– ¿Para descubrir información que no le amargue a nadie el desayuno? ¿Para eso?
– Comunistas -dijo Korsch-. Sobre ellos quiere leer la gente. Historias de espías. Historias sobre la vida en la zona rusa, lo dura que resulta. Las tramas que pretenden desestabilizar el nuevo gobierno federal.
– Gracias, Friedrich, pero no -respondí-. Si de verdad quieren leer sobre eso, seguiré con mis investigaciones.
Colgué el auricular y encendí un cigarrillo con la punta del que estaba terminando de fumar, para considerar la situación con detenimiento.
Es lo que hago cuando el caso en que trabajo se vuelve interesante, no sólo para mí, sino también para otra gente. Gente como Friedrich Korsh, por ejemplo. Hay quienes fuman para relajarse. Otros lo hacen para estimular su imaginación o para concentrarse. Yo lo hacía por las tres cosas a la vez. Y cuantas más vueltas le daba, mi imaginación más me decía que me acababan de advertir de lo complicado de un caso, pero que además a esa advertencia la había seguido un intento de comprarme con una oferta de trabajo. Di otra calada al cigarrillo y lo apagué en el cenicero. La nicotina era una droga, ¿no? Fumaba demasiado. Aquello era una locura. ¿Korsch primero me advertía y después trataba de comprarme? Debía de ser efecto de la droga, no había otra explicación.
Salí a tomar un café y un coñac. También eran drogas. Tal vez me ayudaran a ver las cosas de otro modo. Valía la pena intentarlo.
13
Wagmullerstrasse desembocaba en Prinzregentenstrasse, entre el Museo Nacional y la Ca sa de Arte. En la parte que daba al jardín inglés, la Ca sa de Arte albergaba el Club de Oficiales Americanos. Tras una larga restauración, acababan de reabrir el Museo Nacional, de modo que, de nuevo quedaban a la vista los tesoros de la ciudad que en realidad nadie quería mirar. Wagmullerstrasse estaba en un distrito de Munich llamado Lehel, que abundaba en tranquilas calles residenciales construidas para las familias acaudaladas durante la revolución industrial de Alemania. Lehel seguía siendo tranquilo, pero sólo porque la mitad de las casas estaban en ruinas. La otra mitad habían sido o estaban siendo reconstruidas y en ellas habitaban los nuevos ricos. Aun sin uniforme, era fácil reconocer a los nuevos ricos por sus cortes de pelo modernos, sus bocas llenas de chicle, sus cacareos de júbilo, sus pantalones anchos imposibles, sus bonitas cigarreras, sus elegantes zapatos ingleses, sus cámaras Kodak Brownie y sobre todo su aire aristocrático, ese efluvio de importancia que emanaba de todos ellos como colonia barata.
La Cruz Ro ja ocupaba un edificio de cuatro pisos de piedra caliza amarillenta situado entre una tienda un tanto extravagante que vendía porcelana de Nymphenburg y una galería de arte privada. En su interior todo estaba en movimiento. Las máquinas de escribir tecleaban, los archivadores se abrían y cerraban con estrépito, se rellenaban impresos, había gente bajando por las escaleras y gente subiendo en ascensores de rejas. Hacía ya cuatro años que se había terminado la guerra y la Cruz Ro ja seguía ocupándose de las víctimas. Para que todo fuera aún más interesante, el edificio había abierto sus puertas a un grupo de pintores, y no me hizo falta levantar la vista al techo para saber que lo estaban pintando de blanco, pues bastaba fijarse en las manchas que salpicaban el suelo marrón de linóleo. Detrás de un mostrador que parecía más bien la barra de una taberna, una mujer con trenzas y el rostro sonrosado como un lechón intentaba librarse de un hombre que tanto podría haber sido judíocomo no. Nunca fui capaz de identificarlos.
El principal problema que tenía con él era que sólo la mitad de las palabras que pronunciaba eran en alemán. El resto, que soltaba mirando al suelo por si la mujer entendía las blasfemias, era ruso. Me ceñí la armadura, subí a mi caballo blanco y enarbolé la lanza hacia el lechón.
«Tal vez pueda ayudar», le dije antes de dirigirme al hombre en ruso. Resultó que estaba buscando a su hermano, que había estado en el campo de concentración de Treblinka y después en el de Dachau, antes de acabar en uno de los campos Kaufering. Se había quedado sin dinero y tenía que ir al campo de desplazados de Landsberg. Y había acudido a la Cruz Ro ja con la esperanza de que lo ayudaran. La forma en que el lechón lo miraba me hizo pensar que no lo harían, así que le di cinco marcos y le dije cómo llegar a la estación de trenes de Bayernstrasse. Me dio las gracias con entusiasmo y me dejó a merced del lechón.
