– No, no. Friedrich era un hombre malvado. No puede ser que le concedan la amnistía a un hombre como él. No después de lo que hizo. Merece todo lo que le venga encima. Nada me haría más feliz que saber que estámuerto. Créame.
– Le creo, le creo. ¿Por qué no me cuenta qué hizo?
– Antes de la guerra estuvo en el Freikorps, y después en el Partido. Entonces se unió a las SS y se convirtió en Hauptsturmführer. Lo destinaron al campo Lemberg-Janowska de Polonia. Y allí dejó de ser el hombre con el que me había casado.
Negué con la cabeza.
– No he oído hablar de Lemberg-Janowska.
– Alégrese de ello, herr Gunther -respondió-. Janowska no era como los otros campos. Empezó como una red de factorías que formaban parte de la fábrica de armamento alemán, en Lvov. Había judíos y polacos que hacían trabajos forzados. Unos seis mil en 1941. Friedrich llegó a principios de 1942 y, al menos durante unos días, estuve con él. El comandante era un hombre llamado Wilhaus, y Friedrich se convirtió en su ayudante. Habría unos doce o quince oficiales alemanes como mi esposo. Pero la mayoría de los miembros de las SS, los guardias, eran rusos que se habían ofrecido como voluntarios para servir a las SS y eludir así los campos de prisioneros de guerra. -Hizo un gesto de negación y apretó el pañuelo con fuerza, como si tratara de escurrir recuerdos dolorosos del pedazo de algodón-. Después de que Friedrich llegara a Janowska, el campo comenzó a llenarse de judíos. De muchos judíos. Y los valores del campo, si es que puede utilizarse una palabra así para hablar de Janowska, empezaron a cambiar. Obligar a los judíos a fabricar munición se volvió mucho menos importante que acabar con ellos. Y no los mataron de manera sistemática, como en Auschwitz-Birkenau. Nada de eso. Aquello consistía en matarlos de uno en uno, tal y como le apeteciera al oficial de las SS de turno. Y cada uno de ellos tenía su forma favorita de acabar con los judíos. Y cada día alguien era baleado, ahorcado, ahogado, empalado, destripado, crucificado… sí, crucificados, herr Gunther. Cuesta creer, ¿verdad? Pues es cierto. Las mujeres eran apuñaladas hasta morir, o mutiladas con hachas. Utilizaban a los niños para practicar puntería. Oídecir que apostaban si podrían partir a un niño por la mitad de un solo hachazo. Cada oficial de las SS estaba obligado a llevar la cuenta de cuántos había matado a fin de elaborar una lista. Trescientas mil personas murieron de ese modo, herr Gunther. Trescientas mil personas asesinadas brutalmente, a sangre fría, por sádicos que se carcajeaban. Y mi marido fue uno de ellos.
Mientras hablaba no me miraba a mí sino al suelo, y no pasó mucho tiempo antes de que una lágrima recorriera la fina línea de su nariz y se perdiera en la alfombra. Y después otra.
– En algún momento, no sé exactamente cuándo porque pasado un tiempo dejó de escribirme, Friedrich asumió la dirección del campo. Y le aseguro que no introdujo ningún cambio. Una vez me escribió para contarme que Himmler lo había visitado, y que estaba feliz por lo bien que iban las cosas en Janowska. El campo fue liberado por los rusos en 1944. Wilhaus está muerto. Creo que los rusos lo mataron. Fritz Gebauer, el comandante del campo antes que Wilhaus, fue juzgado en Dachau y condenado a cadena perpetua. Está en la cárcel de Landsberg. Pero Friedrich escapó a Alemania, donde permaneció hasta el fin de la guerra. Durante aquel tiempo mantuvimos el contacto. Pero el matrimonio se había terminado, y si no fuera porque soy católica, me hubiera divorciado de él.
»A finales de 1945 desapareció de Munich y no supe nada más de él hasta marzo de 1946. Estaba huyendo. Contactó conmigo y me pidió dinero para escapar. Estaba en contacto con una asociación de antiguos compañeros… Odessa. Y estaba a la espera de una nueva identidad. Tengo dinero, herr Gunther, así que acepté. Lo quería fuera de mi vida, para siempre. En aquel momento no se me ocurrió que me querría volver a casar. Entonces las cicatrices que usted ve no tenían este aspecto. Un cirujano hizo un buen trabajo para que mi rostro estuviera más presentable. Y tuve que invertir mucho de lo que me quedaba en pagarle.
– Mereció la pena -observé-. Hizo un buen trabajo.
