– Se llama MVD -aclaró Korsch-. Si no quieres ir a Berlín, puedes acudir a la Cruz Ro ja. Tienen un servicio de localización internacional, aunque sólo para los desplazados. Puede que sepan algo. Y están también las organizaciones judías. La Bric hah, por ejemplo. Comenzó siendo una organización que sacaba del país a refugiados de manera clandestina, pero desde la formación del Estado de Israel se han movilizado para dar caza a viejos compañeros. Al parecer, no confían en los alemanes ni en los Aliados para eso. Y la verdad es que no me extraña. Ah, sí, y hay un tipo en Linz que ha montado su propio grupo de búsqueda de nazis, con dinero americano. Un tal Wiesenthal.
Meneé la cabeza.
– No creo que vaya a importunar a ninguna organización judía. No con el pasado que tengo.
– Supongo que haces bien. Al fin y al cabo, no me imagino a un judío queriendo ayudar a alguien que estuvo en las SS, ¿verdad? -dijo, y se echó a reír.
– Verdad. Por ahora me ceñiré a los Aliados.
– ¿Estás seguro de que Lvov está en Polonia? Diría que estaba en Polonia pero que ahora es parte de Ucrania. Ya sabes, para complicarlo todo un poco más.
– ¿Qué me dices del periódico? Tú debes de tener acceso de algún tipo a los americanos. ¿No podrías averiguar algo?
– Supongo que sí -respondió Korsch-. No te preocupes, mantendré los ojos abiertos.
Escribí el nombre de Friedrich Warzok en un pedazo de papel y debajo el del campo de trabajos forzados de Lemberg-Janowska. Korsch lo dobló y se lo metió en el bolsillo.
– ¿Qué fue de Emil Becker? -preguntó-. ¿Te acuerdas de él?
– Los americanos lo ahorcaron en Viena, hará un par de años.
– ¿Por crímenes de guerra?
– No. Aunque en realidad, si hubieran investigado, hubieran encontrado evidencias de más de uno.
Korsch negó con la cabeza.
– Si te acercas lo suficiente, resulta que todos tenemos las manos manchadas.
Me encogí de hombros. No le pregunté qué había hecho durante la guerra. Sólo sabía que había llegado a Kriminalinspektor de la RSHA, lo cual significaba que había tenido algo que ver con la Ges tapo. No me pareció oportuno estropear una comida distendida con preguntas por el estilo. Él tampoco mostró ninguna curiosidad por saber qué había hecho yo.
– ¿Entonces por qué? -preguntó-. ¿Por qué lo colgaron?
– Por asesinar a un oficial americano. He oído que estaba muy metido en el mercado negro.
– Eso no me extraña. Que estuviera implicado en el mercado negro, quiero decir. -Korsch alzó la copa de vino-. Por él, de todos modos.
– Sí -comenté, levantando mi copa-. Por Emil, el pobre cabrón. -Añadí, y apuré hasta la última gota-. Por curiosidad, ¿cómo termina una bestia parda como tú trabajando de periodista?
– Salí de Berlín justo antes del bloqueo. Un tal Ivan que me debía un favor me echó una mano. Y vine aquí. Me ofrecieron trabajo como periodista de sucesos. Trabajo las mismas horas pero el sueldo es mucho mejor. He aprendido inglés. Tengo mujer e hijo. Y una bonita casa en Nymphenburgo. -Hizo un gesto de negación-. Berlín se acabó. Que los Ivanes se hagan con ella es sólo cuestión de tiempo. Parece como si la guerra hubiese sido hace mil años. Y si te digo la verdad, todo este tema de los crímenes de guerra muy pronto no importará un carajo. Tú espera a que pongan en marcha la amnistía. Eso es lo que quiere todo el mundo, ¿no?
Asentí. ¿Quién era yo para discutir algo que quería todo el mundo?
