Выбрать главу

En la estación me esperaba un viejo Maybach Zeppelin. El chofer tuvo la delicadeza de meterme en el asiento trasero y no en el maletero, probablemente el lugar en el que se sentía inclinado a meter a cualquiera que bajara de un tren. Al fin y al cabo, allí detrás había plata suficiente como para abastecer de balas al Llanero Solitario durante los próximos cien años.

La casa se encontraba al oeste, a unos cinco minutos en coche desde la estación. La placa de metal que había en uno de los pilares de la entrada en forma de obelisco rezaba que era una «villa», supongo que porque les daba un poco de vergüenza utilizar la palabra «palacio». Tardé un minuto en subir por las escaleras que conducían a la puerta principal, donde un tipo vestido como para marcarse el Cheek to cheek con Ginger Rogers esperaba mi llegada para sostenerme el sombrero y guiarme por las llanuras de mármol que se extendían frente a mí. Me acompañó hasta la biblioteca, después dio media vuelta, se retiró en silencio y emprendió el regreso para llegar a casa antes del anochecer.

En la biblioteca me esperaba un hombre bastante alto, algo que descubrí cuando me acerqué lo suficiente para escuchar que me ofrecía un trago de aguardiente. Acepté y me fijé en él mientras manipulaba una licorera gigantesca de cristal y oro, tan grande que parecía que hubieran de custodiarla siete enanitos. Llevaba gafas y lucía una barba blanca algo excéntrica que me hizo pensar que me serviría el licor en un tubo de ensayo.

– La vieja parroquia de nuestro pueblo -dijo, como si tuviera media tonelada de arena apilada en la laringe -, tiene un altar de estilo rococó tardío que fue construido por un tal Ignaz Gunther. ¿Un pariente suyo, tal vez?

– Ignaz era la oveja negra de la familia, herr barón -respondí con naturalidad-. Preferimos no hablar de él en las reuniones sociales.

El barón sufrió un acceso de tos que sólo cesó cuando hubo encendido un cigarrillo. En el intervalo, aún no sé cómo, se las ingenió para estrecharme la mano con la punta de los dedos, ofrecerme un pitillo de la caja de oro del tamaño de un diccionario que había sobre la mesa, brindar conmigo, dar un trago a su aguardiente y desviar mi atención hacia la fotografía de un joven con cara de niño que debía rozar la treintena. Parecía más una estrella de cine que un Sturmbannführer de las SS. Tenía una sonrisa de porcelana fina. El marco era de plata maciza, lo cual, junto con la cigarrera de oro, me hizo pensar que en aquella casa había alguien que se tomaba las finanzas muy en serio.

– Mi hijo, Vincenz -me informó el barón-. Vestido con ese uniforme cualquiera podría pensar que él es la oveja negra de esta familia. Pero es todo lo contrario, herr Gunther. Todo lo contrario. Vincenz fue siempre un chico estupendo. Estaba en el coro de la escuela. De niño tenía tantas mascotas que sus habitaciones parecían un zoo.

Me gustó oír aquello de «sus habitaciones». Decía mucho de la infancia de Vincenz von Starnberg. Como también me gustó el alemán del barón; el alemán que hablaba todo el mundo antes de empezar a utilizar palabras como «Lucky Strike», «Coca-Cola», «OK», «jitterbug», «chicle» y, la peor de todas, «socio».

– ¿Tiene hijos, herr Gunther?

– No, señor.

– Bueno, ¿qué puedo decirle de mi único hijo? Supongo que esto lo resume: diríamos que no es tan malo como lo pintan. Estoy seguro de que usted mejor que nadie comprenderá lo que le digo, herr Gunther. Usted también perteneció a las SS, ¿no es así?

– Era policía, herr barón -respondí, con una leve sonrisa-. Estuve en la KRI PO hasta 1939 cuando, a fin de incrementar la eficacia, o al menos eso fue lo que nos dijeron, nos mezclaron con la Ges tapo y el SD paraformar una nueva oficina de las SS llamada RSHA, la Ofi cina Central de Seguridad del Reich. Lo cierto es que no nos dieron elección.

