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– En realidad -continuó Kaufmann-, tendré que hablar con Aschenauer para conseguir que entre enLandsberg a ver a Gebauer. Es su abogado. Y fue el abogado de todos los acusados de la matanza de Malmedy.

– ¿Es Gebauer uno de ellos?

– Por eso queremos sacarlo de una prisión americana -dijo Kaufmann-. Podrá imaginar el porqué.

– Sí. En este caso en particular lo imagino perfectamente.

Aparqué el coche y caminé por la explanada del castillo en dirección a la torre de entrada de la fortaleza, donde le mostré al americano negro de turno mi documentación y la carta del despacho de Aschenauer. Mientras esperaba a que encontrara mi nombre en la lista en que constaban las visitas del día, sonreí con amabilidad y traté de poner en práctica mi inglés.

– Bonito día, ¿sí?

– Que de ten por el culo, alemán de mierda.

Seguí sonriendo. No tenía muy claro qué me acababa de decir, pero su expresión delataba que no intentaba ser amable. Cuando encontró mi nombre en la lista me devolvió los documentos y señaló en dirección a un edificio blanco de cuatro plantas que tenía un tejado abuhardillado cubierto por tejas rojas. De lejos parecía una escuela. De cerca, sin embargo, parecía lo que era: una cárcel. Por dentro no era distinto. Todas las cárceles huelen a lo mismo. A comida pésima, cigarrillos, sudor, orina, aburrimiento y desesperación. Otro policía militar de expresión petrificada me acompañó a una habitación desde la que se veía el valle de Lech. Tenía un aspecto verde y exuberante, rebosante de aquellos últimos días de verano. Era un día espantoso para estar en la cárcel, si es que algún día podía ser bueno para estar allí metido. Me senté en una silla hortera a una mesa hortera y arrastré hacia mí un cenicero hortera. Entonces el americano salió y cerró la puerta tras de sí, lo cual me provocó una dulce sensación en la boca del estómago. Y comencé a imaginar cómo me sentiría si fuera un miembro de la Uni dad de Malmedy, en la Pri sión de Criminales de Guerra Número Uno.

Malmedy era una zona del bosque de las Ardenas de Bélgica, en la que, en el invierno de 1944, durante la Ba talla del Bulge, una unidad de las Waffen-SS asesinó a ochenta y cuatro prisioneros de guerra. Prisioneros de guerra americanos. Los integrantes de aquella unidad de las SS -setenta y cinco de ellos, en realidad-, se encontraban ahora en Landsberg, cumpliendo largas condenas de cárcel. Muchos de esos hombres despertaban mi compasión. No siempre es posible capturar a rivales en medio de una batalla. Y si dejas que alguien se escape es probable que más adelante vuelvas a encontrarte luchando contra él. La guerra no era ningún juego entre caballeros en el que se intercambiaran palabras de honor. Al menos no la guerra que nos tocó a nosotros. Y teniendo en cuenta que aquellos hombres habían participado en algunas de las contiendas más salvajes de la Se gunda Guerra Mundial, no me parecía que tuviera sentido acusarlos de crímenes de guerra. Hasta ahí le daba la razón a Kaufmann. De lo que no estaba ya tan seguro era que mi compasión se hiciera extensiva a Fritz Gebauer. Antes de servir en primera línea con las Waffen-SS, el Obersturmbannführer Gebauer había sido el comandante de Lemberg-Janowska. Supongo que en algún momento debió decidir ofrecerse voluntario para luchar en el frente occidental, para lo cual hacía falta mucho valor, tal vez incluso algo de rechazo por el trabajo que realizaba en el campo de trabajos forzados.

Una llave arañó la cerradura y la puerta metálica se abrió. Volví la cabeza y me encontré con un hombre de asombroso atractivo que rozaría los cuarenta. Alto y ancho de espaldas, Fritz Gebauer tenía cierto aire aristocrático y conseguía, de algún modo, que su chaqueta roja de prisionero pareciera más bien un esmoquin. Me saludó con una leve reverencia y se sentó frente a mí.

– Gracias por acceder a esta visita -comenté, mientras colocaba un paquete de Lucky Strike y una caja de cerillas sobre la mesa, entre ambos-. ¿Un cigarrillo?

