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Me serví otra copa del excelente aguardiente del barón para quitarme el mal sabor de boca. Aunque también sirvió para evitar que aparcara el tacto y comentara que al menos Vincenz tenía una vida por delante, no como los muchos judíos lituanos cuyas muertes había autorizado, aunque fuera por lealtad al juramento hecho a un oficial de las SS. Llegados a aquel punto, no me cabía ninguna duda de que Erich Kaufmann había propiciado nuestro encuentro.

– ¿Dice que sucedió en 1934, barón? -inquirí. El barón asintió-. Ha llovido mucho desde entonces. ¿Cómo sabe que ese chico, Stumpff, sigue vivo?

– Porque hace un par de semanas mi hija, Helene Elisabeth, vio a Wolfgang Stumpff en un tranvía, en Munich.

Traté de disimular la sorpresa y pregunté:

– ¿Su hija iba en un tranvía?

El barón dibujó una leve sonrisa, como si se hubiera dado cuenta de lo absurdo de la situación.

– No, no. Ella iba en su coche, salía de la Glyptot hek, la galería de esculturas. Se detuvo en un semáforo, alzó la vista y lo vio apoyado en la ventana del tranvía. Está segura de que era él.

– La Glyptot hek. Eso está en el barrio de los museos, ¿no? Veamos. Está el número ocho, que va de Karlsplatz a Schwabing. El tres y el seis, que también van a Schwabing. Y el treinta y siete, de Hohenzollernstrasse a Max-Monument. Supongo que no recordará el número, ¿verdad? -El barón negó con la cabeza y yo imité su gesto-. No importa, lo encontraré.

– Le pagaré mil marcos si lo hace.

– Bien, bien, pero una vez haya dado con él todo queda en sus manos y en las de sus abogados, barón. No pienso defender a su hijo. Es lo mejor. Lo mejor para él pero, sobre todo, lo mejor para mí. Ya me cuesta bastante conciliar el sueño sin dar la cara por asesinos de masas.

– La gente no me habla de ese modo, herr Gunther -dijo con frialdad.

– Pues vaya acostumbrándose, barón. Esto es una república, ¿o acaso lo había olvidado? Además, yo soy el tipo que sabe exactamente dónde encontrar la mejor baza para su hijo. -Aquello era un farol con el que pretendía que las aletas de la nariz no se le hincharan aún más. Había ido demasiado lejos, le había aireado mi opinión en la cara, como hace un torero con la muleta. Ahora me tocaba convencerlo de que la sinceridad era un rasgo de mi personalidad y de que estaba a la altura del trabajo-. Me alegro de que me haya ofrecido esa bonificación, porque no me llevará más que unos cuantos días, y a razón de diez marcos al día más gastos, no creo que me saliera a cuenta.

– ¿Cómo lo va a conseguir? Si yo mismo he intentado hacer averiguaciones…

– Podría decírselo, pero entonces me quedaría sin trabajo. Por supuesto, tendré que hablar con su hija.

– Por supuesto, por supuesto. Le diré que se reúna con usted.

Lo cierto es que no tenía ni idea de por dónde empezar. En Múnich había 821.000 personas. En su mayoría católicos a los que les costaba abrir la boca, incluso en el confesionario.

– ¿Necesita algo más? -preguntó, como si hubiera olvidado mi insolencia.

– Podría pagarme algo por anticipado -respondí-. Con treinta marcos cubre lo que queda de semana y se lleva la satisfacción de saber que la solicitud de liberación de su hijo estará en breve de camino a Landsberg.

5

En Alemania existen registros de casi todo. Somos gente meticulosa, observadora y burocrática, y a menudo nos comportamos como si la documentación y los memorandos fueran el sello distintivo de la auténtica civilización. Aun cuando nos ocupábamos de la aniquilación sistemática de toda una raza, había estadísticas, actas, fotografías, informes y transcripciones. Cientos, puede que miles de criminales de guerra lograran eludir su condena por culpa de nuestra obsesión, tan alemana, por las cifras, los nombres y las direcciones. Los ataques aéreos por parte de los Aliados habían acabado con gran parte de la documentación, sí, pero no me cabía duda de que, en algún lugar, encontraría el nombre de Wolfgang Stumpff junto a su dirección.

