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– Muy interesante, la verdad, Gerhard. Pero no veo cómo puedo ayudarle. Además, ni siquiera soy judío.

– Ah, ¿no? -Sonrió-. Deje que se lo explique. Nos ha llegado el rumor de que Franz Six y sus hombres cobran sueldos de los judíos, aceptan sobornos a cambio de facilitarles la salida del país. Pero aún no tenemos pruebas. Y ahí es donde entra usted, Gunther. Usted es la persona que va a conseguirlas.

– Sobreestima mis recursos, Gerhard. No soy ningún especialista en escarbar en la mierda.

– Esta misión de investigación en Palestina… ¿De qué se trata, exactamente?

– Necesito unas vacaciones, Gerhard. Necesito salir de aquí y comer naranjas. Según dicen, el sol y las naranjas son ideales para la piel. -Me encogí de hombros-. Quién sabe, tal vez me convierta. He oído que en Jaffa ofrecen circuncisiones de calidad. Eso sí, hay que hacérsela antes del almuerzo. -Guardé silencio y negué con la cabeza-. Venga ya, Gerhard, es un asunto de Inteligencia. Sabe que no puedo hablar de ello con nadie ajeno al departamento. Si no está satisfecho, entonces tómela con Heydrich. Es él quien hace las normas, no yo.

– A los dos hombres con los que viaja -continuó sin pestañear-, nos gustaría que no les quitara el ojo de encima. Que se asegurara de que no abusan de la confianza que hemos depositado en ellos. Incluso estoy autorizado para ofrecerle una compensación. Mil marcos.

Me llovía dinero de todas partes. Mil libras por aquí, mil marcos por allá. Me sentía como un oficial del Ministerio de Justicia del Reich.

– Muy bonito de su parte, Gerhard -respondí-. Mil marcos es un dulce muy apetitoso. Aunque claro, no sería de la Ges tapo si no guardara también un látigo que sacar a pasear en caso de que yo no sea tan goloso como usted me imagina.

Flesch me dedicó una de sus sonrisas sin dientes.

– Sería mala suerte que su origen racial se convirtiera en objeto de investigación -respondió mientras apagaba el cigarrillo en mi cenicero.

Al inclinarse hacia delante y echarse de nuevo hacia atrás, su abrigo de piel emitió un sonoro crujido, como si un montón de goterones hubieran impactado sobre una superficie, como si se lo acabara de comprar en una tienda de recuerdos de la Ges tapo.

– Mi padre y mi madre eran gente religiosa. No veo en ello nada con lo que me pueda intimidar.

– Su bisabuela materna… existe la posibilidad de que fuera judía -añadió.

– Lea un poco la Bib lia, Gerhard. Si retrocedemos lo suficiente resulta que todos somos judíos. Pero además, se equivoca. Era católica, y bastante devota, por lo que yo sé.

– Aun así, se llamaba Adler, ¿no? ¿Anna Adler?

– En efecto, Adler. Diría que tiene razón. ¿Y qué?

– Adler es un apellido judío. Si estuviera viva debería añadir «Sarah» a su nombre, para que la reconociéramos como lo que en realidad era, una judía.

– Aunque eso fuera cierto, Gerhard, aunque Adler fuera un nombre judío, lo cual, a decir verdad, no sé si es cierto, eso significaría que una octava parte de la sangre que corre por mis venas es judía. Y si nos atenemos a la sección dos, artículo cinco de las Leyes de Núremberg, resulta que no soy judío. -Sonreí-. Tiene muy poca habilidad con el látigo, Gerhard.

– Cualquier tipo de investigación suele resultar muy molesta -dijo Flesch-, incluso para un negocio genuinamente alemán. Y en ocasiones se cometen errores. Entonces pueden pasar meses antes de que las cosas vuelvan a la normalidad.

Asentí, a sabiendas de que decía la verdad. Nadie le decía que no a la Ges tapo, al menos no sin que ellotuviera consecuencias. Tenía que optar por lo desastroso o por lo desagradable. Una decisión típicamente alemana. Ambos sabíamos que no tenía otra opción que aceptar lo que me propusiera. Sin embargo, aquello me dejaba en una posición incómoda, por decirlo con suavidad. Al fin y al cabo, tenía fundadas sospechas de que Franz Six se estaba llenando los bolsillos con la guita de Paul Begelmann, pero no me apetecía verme implicado en el pulso de poder que mantenían el SD y la Ges tapo. Por otra parte, parecía evidente que los dos hombres del SD que irían conmigo a Palestina no eran de fiar. Naturalmente, ellos sospecharían de mí y, en consecuencia, me tratarían con cautela. Había muchas probabilidades de que no descubriera absolutamente nada. ¿Acaso la Ges tapo se conformaría con tan poco? Sólo había una forma de averiguarlo.