12
Salí de Munich por el oeste y conduje en dirección a la ciudad medieval de Landsberg. Con su ayuntamiento, su puerta bávara gótica y su famosa fortaleza, aquél era un lugar histórico además de bien conservado ya que, durante la guerra, los Aliados lo habían evitado a fin de no aniquilar a miles de trabajadores extranjeros y judíos repartidos por nada menos que treinta y un campos de concentración de los alrededores. Después de la guerra, los americanos utilizaron aquellos mismos campos para albergar a la población desplazada. El mayor de todos ellos aún contenía a más de mil desplazados judíos. Aunque mucho más pequeña que Múnich y Núremberg, el Partido Nazi había considerado a Landsberg como una de las tres ciudades más importantes de Alemania. Antes de la guerra había sido el lugar de peregrinación de los jóvenes alemanes. Y no por razones arquitectónicas o religiosas -a no ser que se considerara el nazismo una religión- sino porque a la gente le atraía visitar la celda de Landsberg en que Adolf Hitler, encarcelado allí durante casi un año tras el frustrado golpe de estado de 1923 en la cervecería de Múnich, había escrito Mein Kampf. Sin lugar a dudas, Hitler se sintió muy cómodo en la cárcel de Landsberg. Construida en 1910 dentro de los muros de la fortaleza medieval, la cárcel fue una de las más modernas de Alemania y, al parecer, Hitler recibió el trato de un invitado de honor y no el de un revolucionario peligroso. Las autoridades le permitieron ver a sus amigos y escribir su libro. De no haber pasado aquella temporada en Landsberg, es probable que el mundo no hubiera oído hablar de Hitler.
En 1946 los americanos le cambiaron el nombre de Prisión Landsberg por el de Prisión de Criminales de Guerra Número Uno y, después de los de Spandau y Berlín, era el centro penitenciario más importante de Alemania, con más de mil criminales de guerra procedentes de los juicios de Dachau, casi cien de los juicios de Núremberg, y más de una docena de los juicios de prisioneros de guerra japoneses en Shangái. En aquella cárcel se había ahorcado a más de doscientos criminales de guerra, cuyos cuerpos habían sido enterrados en el cementerio cercano de Spottingen Chapel.
No resultaba sencillo entrar en Landsberg y visitar a Fritz Gebauer. Había tenido que telefonear a ErichKaufmann y tragarme mis buenas dosis de humildad a fin de persuadirlo para que se pusiera en contacto con los abogados de Gebauer y los convenciera de que yo era un tipo de confianza.
– Oh, yo estoy seguro de que podemos confiar en usted, herr Gunther -me había dicho Kaufmann-. He oído que hizo un buen trabajo para el barón Von Starnberg.
– Lo poco que hice me fue compensado -respondí-. Y de manera generosa, además.
– Seguro que disfruta un trabajo bien hecho, ¿no?
– Hasta cierto punto, a veces sí. Aunque en aquel caso no mucho. Ni la mitad de lo que disfruté trabajando en su caso.
– ¿Cuando tuvo que demostrar que el soldado Ivanov no era de fiar? Creí que como usted también había pertenecido a las SS le gustaría ver a uno de sus viejos compañeros fuera de la cárcel.
Aquél era el pie que había estado esperando.
– Cierto -había admitido, tratando de expurgar la charla que me había dado en su oficina-. Estuve en las SS. Pero eso no implica que no me interese la justicia, herr doctor. Los hombres que matan a mujeres y a niños merecen estar en la cárcel. La gente tiene que saber que las malas acciones son castigadas. Ésa es mi idea de una Alemania sana.
– Mucha gente le respondería que la mayoría de esos hombres se limitaron a cumplir con su obligación, herr Gunther.
– Lo sé. Soy un poco obstinado. Nado a contracorriente.
– Eso suena muy poco sano.
– Tal vez. Además, resulta fácil ignorar a alguien como yo. Aunque tenga razón. Pero ignorar al obispo Neuhausler ya no es tan sencillo. Aunque se equivoque. Imagínese cómo me estropea la satisfacción leer en el periódico sus declaraciones sobre los camisas pardas. Como si nadie le hubiera dicho que Ivanov era un estafador, un ladrón movido por un interés personal.
– Neuhausler es producto de gente mucho más inescrupulosa que yo, herr Gunther. Espero que se dé cuenta de que no he tenido nada que ver con todo eso.
– Lo intento.
– Gente como Rudolf Aschenauer, por ejemplo.
Había oído ese nombre en alguna otra ocasión. Aschenauer era un destacado abogado de Nuremberg, y el asesor legal de casi setecientos prisioneros de Landsberg, entre ellos el infame Otto Ohlendorf y un miembro del Partido Alemán de derechas.