– Sigo esforzándome por olvidarlo -respondí, meneando la cabeza-. Con el debido respeto, herr Sturmbannführer, si dos de sus hombres van a viajar a Palestina, entonces ¿para qué me necesita?
Begelmann se aclaró la garganta.
– Si me permite decir algo, por favor, herr Sturmbannführer -dijo Begelmann con prudencia, revelando un marcado acento de Hamburgo. Six se encogió de hombros e hizo un gesto de indiferencia. Begelmann me dirigió una mirada de desesperación contenida. Tenía la frente perlada de sudor y pensé que no se debía sólo al calor inusual de aquel mes de septiembre-. Porque, herr Gunther, todo el mundo conoce su reputación de hombre honrado.
– Como todo el mundo conoce su gusto por los comentarios fáciles -dijo Six.
Miré a Six y asentí. Ya estaba harto de ser amable con aquel sinvergüenza.
– Lo que está tratando de decir, herr Begelmann, es que no confía en este departamento ni en la gente que trabaja aquí.
El pobre Begelmann contrajo el rostro en un gesto de dolor.
– No, no, no, no, no. No es eso en absoluto.
Sin embargo, yo me lo estaba pasando demasiado bien como para dejar el asunto.
– La verdad es que no me extraña. Una cosa es que te roben, y otra muy distinta es que el ladrón te pida que le ayudes a cargar el botín en el coche en que emprenderá la huida.
Six se mordió el labio inferior, pero enseguida me di cuenta de que lo que en verdad deseaba morder era mi yugular. La única razón por la que guardaba silencio era que yo todavía no había dicho que no. Es probable que supiera que no iba a negarme. Al fin y al cabo, mil libras son mil libras.
– Por favor, herr Gunther. -A Six no pareció importarle que fuera Begelmann quien rogara-. Mi familia agradecería mucho su ayuda.
– Mil libras -respondí-. Me ha quedado claro.
– ¿Hay algún problema con la cantidad?
Begelmann miró a Six en busca de alguna pista. No obtuvo ninguna. Six era abogado, no comerciante de caballos.
– Claro que no, herr Begelmann -respondí-. Es generosa. Ése no es el problema; el problema, supongo, es mío. Me pongo nervioso cuando cierto tipo de alimaña trata de quedar bien conmigo.
Six no estaba dispuesto a sentirse ofendido. Al fin y al cabo, como quedó demostrado, era un abogado como todos los demás. Estaba preparado para dejar de lado cualquier sentimiento humano por el bien mayor de ganar dinero.
– Espero que no esté intentando insultar a un oficial del gobierno alemán, herr Gunther -me censuró-. Por la forma en que habla, cualquiera podría pensar que está en contra del nacionalsocialismo. Una actitud muy poco saludable en los días que corren.
Negué con la cabeza.
– Me malinterpreta. El año pasado tuve un cliente, Hermann Six, el industrial. Fue de todo menos honesto conmigo. Usted no tiene nada que ver con él, imagino.
– Desafortunadamente, no -respondió-. Yo procedo de una familia muy humilde de Mannheim.
Miré a Begelmann y sentí pena por él. Debería haberme negado, pero acepté.
– Está bien, lo haré. Pero, caballeros, más vale que se comporten de manera legal. No soy el tipo de persona que perdona y olvida. Y jamás he puesto la otra mejilla.
No hubo de pasar mucho tiempo antes de que me arrepintiera de haberme involucrado en el plan «judío itinerante» de Six y Begelmann. Al día siguiente me encontraba a solas en mi oficina. Fuera llovía. Mi socio, Bruno Stahlecker, había salido a trabajar en un caso, o eso me había dicho, por lo que lo más probable era que estuviera contribuyendo al negocio de algún bar de Wedding. Llamaron a la puerta y entró un hombre ataviado con un abrigo de piel y un sombrero de ala ancha. Llámalo olfato, pero supe que era de la Ges tapo antes de que me mostrara la pequeña insignia.
