Выбрать главу

Pasado un rato me levanté, me serví una copa de Muerte Negra, me la bebí y volví a echarme en el sofá. Kirsten tenía cuarenta y cuatro años. Demasiado joven para morir de lo que fuera. Lo injusto de la situación la volvía insoportable, tanto como para destrozar mi fe en Dios, de haberla conservado. No eran muchos los que salían de un campo soviético de prisioneros de guerra creyendo en algo que no fuera la propensión de los humanos a la inhumanidad. Aunque no era sólo lo injusto de su muerte lo que me bullía en la cabeza. También lo desafortunado. Perder a dos esposas por culpa de la gripe era algo más que mala suerte. Se sentía como una condena. Tras haber sobrevivido a una guerra como la que acabábamos de pasar, en la que tantos alemaneshabían perdido la vida, que alguien muriera de gripe parecía, cuando menos, improbable. Más improbable que en 1918, ya que entonces mucha gente murió de lo mismo. Aunque claro, desde la perspectiva de los que se quedan, este tipo de cosas son siempre injustas.

Llamaron a la puerta. La abrí y me encontré con una mujer alta y atractiva. Me dedicó una sonrisa vacilante y dirigió la mirada al nombre en el vidrio esmerilado de la puerta.

– ¿Herr Gunther?

– Sí.

– Vi la luz desde la calle -dijo-. Lo llamé hace un rato pero no estaba.

De no ser por las tres pequeñas cicatrices en forma de semicírculo que le adornaban la mejilla derecha, habría sido bastante bonita. Me recordaron a los tres rizos que lucía Zarah Leander en la vieja película sobre un torero que tanto le había gustado a Kirsten. La Ha banera. Debía de ser de 1937. De hacía una eternidad.

– Todavía no he logrado encontrar secretaria -respondí-. No llevo tanto en el negocio.

– ¿Es usted detective privado? -preguntó con tono de sorpresa, y me miró fijamente durante unos segundos, como si tratara de juzgar qué tipo de persona era y si debía o no confiar en mí.

– Eso dice en la puerta -repuse, consciente de que no ofrecía mi mejor imagen de alguien de confianza.

– Tal vez haya cometido un error -dijo, con la vista clavada en la botella que había encima de la mesa-. Siento haberle molestado.

En cualquier otro momento hubiera recurrido a mis buenas maneras y dosis de encanto, le hubiera ofrecidoasiento, hubiera apartado la botella y le hubiera preguntado, con mucha educación, qué problema tenía. Puede que incluso le hubiera ofrecido una copa y un cigarrillo para que se calmara. No era infrecuente que, a punto de entrar en la oficina de un detective privado, los clientes se echaran atrás. Sobre todo las mujeres. Conocer a un detective -verlo vestido con un traje barato y percibir la mezcla de su olor corporal y colonia intensa- puede bastar para que un cliente potencial se dé cuenta de que es mejor que no sepa lo que creía querer saber. Hay demasiada verdad en el mundo. Y demasiados cabrones dispuestos a ponértela delante, a estampártela en las narices. Por costumbre me aparté, como si tratara de incitarla a cambiar de opinión y hacerla entrar, pero ella se quedó fuera. Es probable que hubiera notado el olor a alcohol en mi aliento y la expresión llorosa y autocompasiva en mis ojos. Debió de pensar que estaba borracho. Sus elegantes zapatos de tacón dieron un paso atrás.

– Buenas noches -dijo-. Y disculpe.

Salí al pasillo y me quedé escuchando el sonido de los tacones que avanzaban sobre el suelo de linóleo en dirección a las escaleras.

– Buenas noches también para usted -respondí.

No se volvió. No dijo nada más. Y entonces desapareció, dejando tras de sí una estela de algo fragante. Aspiré con fuerza el último rastro de ella hasta llevármelo al estómago y al lugar que hacía de mí un hombre. Tal como se suponía que debía hacer. Al fin y al cabo, era un olor mucho más agradable que el del hospital.

