo diría que sólo ha trabajado en el campo de refugiados.

– Ya veo -dijo Kaufmann-. Ha sido usted muy riguroso en su investigación, herr Gunther.

– He conocido a tipos más deshonestos que él -añadí con aire satisfecho a modo de conclusión-. Pero sólo en la cárcel. Solamente conseguirá que Ivanov sea un testigo convincente si le hace saber que ha metido un billete de cien dólares en la Bib lia sobre la que tenga que jurar.

Kaufmann guardó silencio. Entonces abrió el cajón de su mesa y sacó una caja que contenía el dinero con que me pagó por mis servicios, en efectivo. Por fin dijo:

– Parece satisfecho.

– Siempre quedo satisfecho después de haber hecho un buen trabajo -respondí.

– No se haga el tonto conmigo. Venga ya, ambos sabemos que hay algo más.

– Es posible que esté contento, sí -concedí.

– ¿No cree que Alemania merece un nuevo comienzo?

– Alemania sí. La gente como Otto Ohlendorf, no. Ser un hijo de perra no era una condición imprescindible para formar parte de las SS, aunque ayudaba mucho. Sé de qué hablo. Yo también estuve en las SS durante algún tiempo. Puede que en parte sea ésa la razón por la que no acabo de sintonizar con su nueva República Federal. O tal vez sea un antiguo, no lo sé. Pero ¿sabe? Un tipo que aniquila a cien mil hombres, mujeres y niños tiene algo que no me acaba de gustar. Y tiendo a pensar que la mejor manera de darle a Alemania el nuevo inicio que se merece es colgarlo, a él y a los de su calaña.

4

Kaufmann no me dio la impresión de ser un hombre rencoroso. Pero sí pedante, por lo que supongo que le fastidió un poco que no le ayudara a salvar a los camisas pardas. Por eso sospecho que fue él quien me mandó a mi siguiente cliente, a sabiendas de que no me gustaría, y a sabiendas también de que no podría rechazarlo. Al fin y al cabo estaba comenzando de nuevo en el negocio. Tal vez quisiera hacerme cambiar de opinión acerca de cómo lograr un buen inicio para la Re pública Federal.

La llamada de teléfono me informó de que debía tomar un tren hasta Starnberg, donde habría un coche esperándome. Sólo sabía que mi cliente era el barón Von Starnberg, que era inmensamente rico, y que había sido el director de I. G. Farben, la compañía fabricante de productos químicos más importante del mundo en su día. Algunos de los directores de I. G. Farben habían sido juzgados en Nuremberg por crímenes de guerra, pero Von Starnberg no era uno de ellos. No tenía ni idea de qué quería de mí.

El tren subió por el valle del Würm y recorrió algunos de los parajes campestres más hermosos de Baviera antes de llegar a Starnberg, media hora más tarde. Acostumbrado a respirar el polvo de Munich, aquello supuso un cambio agradable. Starnberg era un pueblecito de casas que se levantaban sobre un bancal, al extremo norte del Würmsee, un lago de veinte kilómetros de largo y uno y medio de ancho. Las aguas azul zafiro estaban salpicadas de veleros que resplandecían como diamantes bajo el sol matinal. El antiguo castillo de los duques de Baviera dominaba la vista desde lo alto. La palabra «panorámica» apenas alcanzaba para describirla. Después de un minuto contemplando la estampa de Starnberg, me vinieron ganas de levantar la tapa y comerme el cremoso helado de fresa.