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9

Al día siguiente viajé a Dachau para visitar al abogado de la familia de Kirsten y comunicarle la noticia. Krumper se estaba ocupando de la venta del hotel, de momento sin éxito. Al parecer, la gente estaba tan interesada en comprar un hotel en Dachau como en hospedarse en él. La oficina de Krumper estaba en la plaza del mercado. La ventana que había detrás de su escritorio ofrecía una buena vista de St. Jakob, el ayuntamiento y la fuente de delante del ayuntamiento, que siempre me había hecho pensar en un orinal. Su oficina parecía un terreno en construcción, sólo que en lugar de ladrillos y tablones, había pilas de libros y archivos.

Krumper iba en silla de ruedas a causa de una herida en la cadera provocada por uno de los muchos ataques aéreos que llovieron sobre Munich. Cascarrabias y con monóculo, de vocecilla aflautada y pipa a juego, era un tipo algo andrajoso pero competente. Me gustaba, pese al hecho de que hubiera nacido en Dachau y vivido allí toda su vida sin molestarse en preguntar qué sucedía un poco más al este. O eso decía. Lamentó mucho la noticia de la muerte de Kirsten. Los abogados siempre lamentan la pérdida de un buen cliente. Esperé a que la expresión de lástima desapareciera de su rostro y le pregunté si creía que debía rebajar el precio del hotel.

– Creo que no -respondió con cautela-. Estoy seguro de que alguien lo comprará, aunque tal vez no como hotel. De hecho, justo ayer vino una mujer a informarse sobre el lugar. Me hizo unas cuantas preguntas que nopude responderle, y me tomé la libertad de darle su tarjeta. Espero haber hecho bien, herr Gunther.

– ¿Le dijo su nombre?

– Me dijo que se llamaba frau Schmidt. -Dejó la pipa a un lado, abrió la caja de cigarrillos que tenía sobre la mesa y me invitó a uno. Encendí ambos mientras él decía-: Una mujer atractiva. Alta, muy alta. Tenía tres pequeñas cicatrices en la mejilla. Lo más probable es que fueran marcas de metralla. Aunque no parecía darles demasiada importancia. Cualquier otra mujer se hubiera dejado crecer el pelo para disimularlas. Ella no. Y la verdad es que no la afeaban en nada. No creo que muchas mujeres se sintieran seguras de sí mismas teniendo algo así. ¿Usted qué opina?

Krumper acababa de describir a la mujer que había aparecido en mi oficina la noche anterior. Algo me decía que no estaba interesada en comprar el hotel.

– No, claro. Tal vez forma parte de una asociación de duelo, como el Club Teutonia. Puede que alardear de cicatrices la haga más atractiva a ojos de esos patanes armados con estoques. ¿Qué tontería decía el káiser sobre esos antiguos clubes? Algo como «la mejor educación que un joven puede recibir para su futuro».

– Describe una imagen muy vivida, herr Gunther -dijo Krumper, acariciándose una pequeña cicatriz en el pómulo, como si también él hubiera disfrutado de la clase de educación promovida por el káiser. Guardó silenciodurante un par de segundos y abrió un archivador que tenía sobre la mesa, colmada de papeles-. Su mujer dejó un testamento. Se lo dejó todo a su padre y cuando él murió, no rehízo el testamento. Aunque como usted es su pariente más cercano, todo va a parar a usted. El hotel. Unos cientos de marcos. Algunas fotografías. Y un coche.

– ¿Un coche? -Aquello fue una sorpresa-. ¿Kirsten tenía un coche?

– Era de su padre. Durante la guerra lo mantuvo escondido.

– Tengo la sensación de que se le daba bien esconder las cosas -dije, pensando en la caja que su amigo de las SS había escondido en el jardín.

No me cabía duda de que él sabía de su existencia, por mucho que el americano que la desenterró dijera lo contrario.

– En un garaje de Donauwörther Landstrasse.

– ¿Se refiere al viejo almacén de neumáticos Fulda, en la carretera que va a Kleinberghofen? -Krumper asintió-. ¿De qué coche se trata?

– No entiendo mucho de coches -respondió Krumper-. Vi a su suegro en él una vez, antes de la guerra. Bien orgulloso que iba. Diría que era un cabriolé, de color gris. Por supuesto, en aquel momento el negocio le iba bien y podía permitirse su mantenimiento. Cuando comenzó la guerra enterró las ruedas para evitar que se lo requisaran. -Krumper me entregó un juego de llaves-. Sé que cuidó bien de él, aunque no lo condujera. Seguro que estará en perfecto estado.

