– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó con una voz viscosa como el barniz, mientras estiraba los labios por encima de los dientes, blancos como el alzacuello, y dibujaba una mueca que, al menos la San ta Inquisición, habría catalogado de sonrisa.
– ¿Padre Gotovina? -pregunté.
Asintió de manera apenas perceptible.
– Voy a Peissenberg -le dije, y le enseñé el billete de tren que había comprado antes de entrar-. Me preguntaba si conocía usted allí a alguien con quien pudiera quedarme.
Echó un rápido vistazo al billete pero no se le escapó que el nombre «Peissenberg» había sufrido alguna modificación.
– Creo que hay un buen hotel -dijo-. El Berggasthof Greitner. Pero es probable que esté cerrado. Llega pronto a la temporada de esquí, ¿herr…?
– Gunther, Bernhard Gunther.
– Aunque también hay una iglesia que, además, goza de una bonita vista panorámica sobre los Alpes bávaros. Da la casualidad de que el sacerdote es buen amigo mío. Tal vez pueda ayudarle. Si se pasa por la iglesia del Espíritu Santo sobre las cinco de esta tarde, le entregaré una carta de presentación. Pero debo advertirle que es un fanático de la música. Si se queda en Peissenberg el tiempo suficiente, estoy seguro de queintentará captarlo para el coro de la iglesia. Unos cuantos himnos a cambio de la cena, podríamos decir. ¿Tiene algún himno favorito, herr Gunther?
– ¿Un himno favorito? Sí, tal vez Cuán Grande es Él. Creo que es el que más me gusta.
Cerró los ojos con gesto de afectada piedad y añadió:
– Sí, es un himno precioso, ¿verdad? -Asintió-. Nos vemos a las cinco.
Me despedí y salí del edificio. Caminé hacia el sur y después hacia el oeste hasta llegar al centro, más o menos en dirección de la iglesia del Espíritu Santo pero más concretamente en dirección de la Hof brauhaus, en Platzl. Necesitaba una cerveza.
Con su tejado abuhardillado, sus paredes rosa, ventanas en forma de arco y pesadas puertas de madera, la Hof brauhaus tenía un aire tradicional, casi fantástico, y cada vez que pasaba por delante esperaba encontrarme al jorobado de Notre Dame colgado del techo y columpiándose para rescatar a alguna desventurada gitanilla de una plaza adoquinada (suponiendo que en Alemania quedara algún gitano). Aunque también cabía imaginar al judío Süss, columpiándose sobre la plaza del mercado medieval. Múnich es esa clase de ciudad. Cerrada de miras. Incluso un tanto rústica y primitiva. No es por casualidad que Adolf Hitler comenzara aquí su andadura, en otra cervecería, la Bur gerbraukeller, a tan sólo unas calles de la Hof brauhaus de Kaufingerstrasse. Pero el eco de Hitler no era el único motivo por el que apenas iba a la Bur gerbrau. La razón principal era que no me gustaba la Löwen bräu. Prefería la cerveza más oscura que servían en la Hof brauhaus. La comida también era mejor. Pedí una sopa de patata al estilo bávaro, codillo con patatas guisadas y ensalada de beicon y col. Había estado ahorrando mis cupones para la carne.
Varias cervezas y un pudin de levadura dulce más tarde, comencé a caminar hacia la iglesia del Sagrado Corazón, en Tal. Al igual que el resto de Múnich, había recibido lo suyo. El techo y la bóveda habían quedado destruidos y la decoración interior había desaparecido. Sin embargo habían vuelto a levantar las columnas, y eltecho que habían colocado permitía retomar los oficios religiosos. Cuando entré en la iglesia, medio vacía, se estaba celebrando uno. Un sacerdote que no era Gotovina estaba de pie en el todavía impresionante altar mayor, hablando con una vocecilla aflautada que resonaba en el desnudo interior de la iglesia como la de Pinocho atrapado en la ballena. Noté que la nariz y los labios se me fruncían en señal de aversión protestante.
