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Gebauer sonrió.

– En serio, no habla una palabra de alemán -dijo en referencia al guardia-. Está bien. -Meneó la cabeza -. Aquí dentro se oyen muchas cosas sobre la Com pañía. Pero si le digo la verdad no sé si son de fiar. Al fin y al cabo, ninguno de los que estamos aquí dentro hemos logrado escapar. Nos atraparon y nos encerraron en estelugar. Estoy pensando que lo que se propone puede ser peligroso, herr Gunther. Muy peligroso. Una cosa es aprovecharse de una ruta secreta para escapar y otra muy distinta hacer preguntas al respecto. ¿Ha considerado el riesgo que corre? Sí, incluso usted, un hombre que estuvo en las SS. Después de todo, no sería el primer miembro de las SS que colabora con los judíos. Hay un tipo en Linz, un tal Simon Wiesenthal, que se dedica a dar caza a nazis sirviéndose de un informador de las SS.

– Acepto los riesgos -respondí.

– Si quiere desaparecer en Alemania -dijo muy despacio-, lo mejor que puede hacer es acudir a los expertos. La Cruz Ro ja de Baviera es muy eficaz encontrando a personas desaparecidas. Y creo que también tiene mucha experiencia en conseguir el efecto contrario. Las oficinas están en Munich, ¿no?

Asentí.

– En Wagmullerstrasse -respondí.

– Allí tendrá que encontrarse con un sacerdote llamado padre Gotovina y mostrarle un billete de tren con destino a cualquier población local que contenga dos eses seguidas. Peissenberg, tal vez. O Kassel, si le queda más cerca. O Essen, no lo sé. Entonces deberá tachar las otras letras de modo que en el billete sólo se lea «SS». La primera vez que hable con el sacerdote o con cualquier miembro de la Com pañía debe entregarle ese billete. Además tendrá que pedirle que le recomiende un lugar en el que hospedarse en la población que figure en el billete. Esto es cuanto sé. Y otra cosa: le harán preguntas en apariencia inocentes. Si le preguntan cuál es su himno favorito, debe responder Cuán Grande es Él. No conozco el himno, pero sí la tonada. Es muy parecida a la canción de Horst Wessel.

Comencé a darle las gracias pero Gebauer se zafó de ellas.

– Puede que necesite su ayuda algún día, herr Gunther.

Deseé que no fuera así. Pero bueno, lo mío era sólo un trabajo, de modo que era probable que le prestara mi ayuda si alguna vez me la pedía. Aquel hombre había tenido mala suerte. Para empezar, al mando de la unidad Waffen-SS en Malmedy hubo también otro oficial, el teniente coronel Peiper, de las SS. Fue Peiper quien dio la orden de ejecutar a los prisioneros, no Gebauer. Además, según había leído en los periódicos, la unidad estabamuy mermada y se encontraba bajo una enorme presión. Habida cuenta de las circunstancias, la cadena perpetua me parecía, como poco, una condena severa. Gebauer tenía razón. ¿Qué opciones tenían? Rendirse en un escenario de guerra como las Ardenas hubiera sido como pedirle a un ladrón que vigilara tu casa mientras estabas de vacaciones. En el frente ruso desconfiábamos de la idea de «prisioneros». Nosotros disparábamos a los suyos y ellos a los nuestros. Yo había tenido suerte. Gebauer no. Y no había más. La guerra era así.

Salí de Landsberg sintiéndome como Edmundo Dantès tras haber pasado mis buenos trece años en el castillo de If, y conduje de vuelta a Munich como si en mi oficina me aguardara un cofre lleno de oro y joyas. Así me dejan las prisiones. Un par de horas entre el cemento y ya busco una lima como un loco. No hacía mucho que había llegado cuando sonó el teléfono. Era Korsch.

– ¿Dónde has estado? -preguntó-. Llevo toda la mañana llamándote.

– Hace buen día -respondí-. Se me ocurrió ir al jardín inglés. Tomar un helado. Recoger flores. – Aquello era lo que me apetecía. Algo normal, inocente y al aire libre en un lugar en el que no se respirara olor a humanidad. Seguía pensando en Gebauer, más joven que yo y condenado a toda una vida en la cárcel a menos que el obispo y el cardenal lograran sacarlo, a él y a los demás. ¿Qué no habría dado Gebauer por un helado y un paseo hasta la pagoda china?-. ¿Qué has averiguado de los americanos? -le pregunté a Korsch, mientras me colocaba un cigarrillo entre los labios y frotaba una cerilla contra la parte inferior del escritorio-. ¿Alguna novedad acerca de Janowska y Warzok?