Gebauer miró al soldado que se había quedado con nosotros.

– ¿Está permitido? -preguntó en inglés.

El soldado asintió y Gebauer sacó uno del paquete y comenzó a fumárselo con fruición.

– ¿De dónde es usted? -preguntó Gebauer.

– Vivo en Múnich -respondí-. Pero nací en Berlín. Viví allí hasta hace un par de años.

– Yo también -dijo-. He pedido que me trasladen a una prisión de Berlín para que mi esposa pueda visitarme pero no parece posible. -Se encogió de hombros-. Aunque a ellos, ¿qué más les da? A los yanquis. Para ellos no somos más que escoria. No nos ven como soldados. Sólo como asesinos, eso es lo que somos. Esjusto admitir que algunos de los que están aquí lo son. Asesinos de judíos. A mí nunca me importó demasiado ese asunto. Yo estaba en el frente occidental, y allí la matanza de los judíos tenía más bien poca importancia.

– En Malmedy, ¿no? -pregunté, mientras me encendía un cigarrillo-. En las Ardenas.

– Así es -respondió-. Fue una lucha desesperada. Estábamos acorralados. Hicimos cuanto pudimos por mantenernos a salvo, y no nos olvidemos de los cien americanos que nos rodeaban. -Dio una profunda calada y clavó la vista en el techo verde. Alguien se había esmerado en que la pintura conjuntara con la de las paredes y el suelo-. Por supuesto los americanos no tienen en cuenta nuestra falta de recursos para capturar prisioneros. Y nadie se plantea ni por un minuto que los hombres que se rindieron fueran cobardes. Pero nosotros no podíamos rendirnos. Ni hablar. Cosas de las SS, ¿no? «La lealtad es mi honor», ¿no decían eso? Nada de instinto de supervivencia. -Dio otra calada-. Aschenauer me ha dicho que usted también estuvo en las SS. Supongo que entenderá de qué le hablo.

Miré a nuestro guardia con inquietud. No me apetecía hablar de mi pasado en las SS delante de un policía americano.

– No sé qué decirle -respondí.

– Puede hablar con total libertad -dijo Gebauer-. No habla una palabra de alemán. Muy pocos de estos yanquis lo hacen. Incluso a los oficiales les da pereza aprenderlo. De vez en cuando te encuentras con un oficial de Inteligencia que sabe un poco, pero la mayoría de ellos no le encuentran sentido a intentarlo.

– Supongo que creen que aprender nuestro idioma restaría valor a su victoria.

– Sí, tal vez. En ese aspecto son peores que los franceses. Pero bueno, mi inglés mejora rápido.

– También el mío -respondí-. Es un híbrido extraño, ¿no le parece?

– No es de extrañar si se fija en el mestizaje que ha habido allí. Nunca había visto un grupo de gente con tanta variedad racial. -Meneó la cabeza con lentitud-. Son curiosos estos americanos. En algunos aspectos son admirables, claro. Pero en otros son de lo más estúpido. Este lugar, por ejemplo. Landsberg. Ir a meternos justo aquí, entre todos los lugares posibles. Donde el Führer escribió su gran libro. No hay uno solo de nosotros que nosienta cierto orgullo de estar aquí. Antes de la guerra vine a visitar su celda. Ahora han retirado la placa de bronce que había en la puerta de la celda del Führer, claro. Pero sabemos exactamente cuál es. Igual que un musulmán sabe en qué dirección está La Me ca. Y eso es algo que nos ayuda a seguir adelante. A mantener el ánimo.

– Yo estuve en el frente ruso -dije, mientras le mostraba algunas credenciales. No me pareció oportuno mencionarle mi colaboración esporádica con la Ofi cina Alemana de Crímenes de Guerra, en Berlín, donde habíamos investigado las atrocidades cometidas por los alemanes y los rusos-. Fui oficial de Inteligencia, bajo el ejército del general Schorner. Pero antes de la guerra era policía, en Alex.

– La conozco muy bien -respondió con una sonrisa-. Antes de la guerra yo era abogado en Wilmesdorf. Iba a Alex de vez en cuando e interrogaba a delincuentes. Cómo me gustaría volver a aquellos tiempos.