– ¿De qué iba todo eso? -preguntó.
Se lo expliqué.
– Desde 1945 a la Cruz Ro ja han llegado un total de dieciséis millones de peticiones para localizar a desaparecidos -dijo, en respuesta a la mirada acusatoria que le dediqué-. Uno coma nueve millones de personas retornadas han sido entrevistadas acerca de desaparecidos. Aún nos quedan por localizar sesenta y nueve mil prisioneros de guerra, uno coma uno millones de miembros de la Weh rmacht y casi doscientos mil civiles alemanes. Eso significa que debemos seguir un procedimiento estricto. Si diéramos cinco marcos a todos los granujas que entran contando historias melodramáticas nos quedaríamos sin blanca en un abrir y cerrar de ojos. Le sorprendería saber cuántos dicen venir buscando a su hermano desaparecido cuando en verdad lo que quieren es que alguien les pague un trago.
– Pues menos mal que se los he dado yo y no la Cruz Ro ja. Yo me los puedo permitir -dije con una sonrisa que no sirvió para que suavizara el gesto.
– ¿En qué le puedo ayudar? -preguntó con tono indiferente.
– Estoy buscando al padre Gotovina.
– ¿Tiene cita?
– No -respondí-. Pero pensé que podría ahorrarle las molestias de quedar conmigo en el Presidium.
– ¿El Presidium de la Po licía? -Como la mayoría de los alemanes, el lechón sentía aprensión cuando se mencionaba a la policía-. ¿En Ettstrasse?
– Sí, con el león de piedra en la entrada -respondí-. ¿Ha estado allí?
– No -dijo, con evidentes ganas de librarse de mí-. Coja el ascensor hasta el segundo piso. El padre Gotovina está en la Sec ción de Pasaportes y Visados. Sala veintinueve.
Al primer golpe de vista, el encargado del ascensor no parecía mucho mayor que yo. Era necesario un segundo golpe para observar que le faltaba una pierna y que tenía una cicatriz en la cara para concluir, al tercer golpe, que probablemente no tuviera más de veinticinco años. Subí con él, dije «segundo» y se puso manos a la obra con el aire resuelto y la fría determinación de un hombre que manejara un Flak 38 de 20 mm, la pistola con pedales y asiento abatible.
Cuando me apeé en el segundo piso sentí la tentación de mirar hacia arriba para comprobar que no había disparado contra nada. Y menos mal que no lo hice porque hubiera tropezado con el hombre que pintaba la tira de zócalo colocada a lo largo del pasillo, tan ancho como la pista de una bolera.
La Sec ción de Pasaportes y Visados era como un Estado dentro de un Estado. Más máquinas de escribir, más archivadores, más impresos por rellenar y más mujeres cebadas. Todas tenían el aspecto de zamparse un paquete de la Cruz Ro ja, cinta adhesiva y cordeles incluidos, cada mañana para desayunar. Un tipo rondaba junto a una cámara con objetivo de 50 mm, montada sobre un trípode. La ventana ofrecía una buena vista del Ángel de la Paz, al otro lado del río Isar. Erigida en 1899 para conmemorar la guerra Franco-Prusiana, la estatua no había significado demasiado en aquel momento y, por supuesto, seguía sin significar nada entonces.
Como buen detective, identifiqué al padre Gotovina nada más entrar por la puerta. Había muchas pistas que lo delataban. El traje negro, la camisa negra, el crucifijo que le colgaba del cuello, el halo que emanaba delalzacuello blanco. Su rostro no me recordó más la imagen de Jesús que la de Poncio Pilato. Las cejas, espesas y negras, constituían la única porción de pelo que tenía en la cabeza, muy similar a la cúpula giratoria del Observatorio Göttingen, y sus orejas desprovistas de lóbulos tenían el aspecto de alas de demonio. Tenía los labios tan gruesos como los dedos, y una nariz ancha y ganchuda como el pico de un pulpo gigante. Su mejilla izquierda estaba adornada con un lunar del color y el tamaño de una moneda de cinco peniques y tenía los ojos marrón nuez, como la nuez del disparador de una Walter PPK. Me los clavó como un punzón y se acercó, tal vez oliendo de lejos al poli que había en mí. Eso o mi aliento a coñac. Aunque no creí que le importara; tenía tanta pinta de abstemio radical como de niño cantor de Viena. Si los Médici hubieran continuado engendrando papas, éstos se habrían parecido al padre Gotovina.