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– En Burgersaal hay un hermoso grupo de ángeles de la guarda que fueron esculpidos por Ignaz Gunther – dijo, señalando al otro lado de Königsplatz-. Cuesta creer, pero sobrevivieron a los bombardeos. Debería echarles un vistazo algún día.

– Lo haré -repuse, y di un paso atrás mientras ella abría la puerta de su Porsche y se sentaba al volante.

Me dijo adiós con la mano enguantada a través del parabrisas dividido, encendió el motor de cuatro cilindros horizontales y salió disparada.

Crucé Karlsplatz en dirección sur y el «Stachus», la zona de mayor tráfico de toda la ciudad, llamada así por una taberna que hubo allí. Caminé por Neuhauser Strasse hasta Marienplatz, ambas muy dañadas durante la guerra. Bajo los andamios se habían construido zonas de paso especiales para los viandantes, y los muchos espacios que quedaban entre los edificios bombardeados estaban ocupados por tiendas provisionales de una planta. Los andamios hacían que Burgersaal pasara tan inadvertida como una botella de cerveza vacía. Al igual que todos los edificios en aquella parte de la ciudad, la capilla estaba siendo restaurada. Cada vez que paseabapor Munich me daba cuenta de la suerte que había tenido al haber pasado la mayor parte de 1944 con el ejército del general Ferdinand Schorner en la Ru sia Blanca. Múnich había resultado muy castigada. La noche del 25 de abril de 1944 fue una de las peores de la historia de la ciudad. Gran parte de la capilla quedó reducida a cenizas y el altar mayor desapareció. Aun así, las esculturas de Gunther permanecieron intactas. Aquellos angelotes de mejillas sonrosadas y delicadas manos no se ajustaban a la idea que yo tenía de los ángeles de la guarda. Más bien parecían un par de chaperos de algún balneario de Bogenhausen. Yo no creía que fuera descendiente de Ignaz, pero pasados doscientos años, ¿quién puede estar seguro de algo así? Mi padre nunca estuvo seguro de quién fue su madre, y mucho menos de quién pudo ser su padre. En cualquier caso yo habría esculpido el conjunto de forma muy distinta. Imaginaba a los ángeles de la guarda armados con algo más letal que una sonrisa altanera, un meñique levantado con elegancia y un ojo clavado en las puertas del cielo buscando respaldo. Pero bueno, así soy yo. Aún hoy, cuatro años después del final de la guerra, lo primero que pienso al levantarme todas las mañanas es dónde dejé mi Kar 98.

Salí de la iglesia y me metí enseguida en un número seis que se dirigía al sur desde Karlsplatz. Me gustan los tranvías. No tienes que preocuparte por llenarles el depósito y puedes dejarlos aparcados en cualquier callejón de mala muerte. Son fantásticos si no puedes permitirte un coche, y en el verano de 1949 salvo por los americanos y el barón Von Starnberg, podía muy poca gente. Además, los tranvías te llevan exactamente allí donde quieres ir, siempre y cuando tengas la sensatez de subir a uno que pare cerca del lugar al que te diriges. No sabía adónde iba Wolfgang Stumpff, ni tampoco de dónde venía, pero supuse que tendría más probabilidades de encontrarlo en uno de aquellos tranvías que en cualquier otro. La labor de un detective no requiere un cerebro del tamaño del de Wittgenstein. Permanecí en el número seis hasta Sendlinger-Tor-Platz, donde bajé y tomé un número ocho que viajaba en dirección contraria. Subió por Barer Strasse hasta llegar a Schwabing, y me apeé en Kaiserplatz, cerca de la iglesia de Santa Úrsula. Según había oído, allí también había unas cuantas esculturas de Ignaz Gunther, pero cuando vi un treinta y siete que se acercaba por Hohenzollernstrasse, me metí en él sin dudarlo.

Me dije que no tenía sentido hacer la ruta completa. Tenía más opciones de encontrar a Wolfgang Stumpff si me mantenía por el centro de Múnich, donde la mayoría de la gente subía o bajaba de los tranvías. A menudo, el trabajo detectivesco incluye jugar con la estadística e imaginar probabilidades. A veces me quedaba en la parte de arriba, otras hacía el viaje en el piso inferior. El piso de arriba era mejor porque se podía fumar, lo malo es que no se veía a los que subían y bajaban, que era como la gente llamaba a esa parte del tranvía que no estaba en el piso superior. Arriba éramos casi todo hombres porque casi todos los hombres fumaban, y las mujeres que fumaban preferían no hacerlo en los tranvías. No me preguntes por qué. Soy detective, no psicólogo. No es que asumiera que Stumpff no fumaba, pero imaginé que, de haber estado en el piso de arriba, la hija del barón no lo hubiera visto. Al menos no desde la ventana de un Porsche 356. Demasiado baja. Podría haberlo visto en el piso de arriba si hubiera conducido un cabriolé, pero nunca desde un cupé.