8

Kirsten murió poco después de la medianoche, momento en el que ya estaba lo bastante intoxicado como para que la noticia fuera soportable. Ya no había tranvías, de modo que fui al hospital a pie, sólo para demostrarme que podía hacerlo tan bien como cualquiera. Ya la había visto viva; no me hacía ninguna falta verla muerta, pero el hospital requería mi presencia. Llevé el certificado de matrimonio. Pensé que sería mejor arreglarlo todo antes de que perdiera su aspecto de ser humano. Siempre me ha sorprendido la rapidez con que eso sucede. Una persona puede rebosar tanta vida como un cesto lleno de cachorros, y horas más tarde parecer una figura de cera del Panoptikum de Hamburgo.

Me atendió una enfermera distinta y un médico también distinto. Ambos mejores que los del turno de día. La enfermera era algo más atractiva. El médico tenía aspecto de ser humano, incluso en la penumbra.

– Siento mucho la muerte de su esposa -susurró, lo que yo interpreté como una señal de respeto hasta que me di cuenta de que nos encontrábamos en mitad de la sala, junto al mostrador de las enfermeras, rodeados por mujeres dormidas que no estaban ni la mitad de enfermas de lo que había estado mi esposa-. Hemos hecho todo lo que hemos podido, herr Gunther. Pero estaba muy grave.

– Gripe, ¿no?

– Eso parece -respondió.

A la luz de la lámpara me pareció muy delgado, tenía la cara pálida y redonda, y el cabello pelirrojo de punta. Parecía un monigote de feria.

– Aunque es un poco raro, ¿no cree? -señalé-. Es decir, no he sabido de nadie más que haya muerto de gripe.

– En realidad, hemos tenido varios casos. En la otra sala hay uno. Tememos que se propague. Estoy seguro de que recordará la última epidemia de gripe, la de 1918. Se acuerda, ¿verdad?

– Mejor que usted -respondí.

– Por ese motivo las autoridades de ocupación están tan decididas a contener la propagación de cualquier infección. Razón por la que le pedimos permiso para incinerar el cuerpo de inmediato. A fin de evitar la propagación del virus. Me doy cuenta de que es un momento muy duro para usted, herr Gunther. Perder a una esposa tan joven debe de ser terrible. No puedo llegar a imaginarme cómo se siente en estos momentos. Pero no le pediríamos su colaboración si no la estimáramos absolutamente necesaria.

Hablaba como si tuviera un nudo en la garganta, todo un detalle después de la clase magistral en indiferencia y sangre fría impartida por su colega estirado, el doctor Effner. Lo dejé seguir con su monserga, pues no tenía ganas de interrumpir sus efusivas muestras de condolencia con lo que me pasaba por la cabeza, es decir, queantes de perder la chaveta e ingresar en el Max Planck, Kirsten había tocado fondo, estaba siempre borracha, y que antes de eso había sido algo así como una fulana, sobre todo con los americanos.

Estando en Berlín, recién terminada la guerra, ya sospeché que se abría de piernas a cambio de chocolate y cigarrillos. Muchas habían hecho lo mismo, por supuesto, aunque no daban muestras de disfrutarlo tanto como ella. Así pues, me pareció apropiado que los americanos dispusieran de su cuerpo inerte como creyeran oportuno. Al fin y al cabo, ya habían dispuesto de él como habían querido cuando estaba con vida. De modo que cuando el doctor terminó de susurrar su perorata, asentí y dije:

– Está bien. Haremos lo que usted diga, doctor. Si cree que es necesario…

– Bueno, son más bien los americanos -respondió-. Después de lo sucedido en 1918, temen que se propague una epidemia en la ciudad.

Suspiré.

– ¿Cuándo quiere hacerlo?

– Lo antes posible. Es decir de inmediato, si le parece bien.

– Antes me gustaría verla -respondí.

– Sí, sí, por supuesto. Pero trate de no tocarla, ¿de acuerdo? Por si acaso. -Me dio una mascarilla-. Será mejor que se la ponga -añadió-. Hemos abierto las ventanas para airear la habitación, pero no merece la pena correr ningún riesgo.