Tenía unos veintitantos, una incipiente calvicie, la boca torcida y una mandíbula prominente y delicada que me hizo pensar que estaba más acostumbrado a repartir golpes que a recibirlos. Sin decir palabra, lanzó su sombrero mojado sobre la carpeta que tenía encima del escritorio, se desabotonó el abrigo que le cubría el elegante traje azul marino, se sentó en la silla que había frente a mí, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno, todo ello mientras me vigilaba como un águila observa a un pez.
– Bonito sombrero -dije transcurridos unos segundos-. ¿De dónde lo ha robado? -Lo agarré y se lo lancé a las rodillas-. ¿O sólo quería que yo y mis rosas supiéramos que está lloviendo?
– Me han dicho que era un tipo duro en Alex -dijo, y soltó la ceniza de su cigarrillo sobre mi alfombra.
– Era un tipo duro cuando estaba en Alex -respondí. Alex era el nombre con el que se conocía la jefatura de Policía, situada en Alexanderplatz, Berlín-. Me dieron una de esas pequeñas insignias. Cualquiera puede parecer duro con una chapita de la KRI PO en el bolsillo. -Me encogí de hombros-. Pero si eso dicen, debe ser cierto. Los polis de verdad, como los de Alex, nunca mienten.
La pequeña boca de aquel hombre dibujó una sonrisa tensa y sin dientes que tenía el aspecto de una cicatriz recién cosida. Se llevó el cigarrillo a los labios y dio una larga calada, como si tratara de sorber un hilo con el que atravesar el ojo de una aguja. O mi ojo. No creo que le hubiera importado.
– De modo que usted es el machote que atrapó a Gormann, el estrangulador.
– De eso hace ya mucho tiempo -respondí-. Era mucho más sencillo atrapar asesinos antes de que Hitler subiera al poder.
– Vaya, ¿y eso?
– En primer lugar, no abundaban tanto como en estos días. Y en segundo lugar, entonces el asunto parecía tener más importancia. Me resultaba gratificante proteger a la sociedad. Hoy en día no sabría por dónde empezar.
– Da la impresión de que no aprueba todo lo que el Partido ha hecho por Alemania -replicó.
– Se equivoca -añadí, tratando de medir mi insolencia-. No desapruebo nada de lo que se haga por Alemania. -Encendí un cigarrillo y dejé que pensara en el sentido oculto de mis palabras mientras me recreaba en una imagen mental de mi puño chocando contra la mandíbula prominente de aquel niñato-. ¿Tiene nombre o se lo reserva para sus amigos? Ya sabe, aquellos que le mandaban tarjetas por su cumpleaños. Eso suponiendo que recuerde la fecha, claro está.
– Tal vez podamos ser amigos -dijo con una sonrisa. Aquella sonrisa me ponía enfermo, era el tipo de mueca que delataba que quería algo de mí. Sus pupilas tenían una especie de brillo afilado que se escapaba de sus ojos como la punta de una espada-. Quizá podamos ayudarnos el uno al otro. Para eso están los amigos, ¿no? Tal vez le haga un favor, Gunther, y usted se sienta tan y tan agradecido que me mande una de esas tarjetasque ha mencionado. -Asintió con la cabeza-. Me gustaría mucho. Sería todo un detalle. Una tarjeta con mensaje.
Exhalé parte del humo en su dirección. Empezaba a estar cansado de su pose de tipo duro.
– Dudo que le gustara mi sentido del humor, pero estoy dispuesto a que me demuestre que me equivoco. De hecho, sería interesante que la Ges tapo me demostrara que me equivoco.
– Soy el inspector Gerhard Flesch -dijo.
– Encantado de conocerle, Gerhard.
– Dirijo el Departamento de Asuntos Judíos de la SI PO -añadió.
– ¿Sabe qué? Estoy pensando en abrir uno de esos aquí. De repente todo el mundo tiene un Departamento de Asuntos Judíos. Debe de ser un buen negocio. El SD, el Foreign Office, y ahora la Ges tapo.
– El área de competencia del SD y de la Ges tapo está delimitada por una orden aprobada por el Reichsführer de las SS en la que se establecen sus funciones -aclaró Flesch-. En teoría, la función del SD es someter a los judíos a una intensa vigilancia y después informarnos, pero en la práctica la Ges tapo mantiene un pulso de poder con el SD, y las disputas más encarnizadas tienen que ver con todo aquello relacionado con los judíos.