– Está bien -respondí-. Pero no pienso convertirme en un bocazas y decir un montón de cosas que no son verdad. No puedo. Ni siquiera estoy dispuesto a intentarlo. Si están comprados, les comunicaré que están comprados y me convenceré de que eso es lo que hacemos los detectives privados. Tal vez me quite el sueño, tal vez no. Pero si son tipos legales, ahí terminará la historia, ¿de acuerdo? No pienso tenderle una trampa a nadie para contentarlo a usted y a los demás cabezas cuadradas de Prinz-Albrecht-Strasse. Y puede quedarse con su dulce, no quiero ni probarlo. Haré el trabajo sucio, Gerhard, pero pongamos las cartas sobre la mesa. No juego con barajas marcadas. ¿Estamos?

– Estamos. -Flesch se levantó, se abotonó el abrigo y se colocó el sombrero-. Buen viaje, Gunther. No he estado en Palestina, pero he oído que es un país muy bonito.

– Tal vez debiera visitarlo -dije con entusiasmo-. Estoy seguro de que le encantaría. Se adaptaría en un abrir y cerrar de ojos. En Palestina abundan los Departamentos de Asuntos Judíos.

Salí de Berlín la segunda semana de septiembre y crucé Polonia en un tren con destino al puerto de Constanza, en Rumania. Fue allí, a bordo del barco a vapor de nombre Romania, donde por fin conocí a los dos hombres del SD que iban conmigo a Palestina. Ambos eran suboficiales -sargentos del SD- y ambos se hacían pasar por periodistas del Berliner Tageblatt, un periódico que había pertenecido a los judíos hasta 1933, año en que los nazis lo confiscaron.

El sargento al mando era Herbert Hagen. El otro hombre se llamaba Adolf Eichmann. Hagen tenía poco más de veinte años y todo el aspecto de un intelectual sin experiencia, un universitario de clase alta recién graduado. Eichmann era unos años mayor y aspiraba a ser algo más que el vendedor de petróleo austriaco que había sido en los años que precedieron al Partido y a las SS. Ambos eran antisemitas bastante curiosos, pues estaban fascinados por el judaísmo. Eichmann llevaba más años que el otro en el Departamento de Asuntos Judíos, hablaba yiddish, y se pasó la mayor parte del viaje leyendo el libro de Theodor Herzl sobre el Estado judío, titulado El Estado judío. La idea del viaje había partido de Eichmann, que parecía sorprendido y entusiasmado porque sus superiores le hubieran aprobado, ya que nunca había estado en otro país que no fuera Austria o Alemania. Hagen era un defensor de la ideología nazi, un ferviente sionista que solía decir que «no había peor enemigo para el Partido que los judíos» -o alguna tontería por el estilo-, y que «la solución al asunto judío» pasaba por la «total desjudeización» de Alemania. Escuchar hablar a aquel tipo me ponía enfermo. Todo aquello me parecía una locura, como salido de una versión diabólica de Alicia en el País de las Maravillas.

Los dos hombres recelaban de mí, como ya había supuesto que sucedería, y no sólo porque no perteneciera al SD ni a su peculiar departamento, sino porque era mayor que ellos, casi veinte años mayor en el caso de Hagen. Así que, en broma, comenzaron a llamarme «Papi», lo cual llevé con buen humor, al menos con mejor humor que Hagen, a quien, para deleite de Eichmann, apodé Hiram Schwartz en honor al joven cronista del mismo nombre. En consecuencia, cuando el 2 de octubre llegamos a Jaffa, Eichmann sentía más simpatía hacia mí que su colega, más joven y con menos experiencia.

Eichmann no era un tipo imponente; en aquel momento pensé que era la clase de hombre que ganaba vestido de uniforme. Es más, pronto comencé a sospechar que la posibilidad de llevar uniforme era lo que lo había motivado a formar parte de las SA y después de las SS, pues tenía mis dudas de que hubiera estado preparado para unirse al ejército permanente, si en aquella época hubiera existido uno. Apenas llegaba a la estatura media, era patizambo y extremadamente delgado.