– No, claro. A Hitler no se le daba demasiado bien eso de dar elección. Es posible que todos tuviéramos que hacer cosas que no nos interesaban. También mi hijo. Era abogado. Un abogado prometedor. Se incorporó a las SS en 1936. A diferencia de usted, él sí lo eligió. Le aconsejé que tuviera cuidado, pero ningún hijo hace caso de los consejos de su padre hasta que ya es demasiado tarde. Y eso lo sabemos los padres, por esa razón envejecemos y nos salen canas. En 1941 fue nombrado segundo de un equipo móvil de matanza en Lituania. Ni más ni menos. Eso es lo que era. Aunque ellos le daban otro nombre, algo como Grupos de Acción, o alguna tontería por el estilo. Pero lo acusaron de asesinato de masas. En circunstancias normales, Vincenz no habría tenido nada que ver con algo tan horrible, pero al igual que muchos otros, se sintió obligado por el juramento que le había hecho al Führer como máximo representante del Estado alemán. Debe comprender que hizo lo que hizo por lealtad a ese juramento y al Estado, aunque en lo más hondo de su ser estuviera en contra.

– Me está diciendo que sólo obedeció órdenes.

– Eso es -respondió el barón, sin hacer caso, o tal vez sin darse cuenta del tono sarcástico que tenía mi voz -. Una orden es una orden. Y es ineludible. Las personas como mi hijo son las víctimas de los juicios de valor históricos, herr Gunther. Y no hay nada que ensucie más el honor de Alemania que los prisioneros de Landsberg, entre los que se encuentra mi hijo. Esos camisas pardas, como los llaman los periódicos, presentan el mayor obstáculo para la restauración de nuestra soberanía nacional, la cual es imprescindible si alguna vez pensamos contribuir, como quieren los americanos, a la causa de la defensa de Occidente. Me estoy refiriendo, está claro, a la guerra contra el comunismo que está por llegar.

Asentí con cortesía. Aquélla era la segunda lección que recibía en las últimas dos semanas. Pero aquélla era fácil de entender. Al barón Von Starnberg no le gustaban los comunistas, algo que ya delataba el entorno. De vivir allí, a mí tampoco me gustarían los comunistas. Y no es que me gustaran, pero habida cuenta de lo escaso de mis pertenencias, tenía más en común con ellos que con el barón, que tenía de todo, y que no se llevaría la mano al bolsillo para contribuir a la victoria de los americanos en la guerra contra el comunismo mientras Estados Unidos siguiera tratando a su hijo como a un vulgar delincuente.

– ¿Ya ha sido juzgado? -pregunté.

– Sí -dijo el barón-. Fue condenado a muerte en abril de 1948. Pero tras presentar una petición al general Clay, le conmutaron la sentencia a cadena perpetua.

– Entonces no veo qué puedo hacer yo -dije con educación y callándome que, desde mi punto de vista, la «oveja negra» del barón había tenido más suerte de la que cabía imaginar-. Además, él no niega las acusaciones, ¿verdad?

– No, en absoluto. Como ya le he explicado, su defensa se basó en una fuerza mayor. En el hecho de que no podía haber actuado de ningún otro modo. Lo que ahora pretendemos es que el gobernador se dé cuenta de que Vincenz no tenía nada personal en contra de los judíos.

»Verá, después de licenciarse pasó a ser profesor adjunto de derecho en la Uni versidad de Heidelberg. Y en 1934 hizo cuanto estuvo en su mano para que la Ges tapo cesara en la persecución de un estudiante que había escondido judíos en su casa. Se llamaba Wolfgang Stumpff, y quiero que lo encuentre, herr Gunther. Debeencontrarlo para que testifique con relación a aquel episodio contra los judíos y podamos pedir la liberación de Vincenz. -El barón suspiró-. Mi hijo tiene sólo treinta y siete años, herr Gunther. Tiene toda la vida por delante.