Comencé por la Jefa tura de Policía e hice una visita a la sección de Registro de Direcciones y a la Ofi cina de Pasaportes, donde no encontré ni rastro de él. Entonces me dirigí al Ministerio del Interior, en Prinzeregenstrasse. Incluso busqué su nombre en la So ciedad de Juristas Alemanes. Sabía que Stumpff era de Múnich y había estudiado Derecho. Eso me lo había dicho el barón. Y como era muy improbable que durante la guerra no le hubiera tocado hacer el servicio militar, mi siguiente parada fue el edificio de Archivos del Estado de Baviera, en Arcisstrasse, donde tenían documentación que se remontaba a 1265, y que no había sufrido daño alguno. Sin embargo, allí tampoco tuve suerte, lo único que descubrí fue que los archivos del ejército habían sido trasladados a Leonrodstrasse, donde por fin encontré lo que buscaba en las Listas de Rangos, con todos los grados militares. Ordenados alfabéticamente y de año en año. Era un registro hermoso, escrito a mano en tinta púrpura. Hauptmann Wolfgang Stumpff de la 1.ª Gebirgsdivision, la antigua División de Montaña de Baviera. Ya tenía un nombre, una dirección y el nombre del comandante del regimiento de Stumpff. Incluso me llevé sufotografía.

La dirección en el distrito Haidhausen del este de Múnich ya no existía; la zona había sido destruida por completo el 13 de julio de 1944. Al menos eso rezaba el letrero colocado al pie de las ruinas. Momentáneamente despojado de ideas, decidí pasar la tarde tomando tranvías, en concreto el tres, el seis, el ocho y el treinta y siete, con la fotografía de Stumpff que había tomado prestada en el bolsillo. Antes de aquello, sin embargo, tenía que acudir a mi cita con la hija del barón, en la puerta de la Glyptot hek.

Helene Elisabeth von Starnberg llevaba una falda de color beige hasta las rodillas, un jersey amarillo que se le pegaba al cuerpo lo justo para que supieras que era una mujer, y unos guantes de conducir de piel de cerdo. Tuvimos una conversación agradable y le enseñé la fotografía que había tomado prestada de los archivos del ejército.

– Sí, es él -comentó-. Claro que en la fotografía está mucho más joven.

– ¿Cómo? ¿No lo sabe? Esta foto tiene al menos mil años. Lo sé porque ése es el tiempo que Hitler dijo que duraría el Tercer Reich.

Sonrió y, por un segundo, se me hizo difícil creer que tuviera un hermano que había vivido y trabajado en lo más profundo del infierno. Rubia, claro. Como si acabara de bajar de Berchtesgaden. No era de extrañar que Hitler tuviera una preferencia tan marcada por las rubias, si alguna vez había conocido a una rubia como Helene Elisabeth von Starnberg. En cualquier caso, era una criatura de otro mundo. Tal vez la juzgara de manera equivocada, pero seguía manteniendo lo primero que había pensado de ella, es decir, que nunca había subido a un tranvía. Traté de representar esa imagen en mi mente, pero no encajaba. Era como imaginar una caja de galletas coronada por una diadema de brillantes.

– ¿Tiene algún parentesco con Ignaz Gunther? -preguntó.

– Era mi tatarabuelo -respondí-. Pero le ruego que no se lo diga a nadie.

– No lo haré. Esculpió un montón de ángeles. Algunos bastante bonitos. ¿Quién sabe? Tal vez usted se convierta en nuestro ángel, herr Gunther.

Supongo que se refería al ángel de la familia Von Starnberg. Por suerte, hacía buen día y yo estaba de buen humor, y tal vez por eso me ahorré un comentario desagradable y no le respondí que para ayudar a su hermano tendría que convertirme en un ángel negro, que era como la gente solía llamar a los integrantes de las SS. Tal vez. Aunque lo más probable es que mantuviera la boca cerrada porque ella era lo que la gente solía llamar un bombón, en los tiempos en que todavía recordaban el aspecto y el sabor que tenían.