– Parece que los soviéticos han iniciado una comisión investigadora sobre el campo.

– ¿No es un tanto inusual? ¿Por qué motivo?

– Porque aunque el campo estaba dirigido por oficiales y suboficiales alemanes, casi todos los prisioneros de guerra que se ofrecieron voluntarios para colaborar con las SS eran rusos, y fueron ellos quienes cometieron la mayoría de los crímenes. Y la mayoría significa la mayoría. Ellos le daban una gran importancia a las cifras. Recibieron la orden de liquidar a cuantos más mejor en el menor tiempo posible, so pena de muerte, y así lo hicieron. En cambio, con nuestros viejos compañeros, los oficiales, el tema fue bien distinto. Para ellos, matarera un placer. El informe de Warzok detalla muy poco. La mayor parte de las declaraciones de los testigos están relacionadas con el comandante de la fábrica del campo, Fritz Gebauer. Y queda como un auténtico cabrón, Bernie.

– Cuéntame más cosas sobre él -comenté, con un nudo en el estómago.

– A este encanto le gustaba estrangular a mujeres y niños con sus propias manos -dijo Korsch-. Y le gustaba atar a la gente, meterla en barreños de agua y dejarla dentro toda la noche, en pleno invierno. La única razón por la que está condenado a cadena perpetua por lo sucedido en Malmedy es que los Ivanes no permitirán que los testigos acudan a la zona americana durante el juicio. Pero por lo que hizo habría de ser colgado como Weiss, Eichelsdorfer y otros tantos.

Martin Weiss había sido el último comandante de Dachau y Johann Eichelsdorfer había estado al mando de Kaufering IV, el campo más grande, cercano a Landsberg. El descubrimiento de que el hombre con quien había pasado la mañana, un hombre al que había considerado más o menos decente, era en realidad tan atroz como los otros dos me causó una honda decepción, no sólo hacia él, sino también hacia mí mismo. No sabía de qué me sorprendía. Si algo había aprendido durante la guerra era que los hombres de familia, decentes y cumplidores, eran capaces de los actos más brutales y salvajes.

– ¿Estás ahí, Bernie?

– Aquí estoy.

– Después de que Gebauer se marchara de Janowska en 1943, el campo quedó en manos de Wilhaus y Warzok, momento en el que se acabó la pantomima de que aquello fuera un campo de trabajos forzados. Exterminios en masa, experimentos médicos… en Janowska se hizo de todo. A Wilhaus y a algunos otros los colgaron los rusos. Y además filmaron la ejecución. Los sentaron en un camión con las sogas al cuello y después arrancaron. Warzok y algunos otros aún andan sueltos. Los rusos también buscan a la mujer de Wilhaus, Hilde. Y a un capitán de las SS, un tal Gruen. A un Kommissar de la Ges tapo llamado Wepke y a un par de suboficiales, Rauch y Kepich.

– ¿Qué hizo la mujer de Wilhaus?

– Mataba a prisioneros para distraer a su hija. Cuando los rusos ya estaban cerca Warzok y los demás se largaron a Plaszow y después a la cantera de Gross-Rosen, un campo de trabajos forzados. Otros fueron aMajdanek y Mauthausen. Y después, ¿quién sabe? En mi opinión, Bernie, buscar a Warzok es como buscar una aguja en un pajar. Yo en tu lugar me olvidaría del asunto y buscaría otra clienta.

– Entonces tiene suerte de haber acudido a mí y no a ti.

– Debe de oler muy bien.

– Mejor que tú. Y que yo.

– No hace falta que te diga, Bernie, que el gobierno federal prefiere que estemos a bien con los americanos. A fin de no estropear la nueva inversión que van a hacer aquí. Por eso quieren que las investigaciones sobre los crímenes de guerra terminen cuanto antes. Para que podamos seguir con nuestras vidas y hacer algún dinero. Estoy pensando que podría conseguirte trabajo aquí en el periódico, Bernie. No les iría mal un buen investigador privado.