No aprobaba la idea de un Dios que permitiera ser adorado en aquel soniquete católico y aflautado. Y no es que yo fuera protestante. No desde que aprendí a deletrear «Friedrich Nietzsche».
Encontré al padre Gotovina debajo de lo que quedaba de la galería del órgano, junto a la losa del sepulcro del duque Fernando de Baviera. Lo seguí hasta un confesionario de madera que parecía una cabina para hacer fotografías. Descorrió la cortina gris y entró. Hice lo mismo del otro lado, me agaché y me arrodillé frente a la pantalla, tal y como a Dios le gustaba, supuse. La poca luz que había tan sólo me permitía verle la parte superior de la bola de billar que tenía por cabeza. O al menos un trozo, un pedacito de piel brillante que parecía la tapa de una tetera de cobre. En la penumbra, y confinada en las paredes del confesionario, su voz tenía un tono todavía más infernal. Probablemente la colocara sobre una parrilla engrasada y la dejara ahumar sobre una fogata todas las noches antes de irse a dormir.
– Hábleme de usted, herr Gunther.
– Antes de la guerra era Kommissar en la KRI PO. Así fue como entré en las SS. Fui a Minsk como miembro del grupo de acción especial dirigido por Arthur Nebe. -Decidí no mencionar mi trabajo en la Ofi cina de Crímenes de Guerra y la temporada como oficial de Inteligencia con el Abwehr. Las SS nunca simpatizaron con el Abwehr-. Ostenté el rango de Oberleutnant de las SS.
– En Minsk se hizo un buen trabajo -dijo el padre Gotovina-. ¿A cuántos liquidó?
– Formé parte del batallón policial -respondí-. Nuestra responsabilidad consistía en ocuparnos de loscrímenes de la NKVD.
Gotovina chasqueó la lengua.
– No tiene por qué mostrarse evasivo conmigo, Oberleutnant. Estoy de su parte, y poco me importa si mató a cinco o a cinco mil. Como fuere, usted servía a Dios. Los judíos y los bolcheviques siempre serán lo mismo. Sólo los americanos son lo bastante estúpidos como para no darse cuenta.
Al otro lado del confesionario, en la iglesia, el coro comenzó a cantar. Los había juzgado con demasiada severidad. Eran mucho más agradables al oído que la voz del padre Gotovina.
– Necesito su ayuda, padre -dije.
– Por supuesto. Por eso está aquí. Pero antes de correr hay que aprender a andar. Tengo que asegurarme de que es lo que dice ser, herr Gunther. Bastarán unas pocas preguntas sencillas. Sólo para quedarme tranquilo. Por ejemplo, ¿podría recitar el juramento de lealtad como miembro de las SS?
– Podría -respondí-. Pero jamás tuve que prestarlo. Como miembro de la KRI PO, mi ingreso en las SS fue más o menos automático.
– Dígalo, de todos modos.
– De acuerdo. -Aquellas palabras estuvieron a punto de atragantárseme en la garganta-. «Te prometo Adolf Hitler como Führer y canciller del Reich, lealtad y valor. Te prometo, y a los que has designado para mandarme, obediencia hasta la muerte. Que Dios me ayude.»
– Lo recita muy bien, herr Gunther. Como una oración. ¿Y dice que nunca tuvo que hacer ese juramento?
– Las cosas en Berlín funcionaban de manera algo diferente al resto de Alemania -respondí-. Esos asuntos se vivían con menos intensidad. Pero supongo que no soy el primer hombre de las SS que le dice que nunca ha hecho el juramento.
– Tal vez lo esté poniendo a prueba. Para comprobar hasta qué punto es honesto. La honestidad es siempre mejor, ¿no cree? Además, estamos en una iglesia. No estaría bien mentir aquí dentro. Piense en su alma.
– Hoy en día prefiero no pensar en ella. A menos que sostenga una copa en la mano -dije.