– Muy amable por su parte. Y ahora he conocido a alguien. Un hombre decente con el que me gustaría casarme. Así que tengo que saber si Friedrich está vivo o muerto. Verá, dijo que me escribiría cuando llegara a Sudamérica. Es allí donde se dirigía. Es allí donde van la mayoría de ellos. Pero no lo hizo. Otros de los que escaparon con él se pusieron en contacto con sus familias y ahora viven seguros en Argentina y en Brasil. Pero no mi marido. He hablado con el cardenal Josef Frings, de Colonia, y me dice que la Ig lesia católica no acepta un nuevo matrimonio a menos que presente pruebas de la muerte de Friedrich. Y creí que, por el hecho de haber formado parte de las SS, usted tendría más posibilidades de averiguar si está vivo o muerto. Si está en Sudamérica.
– Está bien informada -dije.
– Yo no -respondió-. Mi prometido. Al menos eso fue lo que me dijo.
– ¿A qué se dedica?
– Es abogado.
– Debería haberlo imaginado.
– ¿Qué quiere decir?
– Nada -respondí-. ¿Sabe, frau Warkoz?, no todos los que estuvieron en las SS son personas tan cálidas y adorables como yo. A algunos de esos antiguos compañeros no les gustan las preguntas, ni siquiera si parten de gente como yo. Lo que me pide podría ser muy peligroso.
– Soy consciente de ello. Le compensaremos. Aún me queda algo de dinero. Y mi prometido es un abogado rico.
– ¿Hay algún abogado que no lo sea? Tengo la sensación de que en el futuro todos serán abogados. Tendrán que serlo. -Encendí otro cigarrillo-. Un caso como éste puede resultar muy costoso. Están los gastos. Y el dinero suelta las lenguas.
– ¿El dinero suelta las lenguas?
– Sí. Mucha gente no dirá nada hasta ver una foto de Europa y el toro. -Saqué un billete y le mostré la foto de la que estaba hablando-. Como ésta.
– Supongo que eso lo incluye también a usted.
– Yo funciono con monedas, como todo y todos en los días que corren. Abogados incluidos. Cobro diez marcos al día, más gastos. Sin recibos. A su contable no le hará mucha gracia, pero es inevitable. Comprarinformación no es como comprar sobres. Siempre cobro algo por anticipado. Por las molestias. Es decir, puede que no obtenga resultados, y a un cliente siempre le resulta molesto descubrir que ha pagado por nada.
– ¿Qué le parecen doscientos por anticipado?
– Doscientos son mejor que cien.
– Más una prima sustanciosa si da con alguna prueba de que Friedrich está vivo o muerto.
– ¿Cómo de sustanciosa?
– No lo sé. No he pensado mucho en ello.
– Pues no estaría mal que lo hiciera. Trabajo mucho mejor si lo sé. ¿Qué precio le pone a que llegue a descubrir algo? ¿O a casarse, por ejemplo?
– Le pagaría cinco mil marcos, herr Gunther.
– ¿Ha pensado en ofrecerle esa cantidad al cardenal? -pregunté.
– ¿Como un soborno?
– No, nada de «como un soborno», frau Warzok. Estoy hablando de un soborno en toda regla. Así de simple. Cinco mil marcos compran un montón de rosarios. Venga ya, si es así como los Borgia amasaron su fortuna. Lo sabe todo el mundo.
Frau Warzok parecía escandalizada.
– La Ig lesia ya no es así -respondió.
– ¿Ah, no?
– No podría hacerlo. El matrimonio es un sacramento indisoluble.
Me encogí de hombros.
– Si usted lo dice. ¿Tiene una fotografía de su esposo?
Sacó un sobre de la maleta y me entregó tres fotografías. La primera era un retrato de estudio de un hombre con brillo en la mirada y una amplia sonrisa. Tenía los ojos un poco juntos, pero aparte de eso nada hacía presagiar que aquélla fuera la cara de un asesino psicópata. Parecía un tipo de lo más corriente. Aquello era lo que tenían de aterrador los campos de concentración y los grupos de acción especial. Fueron los tipos corrientes -abogados, jueces, policías, granjeros de pollos y picapedreros- quienes llevaron a cabo todas esas matanzas. En la segunda fotografía la situación era ya más evidente. Un Warzok algo más rechoncho, con la papada plegada sobre el cuello de la guerrera, en posición de firmes, estrechaba la mano de un sonriente Heinrich Himmler. Warzok era unos tres centímetros más bajo que Himmler, que iba acompañado de un Gruppenführerde las SS a quien no reconocí. La tercera mostraba un plano más abierto; tomada el mismo día, aparecían en ella seis oficiales de las SS, entre ellos Warzok y Himmler. En el suelo había sombras, por lo que se diría que el sol había brillado.