Horas más tarde regresaba a Munich al volante de un precioso Hansa 1700 de dos puertas que tenía tan buenaspecto como el día que había salido de la fábrica de Goliat, en Bremen. Fui directo al hospital, recogí las cenizas de Kirsten y conduje de vuelta a Dachau, al cementerio Leitenberg, donde había de encontrarme con el sepulturero, herr Gartner. Le entregué las cenizas y organicé un breve servicio en memoria de Kirsten para el día siguiente por la tarde.

Cuando regresé a mi apartamento, en Schwabing, volví a darle a la botella. En aquella ocasión no funcionó. Me sentía tan solo como un pez en un retrete. No tenía parientes ni amigos con quien hablar; sólo al tipo que aparecía frente a mí en el espejo del baño, que solía saludarme por las mañanas. Con el tiempo también él dejó de hablarme y se acostumbró a mirarme con desdén, como si le resultara detestable. Tal vez todos nos hubiéramos vuelto detestables. Todos los alemanes. No había ni uno de nosotros a los que los americanos no miraran con desprecio contenido, salvo por las jovencitas y las fulanas. No hacía falta ser Hanussen, el vidente, para leer las mentes de nuestros nuevos amigos y protectores. «¿Cómo pudisteis dejar que pasara?», preguntaban. A menudo me hago la misma pregunta. Y no encuentro respuesta. No creo que ninguno de nosotros encuentre jamás una respuesta. ¿Qué respuesta podría haber? Aquello fue sólo algo que sucedió en Alemania, hace ya una eternidad.

10

Una semana más tarde regresó. La alta. Las mujeres altas son mejores que las bajas, sobre todo el tipo de mujeres altas que los hombres bajos parecen preferir, que en realidad no lo son tanto, sólo lo parecen. Ésta no es que fuera alta como un aro de baloncesto, sino todo pelo, sombrero, tacones y altivez. De eso le sobraba. Parecía necesitar tanto mi ayuda como Venecia la lluvia. Eso es algo que valoro en un cliente. Me gusta que me suelte su rollo alguien que no está acostumbrado a palabras como «por favor» y «gracias». Hace salir al tipo de cuarenta y ocho años que hay en mí. En ocasiones, incluso al espartaquista.

– Necesito su ayuda, herr Gunther -dijo, mientras se sentaba con cuidado en el borde de mi chirriante sofá verde de piel.

Levantó el maletín y lo abrazó contra su amplio pecho, como si llevara un peto.

– Vaya. ¿Qué le hace pensar eso?

– Es detective privado, ¿no?

– Sí. Pero ¿por qué yo? ¿Por qué no recurre a Preysings, en Frauenstrasse, o a Klenze, en Augustinerstrasse? Ambos son más conocidos que yo.

Pareció desconcertada, como si le hubiera preguntado de qué color llevaba la ropa interior. Sonreí con calidez y me dije que, si no se movía del borde del sofá, no me quedaría más remedio que imaginármelo.

– Lo que trato de averiguar, fräulein, es si alguien me ha recomendado. En este negocio interesa saber ese tipo de cosas.

– Nada de fräulein. Frau Warzok. Britta Warzok. Y sí, alguien le recomendó.

– Ah. ¿Quién?

– Si no le importa, prefiero no decírselo.

– Usted es la señorita que visitó a herr Krumper la semana pasada. A mi abogado. ¿Para informarse sobre mi hotel? Sólo que entonces se hizo llamar Schmidt, creo.

– Sí. No fui muy original, ya lo sé. Pero no estaba segura de contratar sus servicios. Vine en un par de ocasiones, pero usted no estaba y no me apetecía dejarle un mensaje en el buzón. El conserje me dijo que creía que usted tenía un hotel en Dachau. Pensé que tal vez lo encontraría allí. Vi el cartel de «en venta» y fui a laoficina de Krumper.

Era probable que parte de aquello fuera verdad, pero decidí no insistir más. Además, disfrutaba demasiado de su inquietud y de sus elegantes y largas piernas como para ahuyentarla. Pero no vi nada de malo en provocarla un poco.