¿Por qué doy tantos detalles? Porque aquellas pequeñas cosas rutinarias eran las que me recordaban qué se sentía al ser policía. El dolor de pies, el sudor en la nuca y debajo del sombrero, ejercitar de nuevo mis dotes de observación. Había vuelto a fijarme en los rostros. A escudriñar las caras en apariencia normales de los que se sentaban frente a mí en busca de algún rasgo distintivo. La mayoría de la gente tiene uno, sólo hay que mirar con la suficiente atención.

Estuve a punto de no verlo bajar. El tranvía iba muy lleno. Tenía los ojos oscuros y de mirada intensa, la frente alta, los labios delgados, un hoyuelo en la barbilla y una nariz canina que le daba el aspecto de estar siguiendo el rastro de algo. Me recordó mucho a Georg Jacoby, el cantante, y por un segundo tuve la sensación de que se pondría a cantar La mujer de mis sueños. El rasgo distintivo de Wolfgang Stumpff era fácil de encontrar. Le faltaba un brazo.

Bajé del tranvía tras él y lo seguí hasta la estación de trenes de Holzkirchner. Allí tomó un tren de cercanías y se apeó en la parada de München-Mittersendling. Igual que yo. Caminó cerca de un kilómetro y medio por Zielstattstrasse hasta llegar a una casita moderna y acogedora flanqueada por árboles. Me quedé mirando la fachada y vi que se encendía una luz en una de las habitaciones del piso superior.

Me daba igual que Vincenz von Starnberg pasara veinte años en Landsberg. Me daba igual que lo colgaran en su celda con pesos atados a los tobillos. Me daba igual que su padre muriera de tristeza. Me daba igual si Stumpff declaraba acerca de la personalidad de su viejo amigo de universidad o no. Aun así llamé al timbre, a pesar de haberme dicho que no lo haría. No pretendía engatusar a nadie por el Sturmbannführer de las SS von Starnberg ni por su padre el barón. Ni hablar. Ni por mil marcos. Pero no me importaba engatusar a alguien si aquello me había de permitir engatusar también al bombón. Que los ojos azules de Helene Elisabeth von Starnberg me vieran como a un ángel de la guarda era algo con lo que podía vivir.

6

A los tres días recibí un cheque certificado por valor de mil marcos alemanes a ser cobrados de la cuenta personal que el barón tenía en Delbrück and Con. Llevaba una buena temporada sin percibir un sueldo decente, de modo que dejé el cheque sobre la mesa para recrearme en él. De vez en cuando lo levantaba, lo volvía a mirar y me decía que estaba de nuevo en activo. Tuve toda una hora para sentirme orgulloso de mí mismo.

Entonces sonó el teléfono. Era el doctor Bublitz, del Instituto de Psiquiatría Max Planck. Me dijo que Kirsten estaba enferma. Después de un episodio de fiebre, su salud había empeorado y la habían trasladado al Hospital General de la ciudad, cerca de Sendlinger-Tor-Platz.

Salí a toda prisa de la oficina, subí a un tranvía, atravesé corriendo los jardines Nussbaum y llegué a la Clí nica de Mujeres de Mainstrasse. La mitad de aquel lugar parecía un edificio; la otra mitad estaba en ruinas. Avancé entre una hilera de hormigoneras, salvé un parapeto de ladrillos nuevos y madera y enfilé hacia un tramo de escaleras de piedra. El polvo de la obra adherido a la suela de mis zapatos los hacía chirriar como si pisaran azúcar. En la escalera se oía el eco de los golpeteos, que retumbaban con fuerza monótona, como si un pájaro carpintero prehistórico estuviera haciendo un agujero en un enorme árbol. En la calle, un par de martillos neumáticos parecían disputarse la construcción de la última trinchera de Múnich. Alguien fresaba los dientes de un pobre sufriente mientras otro le amputaba la pierna a su esposa, más sufriente todavía.